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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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Insoportable

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Por Fedosy Santaella


Era bella, y no vengas a preguntarme qué es la belleza. Silvia era bella, como todos sabemos que es bello y que no, a pesar de que en estos tiempos nos quieran meter gato por liebre. Daba miedo de lo hermosa que era, ella tenía aquel no sé qué que queda balbuciendo de San Juan de la Cruz. Ya casi llegábamos a los dos años y aún no me lo creía. En ocasiones me desesperaba y, lleno de inseguridades, le preguntaba una y otra vez si me amaba. Yo, tan poco agraciado, tan palurdo, para nada sensual, estaba con aquella mujer bella, insoportablemente bella bella. Silvia se molestaba con mis insistencias, no entendía. ¿Acaso yo pensaba que me era infiel?, me decía preocupada, en ocasiones airada. No sé, no sé decir si habitaban los celos en mí. Yo era, más bien, realista, demasiado realista. En su mundo todos eran hermosos, perfectos. Sus amigas, sus amigos. No voy a contar los detalles de cómo llegué a ella, eso no tiene importancia. Lo cierto es que estábamos juntos, y yo nada podía ofrecerle en lo tocante a belleza. Tampoco materialmente, y tal limitación me angustiaba. Mis magros ingresos apenas me permitían pagarle alguna pizza o una hamburguesa de las más económicas, porque ya sabemos que el negocio de la hamburguesería ha alcanzado niveles gourmet. ¿Invitarla a pasar un fin de semana en una cabaña cerca del mar? ¡Ni soñarlo! En cambio, los hombres de su mundo no sólo eran hermosos, sino que además tenían dinero. Cualquiera de sus amigos estaba en la condición de pagar un fin de semana en una de esas cabañas de lujo. Ah, recuerdo a uno que era incluso más joven que yo. Le iba muy bien, tenía un carro maravilloso, apartamento y hasta tiempo le sobraba para la buena vida: era divorciado, estable en su empresa y sus hijos ya iban a la universidad. Silvia había estado con él justo antes de estar conmigo. Nos conocimos y lo dejó; yo nunca entendí por qué. El tipo era apuesto y tenía su vida resuelta. Yo nada, yo era —soy— un pobre diablo. Pero Silvia, la mujer inaguantablemente bella bella, se había enamorado de mí. Comprenderás: yo no terminaba de creérmelo. Sin embargo, ella me decía que no fuera tonto, que yo era muy inteligente, que tenía un alma sensible como no había conocido. Que no todo dependía del dinero y de lo físico… aunque bueno, según ella me decía, yo tenía mi atractivo; no sé dónde, pero en fin.

 

Los mortales no debemos atrevernos en las tierras de los dioses. Yo lo hice y vivía por tal osadía atormentado. Dirás que soy un idiota, que debía sentirme orgulloso. Que muy pocos tienen la fortuna de salir a la calle tomado de la mano y de besar, así en público, a una mujer como Silvia. Sí, sí, sé de lo que hablas. Pero en el fondo siempre estaba la inseguridad, el miedo, esa especie de odio a mí mismo. El amor me destrozaba, me estaba aniquilando de a poco. No dormía pensando que ella quizás, al despedirse en el chat, al desearme buenas noches, terminaba de darle los últimos toques a su maquillaje, mientras abajo la esperaba un hombre increíble —aquel que podía pagar la cabaña de fin de semana— para ir a cenar juntos al restaurante del momento y después tomar rumbo a su pent-house con vista suprema a las luces de la ciudad. No paraba de pensar que algún día la perdería, que sus muy hermosos amigos y pretendientes le escribían a cada rato y la invitaban siempre a salir, a viajar a la isla de Miconos, allá donde el paisaje y ella se fundirían en la perfección olímpica.

 

Ah, pero no sólo esto me atormentaba. Si Silvia así lo hubiese querido, ella se habría obsequiado, con sus propios medios, unos días en cualquier isla griega. Más de una vez me invitó a escaparnos a algún lugar cosmopolita o paradisiaco. Que ella pagaba todo, decía y me hablaba de Nueva York, de Isla Mujeres, Barbados o de las nieves de Colorado. Yo pretextaba estar saturado de trabajo, pero ya sabes, lo que bullía allí era el orgullo, el miedo, mi absoluta incompetencia para brindarle los más esplendorosos placeres materiales de la vida.

 

Así que no sé, no puedo explicar con claridad lo que ocurrió al final. Puedes pensar lo que quieras, pero las cosas sucedieron como las cuento, sin mayor trasfondo que lo sentido en la hora aciaga. Sépase de una vez: fui yo quien dejó a Silvia. Dirás que lo hice porque en realidad nunca hubiera soportado que ella me dejara. Debo insistir que en mí nunca he encontrado razones inconscientes. Nada de eso. Hoy día incluso, cuando pienso en lo ocurrido, me vuelve a asaltar el estupor, la vergüenza y el rechazo. No hay otra cosa en mí.

 

A Silvia, como he dicho, le sobraba el dinero. Era la heredera de un emporio de la construcción levantado por su padre, de modo que, como ya he dicho, podía darse los lujos que quisiera. De hecho, lo hacía. Aunque era una mujer sencilla, no escatimaba en gastos a la hora de consentirse. Tenía muy buen gusto, o eso creía yo. Sabía vestir y llevar prendas. Nunca fue ostentosa, más bien, según yo lo veía, pecaba de minimalista. Así lucía su apartamento. Un amigo suyo diseñador se lo había decorado. Ella se lo había permitido porque adoraba a su amigo y se conocían desde pequeños. Lo minimalista, sin embargo, se me antojaba en extremo frío. Nunca llegué a decírselo, era su casa. También en aquel entonces suponía que aquello se debía, más que al amigo, a las consideraciones radicales de Silvia con respecto al buen gusto y la elegancia. Con todo, recuerdo que cierta vez ella me dijo que, ante la duda, prefería seguir las tendencias del momento. Esa, acotó, era una de las tantas cosas que admiraba de mí: que yo tenía mis propios gustos formados y le maravillaba que no necesitara de las modas y las tendencias.

