Por Santiago Zerpa
Jueves, 8:00 am, departamento monoambiente
Mailén se me queda mirando. No dice nada, pero enseguida entiendo que algo está mal. Apenas ha probado el desayuno y el café seguro ya está frío. Pienso si debo decirle algo, quizás preguntarle qué le sucede, pero no, me quedo callado, intentando esquivar esa mirada cortante y certera como de katana japonesa. Mis ojos dan vueltas intentando no encontrarse con los suyos, pero en un departamento tan minúsculo como en el que vivimos eso se vuelve una tarea casi imposible.
Cuando miro el celular me doy cuenta de que ya es tarde, de que no voy a llegar a tiempo al trabajo, otra vez. Me coloco el uniforme y casi se me olvida ponerme el tapabocas. Todavía no me acostumbro a llevarlo puesto todo el día, ni a no saludar a nadie con un apretón de manos, o con un beso, o a mantener un metro de distancia de todas las personas que puedan ser posibles portadoras. Cuando ya estoy a punto de salir es cuando, por fin, volteo. Mailén se agarra el vientre. Sé que no ha pasado una buena noche, la escuché dándose vueltas, refunfuñando. Esos días del mes siempre le caen fatales, siempre sintiéndose mal, a veces hasta con fiebre o vómitos. Sin embargo, desde que dejó de tomar las pastillas, sus días de dolor se me han vuelto un suspiro de agradecimiento. No sé cómo decirle que yo sí me alegro de que se agarre el vientre. No tengo el valor.
Levanto una mano para despedirme y ella me responde con una mueca. Aún empijamada, se mete debajo de las sábanas y se acurruca dándome la espalda.
Jueves, 9:00 am, jardín posterior (al lado de la piscina)
Carmelo me saluda, como siempre, levantando el pulgar. ¿Todo fino, mi hermano? Nunca le he preguntado la edad, pero calculo que debe tener treinta y algo, como yo. Carmelo llegó de Santiago de Cuba cuando tenía quince años y desde entonces trabaja en el hotel. Fue botones, cocinero y ahora es el jefe de seguridad. Tiene un uniforme casi igual al mío, de un gris verdoso, donde relumbra una pequeña placa dorada con forma de estrellita. Carmelo, al que le encantan las películas de cowboys, se la mandó a hacer la última vez que lo ascendieron.
A su lado está Nikita, hermosa, como siempre, que se alegra de verme y viene corriendo a mis brazos cuando la llamo. Enseguida se pone boca arriba sobre la grama recién cortada y me pide que la acaricie, que le rasque la barriga, que la abrace. Nikita es una pastora blanca suiza de cuatro años. El señor Brewer, el dueño del hotel, la trajo cuando era del tamaño de una manzana y desde entonces se dedica a acompañar a Carmelo mientras hace sus rondas de seguridad. Nikita, toda blanca, llena de pedacitos verdes del pasto recién cortado, es quizás motivo suficiente para que venga a este trabajo de mierda cada día.
Jueves, 2:30 pm, sendero con arbustos en forma de flamingos
Me siento a descansar en un banco, tengo las manos dormidas por culpa de las tijeras. Están oxidadas y le he dicho varias veces al señor Brewer que me compre unas nuevas, pero justo comenzó todo esto de la pandemia y como que se le olvidó. No lo culpo. En verdad, no entiendo cómo es que nos sigue pagando a Carmelo y a mí. Puntual, sin un peso menos, a pesar de que ya no hay parejas de europeos jugando en las canchas de tenis, o alguna porteña gorda flotando sus carnes en el jacuzzi. Recuerdo cuando Mailén me consiguió este trabajo, hace casi tres años ya. En ese entonces ella todavía trabajaba, no había pasado el accidente. Creo que ahí todavía me quería. Me bajaba el almuerzo, a escondidas, y no le importaba que yo estuviese lleno de tierra porque enseguida se me enroscaba en un abrazo. Nos besábamos aquí mismo, detrás de los flamingos. Estábamos casi que recién llegados, o, mejor dicho, recién escapados, y teníamos los sueños intactos. Aquí todo iba a ser mejor que allá, eso era seguro. Ella sólo iba a limpiar por un tiempo, y yo sólo iba a tener que ser jardinero también por un tiempo. El señor Brewer me contrató a pesar de que yo no sabía nada de plantas. Aquí no había chaguaramos, ni jabillos, ni araguaneyes en flor.
