Enza García
A pesar de las maletas armadas a trompicones después de una reservación inesperada, el apartamento está en orden y el gato ya se ha aclimatado a la idea de quedarse con la vecina (secretamente lo desea, el otro día le lanzó un trocito de jamón). La mañana refulge y el reporte del tráfico anuncia un trayecto acaso tan despejado como el cielo.
—¿Cogiste las llaves? ¿Los tampones?
—Sí, amor.
—Que no se te olviden las gotas del oído.
—Ajá.
—Disculpa.
—No te preocupes, los nervios son normales.
—¿Crees que les gustemos? En este país no tenemos fama de open mind. Siendo ellos, esperaría un ataque tuyo y que le entraras a golpes al involucrado.
—Si nos aceptaron fue por algo. Esa gente no juega con su prestigio.
—¿Pero es seguro?
—Este campamento cumple con todas las normas sanitarias. Además ofrecen un pacto de confidencialidad. Nos hará bien.
—Tengo miedo.
—¿Miedo? ¿O prefieres que sigamos así? Luisa y Miguel lo hicieron y mira. Van cada tanto y las cosas mejoran en casa.
—¿Por qué llegamos a esto?
—No sufras, es normal. Llevamos quince años en lo mismo. Mejor aprovechamos la oportunidad, en vez de andar por ahí a hurtadillas.
—¿Creas que me vea bien con este modelito?
—Mija, estás mejor que nunca. Tus carnes han cogido dimensiones bastante cómodas al tacto. No te cohíbas, nada de eso. Preocupada debería andar yo, que he sacado unos pelos que ni te imaginas.
Después de arrastrar las maletas y embutirlas en el Corsa, Doménica y Yadira se embarcaron hacia el aeropuerto con la ilusión de llegar a Buenos Aires antes de la medianoche. El plan era bastante heroico en vista de ciertas angustias latentes entre los pechos copa C. Después de salir del closet y afrontar una relación lo que se dice seria frente a los ojos obtusos de algunos familiares y amigos, a Doménica le costaba asimilar el plan de contingencia para revitalizar quince años de seriedad y compromiso:
—Chica, pero me confundes. Yo pensé que no querías más nunca de eso.
—¡No te pongas mimosa! No me salgas con militancias a estas alturas.
—No grites, el vigilante nos está metiendo el ojo.
—Pendejo.
—Es decir, ¿no pudimos buscar un campamento de este tipo pero con otro target?
—Uno también se protege, querida. Ni loca que estuviera para meterte en un retiro espiritual de estos con otro montón de lobitas mimosas como tú.
—Ay, deja.
El vigilante suspiró y luego se atragantó con su propia carcajada cuando la pareja se estampó el latazo. Yadira, por el rabito del ojo, se dio cuenta del gesto y aprovechó para meterle chola al allanamiento bucal.
—¿Entonces, te vas a quedar quietecita?
—Está bien. ¡Siempre y cuando no me obligues a mirarte rodeada de esos tipos!
Así, a pesar de las cinco horas de retraso y una escala de emergencia, Yadira y Doménica se alojaran por dos semanas en un campamento especial en las afueras de la ciudad. Los fríos del Sur al principio hicieron mella en el arrojo, pero no tardaron mucho en sintonizar temperaturas. Cuando regresaron a Caracas, afrontaron la rutina con un cariz de ilusión y algún eventual espanto.
—¿Qué haces, mija?
—Nada.
—¿Estabas chateando con ese fulano?
—No.
—Mientes.
—Mami, no pelees.
Reconciliarse cada vez tomaba más tiempo, pero la desesperación se pagaba bajo la regadera o en el sofá.
—La próxima vez prendemos velas aromáticas.