Fabio Romanelli
Había pasado más de un siglo desde que nuestra organización empezó con sus operaciones y nunca nadie, en ciudad alguna o pueblo del mundo, había sospechado de nosotros. Hasta ahora, claro.
El muy imbécil de Bobby se ha pasado de creativo: la mitad del soplón que llamaban “Mordedor”, pudriéndose lentamente en plena carretera, y la otra mitad, como a un kilómetro, en el canal del sentido contrario. ¿Qué pulga le había picado? Aunque no sabía mucho del caso. Mis superiores sólo me habían dicho que “Mordedor”, irónicamente, había “mordido la mano que alimenta”, pero de seguro no se merecía más que una ejecución normal y corriente.
No era difícil. A los que había que desaparecer se les hacía cruzar una autopista, sea bajo plena luz del día o acompañados por el alumbrado artificial de la noche, y se observaba discretamente, desde los matorrales de los bordes, cómo un carro se encargaba de todo. Ni siquiera tenías que limpiar nada. Al día siguiente, algún transeúnte desafortunado se topaba con el cadáver, llamaba a las autoridades pertinentes, y, como de costumbre, nadie conectaba el asesinato con nosotros por simple falta de pruebas. Nuestra organización quedaba completamente protegida contra sospechas.
Pero no, ahora tenemos no sólo a los policías y a algunos bomberos, sino incluso a los de protección animal husmeando por cada esquina, cada rincón oscuro de la ciudad, bajo cada puente.
Por lo tanto, Bobby sólo puede culparse a sí mismo de su situación actual: camina con la desolación en cada paso, los músculos tensos, la cabeza colgándole hacia adelante y hacia abajo, proyectando una larga sombra del sol moribundo del atardecer cuyo borde toca la isla que divide los sentidos de la carretera… la autopista menos transitada de la ciudad —y por ende, cuyos carros pasan rugiendo con más velocidad. Entre gemidos lastimeros, se detiene casi en la mitad de la vía y nos lanza una mirada a nuestro escondite bajo los arbustos que bordean ésta parte de la autopista. Sus ojos reflejan toda la vergüenza del mundo, toda la tristeza, toda la inocencia; busca darnos lástima y que lo redimamos de su destino.
No funciona. Ese truco lo sabemos todos —es más, todos los de la organización lo hemos usado alguna vez—, y no es que no nos dé lastima —siempre nos da— sino que no es la suficiente como para salvarlo; una vez que la víctima está en el medio de la carretera, ya nadie se atreve a moverse de su escondite; dos cadáveres en la calle llamarían demasiado la atención.
Un par de faros iluminan la lejanía. Un segundo después está mucho más cerca. Bobby titubea pero, obedientemente, se acerca a la isla divisoria; sus órdenes son atravesarse en la trayectoria del auto en el momento preciso. Bobby, después de todo, es un buen chico.
No tiene que esperar mucho: el auto ruge al acercarse con una rapidez tan alarmante que nos hace apretar los dientes. Se nota que el auto intenta virar en el último momento, pero es imposible esquivar un cuerpo como el de él a esa velocidad. Tras el sangriento impacto, el auto se sale un poco de control pero logra frenar y orillarse como a unos diez metros de los destrozados restos de Bobby. Después de calmarse los nervios, vendrán a ver si el pobre aún vive; muchos lo logran; éste no.
Nosotros, por nuestra parte, nos vamos antes de que salgan del auto. Partimos hacia la noche recién iniciada, a medio trote y moviendo la cola, para no llamar mucho la atención.