Luis Guillermo Franquiz
―¿Me vas a explicar ―dice la mujer― o vas a esperar a que tu papá llegue?
Sostiene en alto la ropa interior del muchacho. La mancha parduzca resalta como un aviso de neón. Ella acerca la nariz con cuidado y devuelve la mirada fija, inquisitiva, al afirmar que reconoce el olor y sabe lo que significa. El adolescente abre mucho los ojos y dice que no sabe cómo llegó eso ahí, que él no llevaba puesto el interior.
―¿Ah, no? ¿Entonces quién? ¿No será que hay algo que tú no me has dicho?
La mujer lo mira sin parpadear y él miente con una facilidad que lo asombra, aunque no piensa en eso todavía. Pide que lo mantengan en secreto, que no diga nada, pero un par de noches atrás, en el calor del momento, le prestó uno de sus interiores a Blanquita, porque iba a salir con su novio. Y se calló, dejando que su madre imaginara lo demás.
―¿Blanquita? ―dice ella―. ¿Y para qué? ¿Ella no tiene pantaletas?
―Cónchale, mamá… por favor.
―No, chico, esto no puede ser. Qué vaina…
―Mamá, por favor… Blanquita no podía ir a su casa para buscar una pantaleta, su mamá la iba a descubrir.
―Pero, ¿por qué la mancha ahí?
―¿Qué voy a saber yo? Tal vez para no quedar embarazada… no lo sé, vale.
―No, Alejandro, qué va, esto no puede ser. Cuando vea a Blanca voy a hablar con ella. Y ve pensando en lo que le vas a decir a tu papá, porque esto no se queda así.
La bronca con el viejo fue menor, a pesar de todo. Se mostró más comprensivo, aunque dijo que había que buscarle una solución al problema. Ellos hablaron, en su cuarto, Alejandro los escuchó después, y también una conversación telefónica posterior, en voz baja, y al día siguiente le dijeron que se iría con Josué, el hijo de los vecinos evangélicos, para un campamento vacacional en Maracay, por dos semanas. No hubo protesta que valiera, ya la decisión estaba tomada. El punto final de la discusión apareció con las pupilas fijas de la mamá de Josué, y luego la promesa hecha a su madre de que ella se encargaría de todo, que no se preocupara. Alejandro no pudo imaginar algo peor.
El siguiente fin de semana partieron luego de una despedida algo fría por parte de los viejos. Samuel y Leticia se ocuparon de llevar a los muchachos hasta el campamento en El Limón, en Maracay. Alejandro iba en el asiento trasero, con Josué, habiendo cruzado un saludo ligero y un par de miradas curiosas. En el trayecto hablaron poco y Alejandro se imaginó que su madre le había contado todo a la mamá de Josué y evitaba decir algo por temor a maximizar su vergüenza. Llegaron a Maracay a media tarde del sábado y Alejandro vio que el lugar estaba lleno de otros muchachos de su edad, hembras y varones, que se saludaban entre gritos y abrazos. Él mismo cargó con su maleta y trató de no perder de vista a Josué. Leticia los encomendó a un hombre joven, moreno y delgado, que respondía al nombre de Ignacio y luego de recibirlos con una sonrisa les anunció que sería su guía mientras estuvieran en el campamento. Alejandro se quedó mirando la parte trasera del carro de sus vecinos mientras salía por el gran portalón y desaparecía detrás de los árboles altos del camino. Después las enormes puertas de hierro se cerraron y supo que sí se podía imaginar algo peor.
Ignacio los condujo a una cabaña rectangular, con piso de cemento, repleta de literas en dos filas contra las paredes desnudas. Un par de ventanas con cristales sucios dejaban entrar algo de luz. Cada cama forrada con sábanas blancas, sin almohadas; Josué escogió su sitio cerca de un rincón, junto a la puerta, mientras el guía explicaba el orden de actividades para cada día. Alejandro quiso estar cerca de Josué, pero la mayoría de las camas tenían un bolso o maleta que señalizaba a su ocupante; se conformó con la parte inferior de una litera, al otro lado de la cabaña, sin saber quién sería su acompañante superior. Un grupo de muchachos entró y se entretuvieron saludando a Josué, hablando sobre el nuevo reloj-calculadora Casio negro que el recién llegado exhibía con algo de orgullo. Alejandro los miró desde lejos, mientras Ignacio lo arrastraba de vuelta al patio. Afuera, el sol parpadeaba detrás de algunos nubarrones. En el centro del campamento, una cancha de básquetbol donde parecían convergir casi todos los asistentes. Alejandro se dejó conducir en silencio.
