Por José Urriola C
¿Y si el infierno no existe? ¿Y si el infierno ya es la Tierra? Esas fueron las preguntas que contenían la esencia del proyecto. ¿Cómo hacer para que alguien que ha hecho tantísimo daño tenga suficiente vida para pagar por sus crímenes? La pena de muerte es insuficiente, una cadena perpetua tampoco hace justicia. Entonces surgió la idea de clonarlos. A asesinos en serie, violadores, pederastas, genocidas, torturadores, secuestradores, ese tipo de basura orgánica que respira. No era una mala solución, digitalizarles la memoria, guardarla en un disco duro mientras se clonaba al cuerpo. Luego se insertaba la memoria en el cerebro clonado y el condenado contaba con ochenta años más de vida. Si la sentencia era de 400 años, pues se le repetía el proceso de digitalización de memoria y clonación cinco veces. En la última vida se le dejaba morir naturalmente. Pero aún así, había casos en que el castigo no hacía todavía justicia, seguía resultando insuficiente. Entonces surgió la idea de la agonía eterna.
Dejar que el condenado alcanzara su máximo nivel de deterioro físico, descomposición mental y desequilibrio emocional y ponerlo en pausa para siempre. Congelado eternamente en ese estado de ánimo de horror y remordimiento, ponerlo en pausa infinitamente en ese estado masivo de dolor. Y la gente los iba a visitar, como quien va a un zoológico de criaturas de otro mundo, o quien se pasea por una galería con una exposición permanente de moribundos; pero al tiempo la gente se aburrió. Dejó de disfrutar la visita, dejó de tocar el cristal a ver si el condenado gemía o lloraba un poco. Entonces salieron los políticos, como siempre, a decir que ahí se estaban gastando fondos innecesariamente prolongando para siempre la vida de esa basura humana. Que mejor destinar ese dinero a obras más loables en vez de desperdiciarlo en lo más abyecto, abominable e irrecuperable de la especie humana. Y es probable que no les faltara razón. Así que los iban a desconectar, a dejar morir, a dejar de inocularles la sustancia que los mantenía suspendidos en las condiciones vitales necesarias para garantizarles el sufrimiento eterno.
Y ahí fue donde se nos ocurrió la idea del proyecto para el Museo del Horror (MUdHO). Convertir, como tantas veces se ha hecho, la basura en arte. Agruparlos, enmarcarlos, hacer la curaduría, exhibirlos en una exposición permanente titulada “La basura que respira”. Nos asignaron a dos insignes perpetradores de crímenes de lesa humanidad y hasta se nos asignó un presupuesto para el desarrollo del proyecto, lo suficiente como para hacer una muestra experimental.
Como toda idea simple estaba cargada de complejidades. La idea era sencillamente pasarlos de estado sólido a líquido y asignarle a cada uno un color. Licuarlos, sin que perdieran ninguna de sus propiedades. Que dejaran de ser cuerpos para convertirse en tinta. Que conservaran intactas la memoria, las ganas de morir, la desdicha y cada una de sus dolencias; pero también la vida y la capacidad de respirar. El resultado del licuado de monstruo fue una pasta densa y elástica, similar a la que empleaba Jackson Pollock para hacer sus pinturas con la técnica del “action painting”. Asignarle un color a cada pasta de engendro fue un asunto delicado: por más que el violeta, el verde, el azul, el rojo, el naranja o el amarillo fueran radiantes, encendidos y luminosos, al entrar en contacto con aquella materia abominable adquirían un tono apagado, sombrío, siempre tendiente a lo fecal. Pero vinieron los científicos con sus aparatos de medición y hundieron los sensores en cada licuado de esperpento y asintieron satisfechos. Seguían vivos. Respiraban. La transmutación de la materia había sido un éxito. Y así, con esos dos primeros colores espantosos, hicimos nuestro primer homenaje a Mark Rothko. Con la pasta de un engendro pintamos la base del lienzo, con el licuado del otro irrecuperable pintamos la parte superior.
Así como Rothko hacía su “Black on Maroon” o su “Orange and Red” o su “Red on Red” o su “Green and Tangerine”, pues nosotros ahora podíamos hacer un “Charles Manson sobre Kim Jong-un” o un “Ortega y Lukashenko” o un “Castro con Pinochet”. Aceptábamos propuestas. Hacíamos concursos. Sometíamos a elección las parejas o tríos de colores. Estábamos abiertos a una amplia gama de combinaciones. Y cuando se abrió la exposición, además del público entusiasta, volvieron a venir los científicos con sus artefactos de medición y dieron su visto bueno porque los cuadros estaban vivos y las pinturas respiraban.
Claro, luego pasó lo inesperado, con el paso del tiempo los colores fueron perdiendo su tono, todo comenzó definitivamente a cobrar un matiz y un aroma fecal. Los cuadros comenzaron a chorrearse y el ambiente en las salas de la exposición se hizo irrespirable. Tuvimos que acudir a los expertos y ahí nos enteramos, no había nada qué hacer, era como si la naturaleza reclamara su esencia. La materia, aunque se transforme, se empeña en conservarse. Aquella materia prima con la que habíamos elaborado los Rothko del MUdHO tendía irreversible e irremediablemente a la mierda porque de la mierda venía y en mierda se habría de convertir. Eso sí, también lo comprobaron los expertos: la pintura fecal, el licuado de heces, seguía respirando. Vivía.
Cada cuadro acabó siendo desmontado, metido en una enorme bolsa de colostomía y bajado al depósito. Un depósito que más tarde quedó condenado, aislado, abandonado, sellado como en una especie de bóveda de seguridad para evitar que se escapara la pestilencia. A ese cuarto sellado, donde están sepultados los cuadros que respiran, le llaman en el museo “el pozo séptico”. Quienes a veces se atreven a bajar hasta allá aseguran que del otro lado del muro se escuchan llantos y quejidos.