Jueves, 8:00 pm, baño de servicios del hotel
Hoy fue un día largo. Había un nido de avispas en lo alto del balcón de la suite presidencial. Quemé unas ramas para espantarlas, pero las muy malditas no querían abandonar su hogar. Creo que yo tampoco lo haría, aunque el monoambiente se incendiara. Al menos no lo haría sin Mailén. Las avispas me dieron guerra durante dos horas hasta que por fin se marcharon. El nido, chamuscado, con sus pequeñas larvas chamuscadas, fue depositado en el fondo del contenedor de basura junto a un montón de bolsas plásticas llenas de hojas secas (porque es otoño). Después tuve que regar y podar todas las matas de rosa. Al señor Brewer le encantan sus rosales y yo siempre les dedico mucha atención, quizás más de la necesaria.
Cansado, estoy listo para irme. Estoy listo para llegar a casa y abrazar a Mailén. Quizás cocinarle esa pasta que a ella tanto le gusta. Mientras me lavo las manos por veinte segundos y recojo mis cosas, pienso en la posibilidad de agrandar la familia. Los números no me dan. Resoplo.
Carmelo aparece, jadeando. Tiene cara de preocupado. ¿Has visto a la perra?
Viernes, 8:00 am, departamento monoambiente
Mailén sigue molesta. Anoche le cociné su pasta, vimos una película juntos, nos acurrucamos en la cama. Ella se agarraba el vientre. Yo la miraba, con tristeza. Cuando apagué las luces y nos acostamos a dormir me preguntó si me quería regresar. Me quedé congelado. Allá estaba su mamá, que nos podía ayudar, y estaba su antigua casa, ahora casi vacía desde que se habían ido sus hermanos a probar suertes parecidas a la nuestra. ¿Y si volvemos? ¿Y si tenemos un carajito que crece mirando al Ávila? ¿Tomando papelón con limón? ¿Metiendo los pies en el agua tibia del Caribe? Yo me quedé callado, me hice el dormido, hasta que me dormí de verdad.
Ahora Mailén me mira con desprecio. Le doy un par de mordiscos al pan tostado, me llevo a la boca un bocado de huevos revueltos, sorbo un trago largo de jugo de naranja. Ya no hacemos el amor, susurra, como quien no quiere dejar escapar la frase, pero también como quien ha estado toda la noche pensándola. Ahora sí la miro, le clavo la mirada. Sabe que el daño está hecho. Sabe la respuesta que estoy pensando sin que tenga que contestarle. Sólo la miro, intentando aplacar esos ojos llenos de rabia, intentando masticar un bolo alimenticio que ahora rehúsa a bajarme por la garganta.
Cuando me estoy poniendo el tapabocas, cuando agarro las llaves de la casa y abro la puerta de la entrada para salir a trabajar, cuando coloco un pie afuera del departamento, me dice, ¿Por qué?
Viernes, 10:30 am, cancha de tenis
Carmelo está en lo más alto de la escalera. Lleva puestos unos binoculares, pero cada vez que parece ver algo enseguida niega con la cabeza en señal de derrota. La arena roja de la cancha se me mete por todas partes, dentro de las botas, en la boca, y hace demasiado calor como para ser un día de otoño.
Creemos que Nikita abrió las bolsas de hojas secas, porque las encontramos esparcidas por todo el estacionamiento. También encontramos una rata enorme, tiesa y seca sobre la cancha de tenis. A la rata le falta la mitad de la cabeza, como de una dentellada. Carmelo cree que la perra tiene que estar jodiendo por ahí, que se volvió medio salvaje. Le silba, la llama una, cinco, veinte veces. ¿Qué tan difícil es encontrar a una perra toda blanca en medio de tanto marrón, de tanto verde? Pero no la ve por ningún lado, no aparece. Estuvo buscándola toda la noche y apenas durmió. El señor Brewer me va a matá, dice.