El guía lo dejó sentado en unas gradas improvisadas, desde donde podía ver y oír el jolgorio general. A su derecha, un amplio comedor abierto, techado con láminas de acerolit, y algunos mesones de madera y bancos larguísimos, antecediendo a una estructura cerrada que Alejandro supuso sería la cocina. Detrás de él, regados por la empinada colina llena de arbustos, algunos quioscos de vigas entrelazadas, como pequeños cenadores. Fue allí sentado cuando Alejandro lamentó por vez primera no haber llevado su walkman con él, para distraerse. Josué y sus amigos pasaron cerca mucho rato después, y su vecino le hizo una señal de saludo con la cabeza, pero no se detuvo. El grupo se dirigió hacia otros muchachos, que jugaban con una pelota de goma, y organizaron un partido repartiéndose los integrantes por turno entre los líderes. Josué habló con algunos de sus compañeros y al fin le hicieron señales a Alejandro para que se acercara. El adolescente se incorporó más por el intento de agradar que por las ganas de perseguir la pelota. Quedó en el equipo contrario al que lideraba Josué.
―¿Sabes batear? ―preguntó uno de los muchachos.
Alejandro asintió sin mucho entusiasmo. El partido comenzó y él quedó rezagado hasta el tercer turno, cuando sus predecesores ocupaban ya la segunda y la tercera base. El equipo de Josué se preparó entre gritos y consejos para evitar que Alejandro alcanzara la primera base y se lograra la carrera inicial del partido. Agarró la pelota con las dos manos y sintió las miradas de todos sobrevolando sus antebrazos. El líder del equipo se acercó.
―Tírala entre la segunda y la tercera, con fuerza, para que te dé chance de llegar a primera y que Raúl anote. ¿Puedes hacerlo?
Alejandro asintió de nuevo, inseguro, sin levantar la vista. Arrojó la pelota al aire y se preparó para golpearla con el puño, con todas sus fuerzas, rogando no fallar. La pelota rebotó en el piso y el muchacho que hacía de receptor evitó que llegara más lejos. Los otros chicos gritaron con fuerza, dando ánimos, mientras Raúl estiraba las piernas y se alejaba y acercaba de la tercera base en rápidos movimientos. Alejandro recuperó la pelota, respiró profundo, todavía sin hacer contacto visual con los demás, y de nuevo la esfera de goma se elevó para volver a rebotar contra el cemento de la cancha.
―Chamo ―dijo el líder acercándose por detrás―, tranquilo, visualiza la pelota, con calma, y pégale con fuerza, no importa que caiga donde caiga. Hay que lograr que Raúl llegue al home. Pégale duro.
La textura de la pelota de goma se sentía rugosa entre los dedos de Alejandro. Hizo que rebotara contra el piso, sujetándola de regreso, un par de veces, antes de levantar la cara y enfrentarse a los otros jugadores. Al momento de lanzarla al aire apretó los labios y se mordió la lengua, lanzando el puño con todas sus fuerzas, visualizando la pelota en su lenta caída, pero todo lo que hizo fue abanicarla y levantar un murmullo de desaprobación entre los demás muchachos conforme la bola volvía a saltar sobre el terreno del home.
―Ya, ya ―gritó el líder del equipo―, no importa, vamos a dejar que llegue a primera base. De ahora en adelante sólo corres. Cuando te toque batear, cualquiera de nosotros lo hace por ti y tú te limitas a correr, ¿okey? Fino, pues. Vete para la primera. ¡Raúl! Espera a que Asdrúbal lance, tranquilo.
El barullo se calmó mientras Alejandro caminaba hasta la piedra que señalizaba la primera base. Josué estaba más atrás, custodiando la segunda, pero no quiso voltear a verlo. Jugó con los muchachos hasta que logró completar la carrera y luego se disculpó con la excusa de un dolor de cabeza; de todas formas, había otros muchachos esperando turno para jugar. La salida de Alejandro no fue tan vergonzosa como supuso, quizás porque los demás estaban entretenidos en hacer otra carrera y ganar el partido.
