I
Después de deambular por los pasillos de la farmacia, Tomás se acercó a la caja y, con timidez, viendo a los lados, preguntó si tendrían algún remedio para su madre. El hombre detrás del mesón, esbozando una sonrisa, le respondió que allí tenían muchas medicinas y que seguramente encontrarían algo que le sirviera.
—Dime, ¿qué tiene tu mami?
Tomás, arrastrando las palabras, respondió:
—Se ha convertido en vaca.
Los farmaceutas se miraron y dejaron escapar una risa enternecida.
—¿A qué te refieres? —continuó el hombre—,¿tiene la barriga hinchada?
—Sí, claro, como todas las vacas.
Se volvió y de la repisa de medicamentos tomó dos cajitas blancas.
—Este es para el dolor de pancita, y este para ayudarla a desinflarse.
El niño tomó ambos remedios y los escrutó por un momento. Los farmaceutas habían dejado de prestarle atención, pero habían mantenido la sonrisa.
—¿Y no tienen nada para que vuelva la normalidad?
—Solo esos, si se los toma, estará como nueva.
—Pero es que a mi mamá no le duele la barriga —insistió Tomás, dejando las cajitas en el mesón—. Ella está perfecta. Lo que ocurrió es que se convirtió en vaca, con cuernos y todo.
La mirada de los farmaceutas ahora no era de ternura, sino de confusión. Una de las mujeres, desde atrás de una computadora, alzó la voz y le dijo a Tomás que quizá los mejor era que su madre viniese, ella misma, a buscar lo que le hiciese falta.
—Es que no puede —replicó él—, la tuve que amarrar al jardín para que no se escapara. En la mañana estaba muy molesta y no dejaba de mugir.
Finalmente, cerrando la conversación y dándole la espalda, el hombre le dijo que no tenían nada para personas que había mutado en animales y empezó a atender a otro cliente.
Así, apretando la boca y frunciendo el ceño, Tomás atravesó la farmacia y salió por la puerta de vidrio hacia el día exterior.
Afuera, cubriéndose las caras del sol con una mano, estaba el grupo de niños. Se habían entretenido con una hilera de hormigas mientras lo esperaban, y algunos corrían por la calle de tierra, fingiendo ser ladrones y ladrones más malos.
—Entonces, ¿qué te dijeron? —lo interpeló uno de ellos.
—Nada.
—Yo te lo dije, aquí nunca tienen nada útil. Ni siquiera venden chupetas, menos van a tener cosas para el vaquismo.
Los niños emprendieron el camino bajo el sol, andando por el borde entre la ruta rocosa y la hierba. Tomás, con la mirada baja, iba pateando una piedra y arrastrando los pies. Más allá de la bomba de gasolina se abría el pueblo de casas ocres y techos de zinc, enmarcado por una maraña de árboles bajos y hierba alta que se extendían hasta el infinito. Aquel poblado era una calle vertical que se arborizaba en un par de venas horizontales, en donde se ubicaban una docena de casas y nada más. A esa hora del día, mientras que los vecinos estaban en el campo o trabajando en la ciudad, y las mujeres preparaban la comida del día, al fondo se escuchaba el ruido vertiginoso de la autopista por la que cruzaban enormes camiones de carga y autobuses que se iban desarmando por el camino. Sin embargo, aquella tarde era poco lo que Tomás podía vislumbrar: el sol y la angustia lo habían cegado.
—Entonces tu mamá se quedará como vaca —dijo Daniel Enrique.
—Bueno, ya debe estar acostumbrada, siempre ha sido gorda —continuó Paulino, y soltó una carcajada irónica.
Entonces Tomás se volvió y le lanzó un puñetazo en el ojo.
II
Apenas llegaron a despedirse cuando llegaron a la entrada de su casa. Tomás dijo: “Bueno, chao”, y se adentró en el camino de piedras que daba hacia el hogar. Sin embargo, antes de cruzar el umbral, se percató de que Luis Fernando se había quedado quieto y lo veía fijamente.
—¿Qué miras, pues? —lo increpó Tomás—¿Quieres que te deje el ojo chueco a ti también?
—No es eso.
—Entonces, qué. No voy a dejar que veas a mi mamá para que luego te burles diciéndole gorda.
Luis Fernando, arrugó la cara en un mueca de incomodidad. Miró a los lados y cuando vio que el resto de los niños había avanzado lo suficiente, tanto para no escucharle, caminó hacia Tomás.
—Es que tengo un primo, Tomi… y, bueno.
Allí, parados bajo el sol, sin siquiera un soplo de brisa, le relató que tres pueblos hacia el este, cerca del río en donde a veces se detenían los pescadores, un primo, hacía mucho, descubrió que su padre se había convertido en venado. Según Luis Fernando, había ocurrido que una tarde su primo salió a jugar fútbol en la calle, y escuchó que alguien, algún espectador, le gritó: “Dile a tu papá que se cuide de los cuernos”... Aunque no le prestó demasiada atención, el primo de Luis estuvo rumiando aquella advertencia. “Mi papá no tiene cuernos”. Eso hizo que estuviese distraído y no pudiese anotar ni un solo gol. Terminó por retirarse a la carrera y dirigirse a su casa a toda velocidad.