Yo también estoy preocupado. No sólo por Nikita, sino por Mailén. Por nosotros.
Viernes, 3:00 pm, cocina del hotel
Abro el enorme refrigerador y me sirvo un vaso de agua helada. Me resbalan gotas gruesas de sudor por la frente mientras inclino la cabeza y vacío todo el contenido en un par de tragos desesperados. Volvieron las avispas a la suite presidencial. Ahora son más. De alguna forma, lograron recuperar el nido que esparció Nikita y se reasentaron. Una de ellas me picó en el pecho cuando me acerqué a intentar espantarlas. No se alejaron con el humo de las ramas. Les esparcí un veneno potente que guardo en el almacén, y ahí sí, empecé a ver como caían una por una. Después de un rato el piso del balcón parecía una alfombra rojiza, con cientos de avispas muertas apenas batiendo las alas. Barrí todo, arranqué el nido, y lo metí de nuevo en lo más hondo del basurero. Esta vez cerré la basura con seguro.
Con lo de las avispas se me hizo mierda el cronograma del día. Además, me duele el pecho. La picada ahora está enorme, rosada, hinchada. La siento latir por debajo del uniforme. Me acuerdo que hace unas semanas vi unas matas de Anamú cerca del riachuelo. A lo mejor busco unas cuantas hojas para ponerme en la picada. A lo mejor también le llevo unas a Mailén para su dolor de vientre. ¿Por qué ya no hacíamos el amor? ¿Por qué no nos regresábamos?
Viernes, 6:15 pm, riachuelo detrás de tanques de agua
Me lleno los bolsillos de hojas de Anamú. Me quito el uniforme, arranco un par de hojas más y las restriego sobre mi pecho. La picada arde por unos segundos, pero después se siente fría, mentolada.
El agua del riachuelo serpentea frente a mis pies. Es agua de montaña, helada. A dos mil setecientos metros de altura hay un glaciar que cada vez se derrite menos, y de ese glaciar nace una cascada, que se transforma en un río enorme que poco a poco va desapareciendo, a medida que avanza, hasta volverse una pequeña serpiente que se escabulle entre los abetos, los pinos, las rocas grises, el musgo, y que entra al terreno del hotel, casi de forma inocente. El señor Brewer redireccionó el arroyo y creó un estanque que se llena de patos en primavera. A los turistas, en especial a los japoneses, les encanta acuclillarse frente a los patos y sacarse selfies mientras hacen con la mano el símbolo de la paz. El estanque, a su vez, drena de nuevo en un riachuelo, pequeño, diminuto, que se esconde por entre los tanques de agua del hotel y que desaparece de la vista más allá.
Más allá.
Viernes, 7:45 pm, almacén (parte de atrás)
Lo primero que escucho es a Carmelo gritando. Corro hacia allá. Un grito de tristeza. Lo veo arrodillado, cerca del almacén. Luego percibo un sollozo. Sé lo que voy a ver antes de llegar. Más o menos. Ahí está Nikita, pobre, lo que queda de ella. Su pelambre blanco está empapado en sangre. Los ojos grises, idos, la lengua afuera. Tiene una herida enorme y profunda en el cuello y otra en el vientre, de donde se asoman parte de las vísceras. Carmelo se tapa la cara con las manos mientras llora, como para contener las lágrimas, como si le diera vergüenza. La hermosa Nikita. Había ratas… las espanté, me dice Carmelo. Pero yo sé, y él debería saber también, que las ratas no son capaces de hacer eso. Siento frío por todo el cuerpo y se me erizan los pelos de la nuca. El señor Brewer… me va a matá, alcanzo a escuchar.
Viernes, 11:00 pm, departamento monoambiente
A Mailén no le importa que haya llegado a casa lleno de tierra. No me escucha mientras intento explicarle lo de Nikita y que tuve que quedarme con Carmelo para ayudarlo a enterrar a la perra. Se agarra el vientre con una mano y revisa su celular con la otra. Me ignora.