La llamada para cenar se hizo temprano y los adolescentes se ubicaron en pequeños grupos a lo largo de los mesones. Josué seguía con sus amigos, riendo, bromeando, sin ver que Alejandro los observaba desde su rincón al otro lado del comedor. Ignacio se acercó a mitad de la comida, sonriendo, preguntando si todo estaba bien, antes de sentarse en otra mesa con los demás guías. Un pastor de la congregación local se encargó de la oración y el agradecimiento por los alimentos que iban a recibir. Se sirvió una ración de arroz con pollo en cazuelas de peltre, y un vaso de Pepsi-Cola para cada quien. El murmullo de la cena se alargó hasta casi las 9:00 pm, cuando los guías se encargaron de reunir a sus grupos y conducirlos hasta las cabañas. Alejandro supo entonces que su compañero de litera se llamaba Pedro, un muchacho obeso que hizo crujir el enrejado metálico la mayor parte de la madrugada, sirviendo de contrapunto a las risas atenuadas que se solapaban al otro lado de la cabaña, donde Josué y sus amigos retrasaban la hora de dormir entre chistes obscenos en voz baja.
La dinámica de la semana pronto quedó establecida. Ignacio solía despertarlos poco después de las 6:00 am, todavía a oscuras, para llevarlos hasta el baño comunitario donde todos se desperezaban bajo una rápida ducha de agua fría y se cepillaban los dientes agrupados sobre los cuatro lavamanos sin espejo. Luego se reunían en el comedor, donde la cazuela de peltre era llenada con una mezcla de avena caliente o atol, con una arepa de vez en cuando para acompañar el brebaje grumoso. Luego se dividían en grupos pequeños, entre 8 ó 10 muchachos, en cada quiosco, donde bajo la supervisión de un líder escogido previamente se entretenían en hacer un análisis concienzudo, con debate incluido, de ciertos pasajes de la Biblia, con cada integrante trabajando en un versículo determinado. Alejandro nunca había leído la Biblia y sintió que la desnudez de su catolicismo mal practicado lo dejaba expuesto frente a los otros muchachos. Con todo, Pedro fue lo suficientemente amable como para sugerirle algunas interpretaciones con los versículos que le tocaron en la repartición inicial. Hubiese sido preferible, pensó Alejandro, quedar en el grupo de Josué, porque era el único que conocía y con el que podía hablar sin timidez, pero su vecino estaba absorbido por otros amigos y las bromas que compartían.
Al mediodía tocaba regresar al comedor, para otra ronda de arroz con pollo o sopa, seguido de un ligero descanso de 45 minutos, donde cada uno hacía lo que le provocara, antes de regresar al quiosco y seguir con el análisis bíblico, aunque se distrajera más de una vez con los pájaros y el ruido del follaje sobre sus cabezas. Alrededor de las 4:00 pm se reunían sobre la cancha de básquetbol para diferentes juegos grupales, como halar la cuerda, cantar himnos o seguir discutiendo sobre lo que habían analizado en la Biblia. Regresaban a la cabaña después de cenar una comida ligera, en su mayoría frutas, y tal vez otra ducha de agua fría, todos desnudos, riendo y jugando con el agua de las regaderas. En su fuero interno, Alejandro pensó que no todo era tan malo, que probablemente le hubiese gustado si no fuera por el aspecto religioso del campamento, y porque el único amigo que tenía prefería reunirse con otra gente y dejarlo por su cuenta. Pensaba en todo esto antes de dormirse, bastante temprano, a una hora poco acostumbrada, pero la rutina de levantarse al amanecer ajustó su reloj interior.
Ya avanzada la primera semana, al final de una tarde, regresó a la cabaña para buscar una camisa y cambiarse la que llevaba, manchada con salsa de tomate. Mucho rato después, Ignacio lo encontró allí, hablando con Josué, sentados en la cama del evangélico. El guía preguntó si pasaba algo malo y los muchachos hicieron un gesto negativo con la cabeza. Entonces los conminó a salir, a reunirse con los demás; pero antes intercambió unas palabras con Alejandro, sabiendo que era su primera vez en un campamento así y que lo más probable fuera que se sintiera ajeno y desorientado, y se disculpó por no haberlo discutido antes. Alejandro le dijo que todo estaba bien, que no se preocupara. Al salir, buscó a Josué con la mirada y no lo encontró. Tomó rumbo hacia los baños para lavar la franela antes de que se manchara más. Antes de llegar, se detuvo junto a la puerta entreabierta, agudizando el oído, captando las palabras que se decían en voz baja. Supo que Josué era uno de ellos cuando contestó entre risas.
