Quantcast
Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
Viewing all articles
Browse latest Browse all 341

El manglar dormido

$
0
0


David R. Argüello




En el oeste de la Isla de Margarita hay un lugar donde las montañas son devoradas por la Tierra y el Mar. Allí, en una oscura ciénaga, se yerguen profundos bosques de naturaleza discreta. Durante mucho tiempo los nativos respetaron el lugar con rezos y cantos, pues se creía entre ellos que se debía mantener calmado al espíritu del lugar. Con la llegada de los españoles, estas costumbres ancestrales fueron olvidadas a la fuerza, producto del dogmatismo cristiano.

No fue hasta hace poco, cuando asumí el cargo de cronista del Estado Nueva Esparta,  cuando se despertó mi interés por investigar los lugares sagrados de las tribus precoloniales, y así, junto con la colaboración de la Universidad de Los Andes, la Universidad de Oriente y la Gobernación de Nueva Esparta, me dispuse a revivir en un texto las memorias de los lugares olvidados en el tiempo.

El profesor Juan Lemper, doctor en antropología de la ULA, fue quien me propuso la idea de dedicarme de lleno a estudiar la cultura esotérica de la Isla de Margarita, pues nunca se había estudiado antes. Debo confesar que acepté sin conocer los riesgos, solo por querer ostentar un libro con mi nombre impreso. En un primer momento, mi estudio se basó en hacerle un seguimiento a todas las zonas que aparecen en los libros tradicionales de la cultura precolonial, pero al poco tiempo se convirtió en una investigación monótona que no me llevaba a encontrar ninguna información relevante para la sociedad antropológica de Venezuela ni para mi flagrante personalidad aventurera.

Obstinado y nervioso por la posibilidad de perder el apoyo económico que estaban haciendo las Universidades, me resolví por buscar información en cualquier sitio fuera de las bibliotecas y los centros populosos de Margarita. Siempre me he preguntado si fue una cruel estratagema del destino o el azar lo que me llevó a empezar mi investigación de campo en los manglares de la Restinga. Hoy, dando poco lugar a las dudas, estoy seguro de que los aldeanos, tan amables y de apariencia relajada, tuvieron mucho que ver con tan macabro hallazgo.

Las señoras, sentadas en sillas de mimbre y con mirada despreocupada, me contaron las historias más secretas de la zona. Me resultó difícil conectar los puntos del por qué me revelaban esa información, pero debido a las presiones externas de mi trabajo y a mi precaria situación económica, todo lo que quería era continuar con mi investigación y entregar datos para la publicación de mi crónica antropológica. Una señora ciega llamada Rosa, de casi un centenar de años, fue la primera que me habló sobre los relatos más enigmáticos que tenían los nativos sobre el manglar. Todos los relatos eran totalmente inverosímiles para mí, por lo que no se pudo evitar despertar mi vena científica al desconfiar de los cuentos de Rosa. Algo me decía que ella, con su sonrisa alegre, me engañaba, así que no tardé en interrogar a otros pueblerinos que, para mi sorpresa, también conocían de memoria los cuentos fantásticos.

No todos ellos se ponían de acuerdo en qué era exactamente lo que había en el manglar, pero todos sí aseguraban de que no era un lugar seguro, y muchos susurraban que era mejor no hablar de ello para tratar de mantenerlo dormido. Algunos, habidos por lo sobrenatural, insinuaban que había algo en el manglar que afectaba y volvía peligrosas a las personas que entraban en él. Naturalmente, al llegar a mi oficina para tratar de ordenar y redactar la información que recogía, nada tenía sentido y creía que de enviar este tipo de trabajo a alguna revista de renombre o de incluirlo en mi libro, sería el final de mi carrera antropológica. Todo cambió el día del asesinato.

No soy morboso ni mucho menos, así que como cualquier persona sensible, trato de mantenerme alejado de las noticias de sucesos rojos que tanto abundan en nuestro país, pero este resultó uno especial. Sucedió, nada más y nada menos que en la zona que estaba estudiando. La policía encontró en varias playas cercanas a La Restinga, partes pertenecientes al cadáver de una mujer. Al principio no pensé que dicho acontecimiento fuese a obstaculizar mi estudio sobre los mitos, pero luego de que ocurrió, la señora Rosa y los pescadores dejaron de hablar conmigo. Ya no atendían mis llamadas ni me recibían amablemente en las puertas de sus casas. El hermetismo de los pobladores taladró mi cabeza varias noches hasta que en sueños borrosos y repetitivos, se terminó de clavar en mi mente la idea de que el silencio de los lugareños estaba relacionado con el crimen.