Me doy una ducha. El remolino del desagüe se pinta de color marrón mientras el agua desprende las capas de barro seco de mi cuerpo. La picada de avispa parece estar un poco mejor. Me quedo ahí, sintiendo el chorro de agua en el cuello. No quiero salir. No quiero meterme bajo las sábanas. No quiero tener que hacerme el dormido.
El ayer parece un sueño lejano. Me veo disfrazado de Power Ranger en mi séptimo cumpleaños. Me veo disfrazado de detective en la obra de teatro que hicimos en la universidad. Me veo abrazando a mamá en su cama del hospital universitario, calva, amarillenta, con apenas unas pocas horas restantes de vida. Me veo agarrando un autobús hasta Bogotá, otro para Lima, otro para Santiago y el último hasta Bariloche. Conozco a Mailén en una cervecería. Empezamos a salir. Hacemos el amor por primera vez. Me vuelvo jardinero y guardo mi título de comunicador social debajo de la cama. Pasan dos años. Empezamos a vivir juntos. Ella sufre un accidente, se rompe un disco de la espalda y casi queda paralítica. Ya no puede pasar horas de pie limpiando y arreglando el hotel. El señor Brewer la compensa bien, pero al final termina botándola. Se la pasa todo el día en casa. Cocina, limpia, ordena, ve televisión… ¿Pero qué tanto puedes hacer en treinta metros cuadrados? Se la pasa haciendo videollamadas con su mamá, con sus hermanos, con las pocas amigas que todavía siguen por allá. Y de pronto, un día, deja de tomarse las pastillas. Empieza a ver documentales sobre bebés. Me pregunta si prefiero una niña o un varón. Comienza el 2020, año bisiesto, con incendios en Australia que matan a millones de animales, Estados Unidos e Irán casi comienzan la tercera guerra mundial, tiembla en Puerto Rico, se inunda Indonesia, hace erupción un volcán en Alaska, muere Kobe Bryant en un accidente de helicóptero y aparece el coronavirus, primero en Wuhan, pero se esparce rápido, y ataca a toda Europa, y luego ataca a toda América, y hasta llega a Bariloche, al culo del mundo, y entonces tenemos que hacer cuarentena, empezar a usar tapabocas cada vez que salimos de la casa, y no podemos entrar más de dos personas a la vez en la farmacia, y tenemos que desinfectarnos las manos todo el tiempo con alcohol en gel y, ojo, importante, no tocarnos la cara por nada del mundo. Aparecen ovnis y hasta descubren otra dimensión, pero a nadie parece importarle.
Sábado, 8:00 am, departamento monoambiente
A Mailén le cayeron bien las hojas de Anamú. Ayer antes de dormir se las puse sobre el vientre, y aunque se quejó por el olor, poco a poco fue mejorando. Así que durmió tranquila, sin moverse, en un largo y lento sueño. Ahora me mira, rellena su arepa del desayuno, le pone mantequilla, cuando se derrite le agrega el queso blanco rallado y le da un mordisco. Después me cuenta que la madre está repintando la casa. Me cuenta que tiene un conocido que está intentando armar un programa de radio, y que a lo mejor yo puedo ayudarlo con eso. Me recuerda que las guacamayas azules están como locas durante esta pandemia, buscando comida en todas las casas y retomando espacios que les habían sido negados.
Carmelo me llamó temprano, me pidió ayuda con el tema de las ratas. Quiere fumigar todo el hotel. Todavía se le siente la voz llorosa, áspera, arrastrada, de quien estuvo lamentándose y bebiendo durante toda la noche. No tuve otra opción que decirle que sí.
Antes de irme Mailén me pide más hojas para su dolor de vientre. Se lo soba, poquito a poco. Yo asiento, en silencio, sin verla a los ojos.
Sábado, 10:00 am, suite presidencial
Carmelo no me saludó, olía a aguardiente, tenía los ojos rojos. Me dio un frasco con veneno y me pidió que fumigara el hotel. Estaba convencido de que las ratas que había visto comiéndose los intestinos de Nikita eran las culpables de su muerte. Yo le dije que probablemente había sido un puma, o algo así, pero tampoco estaba muy convencido de qué le podía haber pasado. Sabía que por el confinamiento los animales estaban aventurándose a explorar lugares nuevos. Lugares sin humanos. Ciervos en urbanizaciones inglesas, jabalíes en Barcelona, cabras en Gales. En Santiago de Chile había aparecido un puma. ¿Por qué no aquí, en Bariloche?