―El chamo es vecino mío. Mi mamá se empeñó en que viniera conmigo. Creo que tuvo un problema en su casa, o algo así, no lo sé; pero es bien, de pana.
―Nunca lo he visto en el templo ―dijo otra voz.
―No ―siguió Josué―. Él no pertenece a la congregación. Es un vecino del edificio y ya. Tiene sus vainas, pero no le paren a eso.
―Es medio rosquita dulce ―dijo una voz más ronca―. ¿No será que tú le estás haciendo el favor al vecinito?
Se escuchó una mezcla de risas y comentarios ahogados.
―¡El Josué le está sacando la ovomaltina al vecino! ¡Parece golosina pero tiene vitaminas! ―cantó otro.
―¡Deja la vaina! ―dijo Josué―. ¡Deja la vaina! Esos no son juegos. Dame otro chiclet ahí es lo que es.
Alejandro retrocedió sin hacer ruido, alejándose de la puerta y sintiéndose tan pequeño como la cajetilla amarilla de los chiclets Adams. Luego, desde las gradas vio cómo Josué y los otros salían empujándose entre risas. De último salió Raúl, soplando la cajita de chiclets para que pitara. En ese momento decidió que cuando llegaran los padres de su vecino, al día siguiente, pediría que lo regresaran a casa, evitando las ganas de llorar que sentía y jurando que no le volvería a hablar a Josué en toda su vida. Pero el fin de semana llegó y pasó sin que nada cambiara. Algunos progenitores aparecieron durante la tarde del domingo, pero no hubo señales de sus vecinos, y tampoco quiso preguntarle a Josué por ellos. La última semana transcurrió sin bríos, con más estudios de la Biblia, más análisis, y más juegos de pelota en la cancha. Alejandro contaba las horas hasta que llegara la cena y el momento de irse a dormir, como si tachara la jornada con una equis roja.
La noche del jueves comieron arepas con jamón y queso amarillo. Bebieron un vaso de jugo frío y se acostaron temprano, dejando que el grupo designado fregara los platos y los cubiertos. Alejandro fue uno de ellos y cuando llegó a la cabaña se desvistió con sigilo para no despertar a sus compañeros. Se sentía extraño apreciar el silencio exterior e interior, como si estuvieran ya en plena madrugada, aunque no eran más de las 9:00 pm. Le costó un poco conciliar el sueño y cuando alcanzaba la vigilia percibió un rumor al otro lado de la cabaña. Entrecerró los ojos y pudo ver que alguien se movía en cuclillas entre las literas. El bulto oscuro se acercó hasta su cama y pudo reconocer el rostro de Josué.
―Te tocó fregar hoy ―susurró el evangélico.
―Ajá.
―¿Te sientes bien?
―¿Por qué?
―No sé ―dijo Josué―. ¿Tú como que andas arrecho conmigo?
―No. ¿Por qué?
―No sé. Me pareció.
―No ―dijo Alejandro―. Mejor te vas, antes de que tus amigos te vean.
Josué se quedó allí, sin apartar los ojos.
―No les pares. Es pura joda, nada más.
Alejandro no respondió.
―Oye ―siguió Josué―, ¿lo que me dijiste del interior es verdad?
―¿Lo de mi mamá?
Alejandro vio que su vecino asentía en la penumbra.
―Claro. ¿Por qué te iba a mentir?
―No lo digo por eso, tonto.
―¿Y por qué lo dices?
Los murmullos hicieron que Pedro cambiara de posición en la parte superior de la litera. Abajo, Josué y Alejandro esperaron hasta que un tenue ronquido evidenció el sueño profundo de Pedro. El bulto sombrío que formaba el cuerpo de Josué se inclinó sobre la cama de Alejandro, empujándolo con cuidado.
―Arrímate ―dijo el evangélico.
―Josué…
―Shhhh...
―¿Estás seguro?
―Sí. Arrímate.
―Pero…
―Acomódate ―dijo Josué―. Y esta vez debes tener más cuidado con la mancha en el interior. Tienes que estar pendiente.
Alejandro asintió antes de ponerse boca abajo en la cama y separar las piernas.