Gracias a mis contactos con algunos profesores de las universidades de Margarita y a mis súplicas desesperadas, conseguí un espacio en la investigación policíaca haciéndome pasar por un profesor de criminología de la ULA que vino a tomar fotografías forenses para sus clases magistrales en Mérida. También gracias a eso logré, sin mucha mediación, ser invitado a la autopsia preliminar que se le realizaría al cadáver encontrado, con la condición, eso sí, de mantener la discreción por lo sensible del caso.

Al llegar a la morgue de Sabanamar, se me presentó el doctor José Narváez, jefe de la morgue y asuntos criminalísticos de Margarita. Era un hombre delgado y larguirucho, de nariz aguileña e interesante conversación. Su especialidad era la infografía forense y era toda una autoridad en la materia. Luego de ser presentados nos dirigimos adonde tenían almacenados los cuerpos.

Me cuesta un poco de hombría admitir que me fue difícil tomar esas fotos sin un trípode. El temple de mis manos me abandonaba con cada pálpito del corazón y tenía que repetir al menos tres veces cada foto hasta lograr una nítida toma del más crudo asesinato que haya visto. Y aunque fue trabajoso realizar las fotos, nadie sospechó nada de mi fraudulento cargo de criminólogo. La primera foto buena era un acercamiento al lugar en el que estuvo el cráneo, ahora era como un huevo, hueco y roto, desde donde se podía ver todo su contenido. Sólo cuatro mechones de cabello rojizo se sostenían de una cabeza que evidenciaba una antigua abundancia de pelo. Donde había antes estructuras como las fosas nasales, cavidades oculares y unos carnosos labios, ahora había cientos de astillas óseas y carne magra seca por toda la sangre que ya había derramado.

El jefe forense dijo que lo que más le impresionó no fue el ensañamiento que tuvo el asesino, o lo que fuera que hubiese matado a la víctima, sino la fuerza sobrehumana que tuvo que tener para arrancar sin ningún elemento cortante el fémur derecho y el húmero izquierdo de sus cómodas y fuertes articulaciones correspondientes. Me dijo que hacer eso era imposible para una persona, y me contó que así se ejecutaban a los alborotadores en la época de los españoles, pero que se necesitaban cuatro caballos para hacer dicha labor. Desmembrar sólo usando la fuerza bruta de un hombre era imposible.

El doctor José no podía precisar que le había pasado a los senos de la difunta. No se lograba poner de acuerdo sobre si habían sido arrancados por lo mismo que arrancó las otras grandes porciones de piel, pero no descartaba que pudo haber sido obra de los animales de carroña que rondan el manglar. Los tajos de piel que faltaban parecían haber sido producidos por mordiscos tan fuertes que desgarraron toda la piel exterior al área de las mordidas, dificultando saber si eran de origen animal o humana.

Luego de tomar las fotos de las extremidades restantes, trituradas como ramas secas, me tocó encontrar lo que más perturbó mis noches de ahí en adelante, y no lo describiré como muestra de respeto; los crímenes contra los no nacidos considero son los de la peor clase.

Para este momento ya no podía separarme de la idea de ayudar con la captura del asesino, o simplemente entender qué lo llevo a cometer tal acto de odio. Me había olvidado de toda mi investigación antropológica o del pueblo de Macanao; lo que quería era darle sentido y justicia al mundo caótico que estaba viviendo.

Cuando atraparon al sospechoso, me costó un poco creer lo rápido que lo habían capturado. Lo encontraron bajo el puente de Macanao, temblando, lleno de sangre seca en todo el cuerpo y deshidratado. Gracias a mi tenacidad con el caso, y a mi reciente amistad con el doctor José, logré lo imposible: presenciar el interrogatorio.
                                                                                                           
Dijo llamarse William, era de Caracas, tenía 24 años y era estudiante de Biología en la Universidad Simón Bolívar. Tenía aspecto demacrado, su cara estaba pálida como un hueso desnudo y su mirada no se fijaba en ningún punto. Su lenguaje era errático, por lo que le costaba hablar de forma coherente sin detenerse a describir algún disparate de una mente trastornada.