Coloco veneno en la cocina, en los baños, en las escaleras. Pero al llegar al tercer piso escucho algo. No logro identificar que es. Una vibración baja, grave, continua. Y entonces entiendo, de alguna forma instintiva, que algo malo va a pasar. Camino a lo largo del pasillo, atento, agudizando el oído. La vibración se va transformando en un zumbido. Lo ubico, viene de la suite presidencial. Y entonces temo lo peor. Llego a la enorme puerta de roble de la suite, detrás de ella suena un océano furioso que se rompe en contra de un acantilado. Miles de alas inquietas, batiéndose, rondando cada rincón de la habitación. El sonido me hace sudar. La puerta empieza a temblar un poco, luego ruge. De la cerradura se escapa una de esas enormes avispas rojizas. Zumba por el aire, me pasa al lado de la oreja. Luego sale otra, se me para en el brazo y clava, furiosa, su aguijón. Ahogo un grito, la aplasto de un manotazo. Veo como de la cerradura empiezan a aparecer cabezas, patitas, antenas. Me voy corriendo.
Sábado, 11:00 am, almacén
Recorro el hotel y no encuentro a Carmelo. Cruzo la cancha de tenis, la piscina, la pequeña caseta de vigilancia en donde se refugia a tomar cerveza. Nada. Tampoco está en los rosales, ni en los senderos de arbustos, ni cerca de la laguna, ahora medio seca por el otoño. Aprovecho de acercarme al riachuelo y buscar más Anamú. Froto la clorofila de sus hojas contra la picada del brazo. Pienso en Mailén y guardo un puñado en los bolsillos del uniforme.
Llamo a Carmelo por su celular. A lo lejos, logro identificar la canción del lejano oeste que funciona como su tono de llamada. Encuentro el celular frente al almacén, tirado en el piso. Vibra y suena mientras en su pantalla aparece mi nombre en mayúsculas, y no deja de hacerlo hasta que cuelgo la llamada. Me asomo dentro del almacén, doy una vuelta, y no lo consigo.
Llamo entonces al señor Brewer. Pienso en qué contarle. Pienso en la perra blanca bañada en sangre. Pienso en Carmelo, borracho, desaparecido. El señor Brewer contesta e intento explicarme lo mejor que puedo. Se queda en silencio, ¿un segundo? ¿dos años? Hasta que por fin suspira y responde. Está lejos, hay controles policiales, pero va a hacer todo lo posible por venir. Intenta encontrar a Carmelo, por favor. Cuelga.
Sábado, 1:00 pm, senderos de grama verde
El hotel es viejo. Lo construyó el abuelo del señor Brewer, con sus propias manos, en 1914. Llegó huyendo de la guerra y se enamoró de ese enorme lago, hijo de glaciares, que es el Nahuel Huapi. El abuelo Brewer cambió algunas de las joyas de la familia por el terreno y comenzó a construir. Cuatro pisos, treinta y cinco habitaciones. Una suite presidencial con vista al lago, una suite de luna de miel con vista al cerro Tronador. Habitaciones de lujo, todo en piedra, todo en terciopelo, todo en mármol. Todo en ébano y marfil, en baño de oro y nácar. Todo es opulencia, incluyendo la cocina, el comedor, la biblioteca, el campo de lacrosse y los dos jacuzzis internos. Todo está hecho en roble, las escaleras, los pasamanos, los rodapiés, los sillones, el techo, el piso, las puertas, las camas. Tiene siete jardines, dos campos de rosas, una cancha de tenis, una piscina olímpica y un muelle que desemboca en el lago. Ahora también tiene una laguna, que construyó su nieto, pero del resto sigue todo casi intacto. Sus clientes fueron, son y serán siempre los mismos, viejos, jubilados, parejas de europeos que quieren comer asado y tomarse una botella de malbec, grupitos de chinos o coreanos o japoneses que quieren pasar su estadía por el sur en una experiencia como las de “antaño”. Una buena chimenea, una taza de chocolate caliente con frambuesas, una trucha a la parrilla para la cena, elaborada por alguno de sus cinco cocineros, servida por alguna de sus siete camareras. Hay tres botones, cuatro mayordomos, ocho encargadas de limpieza, una recepcionista, un responsable de mantenimiento, un jefe de seguridad y un jardinero. Había una perra blanca hasta hace poco. Ah, y hay calderas. Enormes, de hierro negro, durmiendo bajo la tierra, bajo la estructura rocosa del hotel, siempre quemando madera, siempre dando agua caliente y calefacción desde 1914.