 

Silvia, se ve, sabía halagarme, decirme las palabras que me enamoraban. Era una mujer excepcional y, en la medida que me demostraba su amor, igual se acrecentaban en mí las angustias. Ignoraba que ella estaba pasando por algo similar. Es decir, ella también temía perderme. Pero esto lo entiendo hoy día, en aquel entonces estaba tan enredado en mis inseguridades que no notaba que ella también cargaba con su propio drama. De allí que leyera como nunca había leído. De allí que empezara a ver películas de Fellini, de Bergman, de Allen, incluso de David Lynch. Ella sabía que Lynch me parecía grandioso y se había propuesto ver todas sus películas y hablar de ellas conmigo de manera seria, incluso académica.

 

Me causaba gracia, pues ella era un mujer muy inteligente que se había encargado de llevar con éxito los negocios de su difunto padre. De hecho, los había modernizado y logrado llevar mucho más allá de lo que su padre hubiera soñado. Tenía un amplio conocimiento de las finanzas, sí, pero también de la música académica, se deleitaba en la gastronomía y hablaba cinco idiomas. Se entregaba y destacaba en todo lo que hacía y yo supuse que su interés por el cine y la literatura, causado por mi cercanía, se había convertido en su nueva pasión. Era encantadora y sus ganas de aprendizaje me llenaban de contento y ternura. No relacionaba, digo de nuevo, todo aquello con su miedo a perderme.

 

Finalmente llegamos a la fecha de nuestro segundo aniversario de novios, y ella me pasó buscando por la oficina. Apenas me subí a su BMW expresó que había hecho algo espléndido para nuestro aniversario. Le pedí que me contara, pero ella respondió diciendo que era una sorpresa. Silvia estaba radiante y mis niveles de amor habían volado al tope.

 

Me llevó a su casa. Con alegría de niña, me contó en el ascensor que había mandado a hacer una magnífica cena, que tenía champaña y además aquella sorpresa de la que ya me había hablado. Entramos a su apartamento. La luces estaban apagadas. Silvia me tomó de la mano, me llevó hasta la sala y me dijo que esperara allí. Entonces me soltó y la escuché moverse. Las luces se prendieron y allí, frente a mí, estaba mi regalo.

 

Noté que los ojos de Silvia brillaban, no cabía de emoción y amor. Probablemente aquel estaba siendo uno de los capítulos más felices de su vida. No sé qué cara tenía yo, quizás mi espanto se confundía con la sorpresa y tal confusión o simulacro de gestos contribuyó a mantenerla en la ilusión.

 

Me preguntó entonces qué me parecía. No recuerdo que respondí, y quizás en ese instante no seguí sosteniendo mi gesto cortés, porque el rostro de ella mudó a una estela de oscuros presagios. La vi acercarse, me abrazó. La aceptación de lo real quizás le resultaba tan monstruosa que decidió continuar como si nada hubiese pasado. Me besó, me acarició, y me dijo que ella nunca se había atrevido a regalarme arte porque sabía que tenía gustos refinados, pero que habían pasado dos años y ya me conocía lo suficiente como para comprarme aquella escultura. De un gran artista, informó y luego me dijo su nombre, uno que ya no recuerdo. Luego aclaró que no sólo se había guiado por su conocimiento de mis deleites, sino que habían privado también los de ella pues, en el fondo, aquel regalo era para los dos. La escultura sería la primera obra de arte que ocuparía nuestro hogar. Si así lo deseaba yo, ella podía vaciar toda la casa, estaba dispuesta a redecorarla según nuestras preferencias para cuando decidiéramos casarnos. La escultura, primera obra de arte llegada en nuestro noviazgo, estaría con nosotros para siempre y eso la hacía inmensamente feliz. Dijo todo aquello metida al fondo de su negación, mientras yo no encontraba en mí más que ganas de llorar, de gritar, de salir corriendo.

 

Ya sé, ya sé lo que vas a decir. Sé que este relato no es políticamente correcto. Sé que me merezco todos tus insultos. Que en realidad fui un desgraciado que disfrazó su cobardía, incluso su machismo, de falsa finura, asco y estupor. Soy un esnob, un resentido social, también eso puedes llamarme. Di lo que quieras, pero el asunto es que no pude evitarlo. Fue algo más grande que yo, algo para nada premeditado. Con todo, me uní al disimulo, y bebimos y comimos. Fui romántico, tuvimos sexo. No voy a negar que lo disfruté, aunque siempre, en todo momento, estuvo presente en mí la imagen de la escultura, de la insoportable escultura.

 

Después, no le contesté las llamadas, tampoco acepté hablar con ella todas las veces que se apareció frente a mi trabajo o en mi apartamento, abatida, destrozada. Sí, le hice daño. Pero debo decir a mi favor que no me expliqué para evitar causarle un dolor mayor.

 

Supe por última vez de Silvia una mañana de domingo. Alrededor de las nueve me encontraba aún en cama, cuando sonó el timbre del apartamento. Me asomé por el ojo de la puerta y no vi nadie. Abrí a ver si pillaba a alguien por el pasillo. Nada. Sin embargo, de inmediato me di por enterado. Había sido ella, había sido Silvia, que me había dejado, allí, frente a mi puerta, la insoportable escultura que había acabado con nuestro amor.

 



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