—Llegamos a Margarita creo que hace dos semanas. Laura y yo vinimos pasar nuestras vacaciones en un campamento vacacional en Macanao. Estábamos celebrando nuestro compromiso, le pedí su mano en matrimonio la semana anterior al viaje... Justo cuando llegamos al campamento nos propusieron hacer varios tours por Margarita y fuimos a la laguna de La Restinga. 
»Cuando llegamos al muelle nos adelantamos a los demás sin que nadie se diera cuenta, con el fin de montarnos solos en una lancha, sin conductor, solo nosotros. Sé que no debí hacerlo, pero no podía decir que no, siempre que se trata de impresionar a Laura no me doy cuenta de lo que hago, y ella es muy aventurera. Con pensar en lo que tendríamos que decir por haber salido sin un guía, ya sabía que era un plan terrible, pero cuando entramos en el denso manglar todo eso se me olvidó y supe que habíamos cometido un grave error.

»Mientras más nos adentrábamos me sentía más incómodo, la cara me dolía y el aire se respiraba pesado. Laura estaba callada por primera vez en todo el viaje y yo creía ver cómo las raíces de los manglares se enterraban en mi cabeza. Juro que llegado a un punto del recorrido, no me sentía en control de la dirección que tomaba el bote.

»No sé cuánto tiempo pasamos adentro del laberinto, todo se parecía y lo único que podía distinguir eran más túneles y caminos que sólo mostraban más y más manglares juntos como la arena. Al principio solo podía apreciar con respeto la belleza del manglar, pero luego sentí como arrastraban sus raíces negras hacia el barco haciéndome creer que querían asfixiarnos en su interior.

»Cuando intenté salir de allí a toda velocidad, entendí que había sido el fin de todo para nosotros: el motor de la lancha se había ahogado y estábamos ahí varados sin ninguna forma de salir. Laura empezó a llorar y yo a consolarla. Intentamos pedir auxilio por el teléfono pero no teníamos señal.

»Las flores, en contraste con el putrefacto ambiente, eran lo único bonito que crecía en ese lugar. Estábamos en su época de reproducción, por lo que había cientos de ellas vigilándonos desde las ramas torcidas. Este tipo de flores eran fertilizadas de forma asexual, o sea que las esporas estaban flotando por todos lados, lo que hacía que el ambiente fuese amarillento y confuso.

»Después de respirar ese aire me sentí aliviado. Mi corazón se llenó de un sentimiento hondo e infinito. Mi mente se despejó de todo lo que conocía o estudié, y se liberó también de la carga del amor o el miedo a la muerte. Al instante me sentí sobrecogido por la sensación, pero conocí la verdad cuando vi a Laura que había parado de llorar. Ella también estaba hechizada por el hipnótico manglar y me miraba vacía de emociones. El amor nublaba mi vista sobre todo el mundo y ahora ya había abierto los ojos, y podía comprender que nada importaba.

»Laura no me interesaba, y la levanté con mis manos en su cuello, apretándolo hasta que sonó, crack, el hueso hioides. Ella no hizo ningún sonido mientras la ahorcaba, no le dolía la muerte, incluso no le dolió cuando le arranqué los miembros y la mordí. Cuando terminé arrojé al agua las partes del cadáver como si fuera bolsas de mierda.

Es lógico para cualquier persona luego de asistir este tipo de confesión desechar todas las demás conclusiones y ceder el caso y el sospechoso a los estudios psicológicos más rigurosos, y así pasó para todos en la comisaría, menos para mí. Los días siguientes sólo pude pensar en el relato de William.

Ayudado por mis inventivas, intenté interrogarlo varias veces luego de la confesión. Pero fue en vano, se había sumergido en un silencio insondable. Desesperado, la única idea que se me ocurrió fue hacer una visita a la escena del crimen para imaginar mejor qué es lo que sucede en el manglar.

No es mi intención facilitarle a algún incrédulo con esta carta el camino a los manglares o despertar la curiosidad ingenua. Escribo esto para dejar testimonio de mis descubrimientos sobre la laguna de la Restinga y dejar claro a las autoridades y a mis seres queridos, qué es lo que me lleva a adentrarme en ese diabólico lugar. Deséenme suerte.

Viewing all articles
Browse latest Browse all 341