Después de llamar al señor Brewer me fijo en algo. Donde debía estar la tumba de Nikita hay un agujero enorme. Pero no se ven señales de la perra ni de la mortaja con la que la envolvimos. La tierra sigue fresca, húmeda, esparcida sobre la grama, pero de cierta forma también es un rastro. Apenas, sutil. Pedacitos de barro y arenisca que forman una línea zigzagueante no tan difícil de seguir, porque es marrón, constante y resalta sobre el verde. El rastro sigue un poco más y desaparece por debajo de una puerta. Esa puerta, la de las calderas. Nunca antes he entrado ahí. Soy jardinero, de eso se encarga el señor Brewer. Pero el caminito me lleva ahí. Es mi única pista. A lo mejor está Carmelo, con la perra. Seguro está borracho y la desenterró. Eso debe ser todo. Sí, eso debe ser. Pero por alguna razón no me atrevo a empujar el picaporte.
Sábado, 1:30 pm, calderas
Decido abrir la puerta. Respiro profundo y doy pasos en la oscuridad hasta que encuentro una toma de luz. Se encienden algunos bombillos, lejanos, tenues, anaranjados. Bajo algunos escalones. Siguen apareciendo montículos de tierra fresca. Hay un olor extraño en el aire, lo siento a pesar del tapabocas. Y hace calor, mucho calor.
Encuentro la estrellita de sheriff de Carmelo. Tiene dos gotitas de algo que parece ser sangre. Me la guardo en el bolsillo. Más adelante está el cadáver de la hermosa Nikita, que empieza a descomponerse con bastante rapidez. Tendida en el piso, sin rastro de la mortaja, pero con los mismos ojos grisáceos, vacíos de vida, de los que me despedí antes de enterrarla. Pero el olor no viene de ella. Hay algo más allá, un bulto. Algo hediondo que se oculta detrás de las calderas. Me cuesta respirar, pero avanzo. De pronto pienso en Mailén. Tendría que haberla llamado. Pero ¿Para qué? ¿Para despedirme? ¿Para pedirle disculpas? ¿Disculpas de qué?
El bulto va adquiriendo cada vez más forma y me doy cuenta de que en realidad son varios bultos. Son ratas, son ardillas, son patos, pero también gatos, palomas, gallinas. Hay un cerdo, un par de ovejas y algo que parece un bebé humano. Los cadáveres están arrugados y grises, parecen de papel periódico. A algunos les faltan miembros, los más grandes tienen tajos enormes que les atraviesan todo el cuello o todo el vientre. Como a Nikita. Y más allá, recostado de una de las calderas, con la piel chirriando, humeante, casi derretida por el calor del metal, está el cuerpo sin vida de Carmelo.
Vuelvo a pensar en Mailén. Sus manos largas y huesudas sobre su vientre. Sobándose, poco a poco, de aquí para allá, como si de alguna forma ese movimiento continuo fuese a curarla de su malestar. Me provoca gritarle, que se detenga, que eso no va a lograr que deje de menstruar. Esa bendita y puntual menstruación. Pienso en la última vez que hicimos el amor. Fue extraño, estaba nervioso, angustiado. Ella me abrazó con fuerza cuando acabé, como para sentirme más adentro, como para que no se escapara ni un solo espermatozoide disponible. Yo pensaba en las probabilidades. En números. Con todas las variables a favor, la posibilidad de embarazo cada vez que se tienen relaciones sexuales es de un veinticinco por ciento. Hasta existía un pequeño porcentaje de espermatozoides en el líquido preseminal. Sólo se necesitaba uno. No tenía dinero, no tenía tiempo, no quería regresarme a ese país a vivir en la casa de mi suegra. No quería lo mismo que Mailén. Y ella me abrazaba fuerte, y sonreía, y se sentía ya la dueña absoluta de ese veinticinco por ciento. Pero al mes le vino la menstruación, puntual, como siempre, dolorosa, quizás ahora un poco más. El mes que viene seguro que sí, decía. ¿Te imaginas que sean morochos? Y entonces me fui apartando, dejé de tocarla cuando emocionada me contaba que estaba ovulando. Me quedaba callado mientras me trazaba todos sus planes de los que no quería ser parte. El silencio, el sueño, la rutina, los desayunos, las onomatopeyas, los rosales, los arbustos, los cheques del señor Brewer a final de mes, los autobuses, la televisión, las películas, dormir, dormir un poco más, el despertador que me arranca del sueño y me clava en la realidad, y entonces el ciclo se repite, hasta el infinito, hasta que todo se vuelve tan, pero tan lento que es casi imposible de descifrar. Mailén. Todo por tu dolor de vientre. Todo por la menstruación. Y sigo sin tener el valor de hablar contigo. De mirarte a los ojos. Y de pronto, un zumbido, cercano, pienso en las avispas de la suite presidencial, pero no, es diferente. Es un zumbido que sale de las calderas. Es vapor. Es el fuego y el calor incesante. Estoy empapado de sudor y comienzo a marearme. Me dan arcadas. Y siento un jadeo que no es el mío y entonces se me erizan todos los pelos de la nuca, siento frío y me desmayo, no sin antes ver como se acerca a mí una sombra, un rostro pálido ¿la muerte? ¿o qué carajo es eso?
Domingo, 4:00 pm, cama de hospital
Estoy acostado, como mi madre en su lecho de muerte. El hospital está lleno de pacientes infectados, de pacientes que creen estar infectados, de enfermeras que no saben a quién atender primero. Todo es tapabocas, guantes de látex, alcohol en gel y paranoia. Todo es descontrol. El médico que me atiende me dice que voy a estar bien, que el peligro ya pasó. Pero yo sé que miente. Se le ve en los ojos. Se traduce en su silencio. No dice nada más, pero enseguida entiendo que hay algo que está mal. Mailén apareció anoche y no se ha separado de mi lado. Estaba angustiada, no entendía nada, la pobre. El señor Brewer me encontró en las calderas y me llevó al hospital. No había rastro de Nikita, ni de los animales, ni del bebé, y mucho menos de Carmelo. El señor Brewer le pide a un oficial de policía que me interrogue después, que ahora estoy cansado, que deberían estar buscando a ese cubano hijo de puta que se robó a su perra. Mailén me agarra la mano, con fuerza, quizás demasiado fuerte. La veo y me dan ganas de llorar. El médico me dice que necesito hidratarme, descansar. ¿Y las avispas señor Brewer? Veo mi brazo completamente sano. El pecho igual. Sobre la mesita de noche descansan las hojas de Anamú y la estrellita dorada de sheriff (con dos gotitas brillantes de sangre) que Carmelo dejó en el piso de las calderas antes de morir. Carmelo se fue, me dice Mailén. Se llevó a la perra. Se robó un montón de plata del señor Brewer. Afuera es otoño, hace frío y los glaciares dejan de derretirse. Pronto va a empezar a nevar. Y quiero preguntar por la tumba desenterrada, por las ratas, por el puma, por los animales muertos y consumidos como uvas pasas. Quiero saber si había un bebé o no. Quiero preguntar por el jadeo, por la sombra, por el aviso de muerte y el rostro pálido que veo cada vez que cierro los ojos. Pero Mailén me pone un dedo sobre la boca, shhh, ahora no, tienes que descansar, escucha al doctor. Mañana hablamos de los pasajes de regreso. Mañana hablamos de los posibles nombres. A mí me gusta Daniela. Me gusta Efraín. Y poco a poco me voy haciendo el dormido hasta que me duermo de verdad.