Dentro, empezó a llamar a su padre: “Papá, papá, están hablando de ti”, pero allí no había nadie. Tan solo encontró un venado enorme echado en el pequeño patio trasero. Sus astas eran largas, ramificadas como un árbol reseco y filosas como agujas que se alzaban hacia el cielo.
—¿Y entonces qué hizo? —preguntó Tomás, entre asombrado e incrédulo.
—Nada. Me dijo que su madre, mi tía, lo alimentó como siempre, y que por más que pedía ayuda nadie lo escuchaba.
—No te creo.
—Te lo juro. Mi tío se convirtió en venado y nadie le hizo caso.
Tomás estuvo a punto de golpearlo. En su mente, la única conclusión a la que había llegado era que, como al primo de Luis, a él nadie lo iba a ayudar y que solo le quedaría acostumbrarse a que su madre fuese una vaca.
—Pero, oye, mi tío ya está bien —continuó Luis Fernando al cabo de un momento—. Mi primo fue a ver a un brujo de su pueblo. Allí le dijeron que lo que tenía que hacer un venado para dejar de serlo era quitarse los cachos.
—¿Qué?, ¿cómo lo hizo? Yo no le puedo sacar los cuernos a una vaca, Luis.
—No sé. Mi primo me contó que un día mi tío volvió a la normalidad. Así, como si nada. Pero él cree que se comió a su mamá, a mi tía, porque más nunca la volvió a ver.
III
Temeroso de que el brujo le dijera que su madre vacuna tenía que comerse a su padre, Tomás se adentró en la casa del brujo. A sus espaldas, iba Luis Fernando. Ambos niños caminaban a tientas, temerosos y curiosos. La casa estaba al final de una transversal. La puerta era un telar de cuencas y, más allá de este, adentro, solo había una sala grande y una habitación. En la estancia había una mesa de plástico cubierta por un mantel bordado con motivos marinos. En las paredes descansaban estampas de santos y afiches de criaturas extrañas. La única luz venía de la ventana y de las velas que alumbraban las esquinas, adornadas por altares hechos de piedras talladas. Además de eso:
allí
no
había
nada
El brujo no estaba por ningún lado y los niños pensaron que quizá se había ido volando en una escoba. Lo cual explicaría lo polvoriento que estaba todo.
Sin embargo, al cabo de unos segundos, cuando ambos estuvieron bien adentro en la sala, una voz aguda estalló desde la habitación:
—¡Váyanse de aquí!
Tomás y Luis sintieron que aquellas palabras, frías como alambres, se engancharon en su piel.
—No los puedo ayudar —continuó la voz del brujo—, tu mamá se quedará como vaca y ya no hay nada qué hacer.
Un silencio, un tiempo quieto.
Y entonces:
—Y a ti, niño, pronto tus papás también se convertirán en roedores. Pero ya no puedo hacer nada: desde que llegaron esos malditos, los llamados médicos y sus farmacias, ya no tengo poderes. Todos se convertirán en animales porque los extranjeros no entienden cómo son nuestros padecimientos. Así que olvídate de todo: tu mamá ahora es una vaca y punto.
Para ese entonces, el brujo ya le gritaba a la nada. Los niños habían salido corriendo, tropezando con las rocas del piso, cayendo y rodando por la tierra, y soltando alaridos ocasionales.
IV
Luis y Tomás no volvieron a su casa hasta entrada la noche. Habían corrido hasta adentrarse en la hierba y allí se escondieron de sus miedos. Durante las siguientes horas, deambularon sin rumbo para olvidar los gritos del brujo.
Pero al caer el sol, supieron que ya debían volver.
—Tomás, yo voy a ver a mis papás —Luis habló por lo bajo, con voz triste—. El brujo dijo que se iban a convertir en roedores y quisiera aprovechar el tiempo que me queda con ellos.
Entonces emprendieron el camino de vuelta.
V
Dentro de su casa, su padre estaba sentado en el sofá de la sala. Estaba sin camisa, y su barriga caía sobre sus muslos. La luz del televisor lo iluminaba y hacía parecer que su piel, cubierta de sudor, brillaba como la de un sapo.
—Mira, ¿dónde andabas?
Pero, Tomás no le hizo caso. En su lugar, atravesó la casa y se dirigió hacia el patio trasero.
Allí, sola, aplastada por la noche, se erguía una vaca de manchas marrones y hocico rosado. Sus patas, firmes y gruesas, hendían la tierra seca. Las ubres colgaban pesadas hacia abajo y su cola se movía de lado a lado para espantar la plaga. Al acercarse, el animal giró hacia él hasta tenerlo frente a frente. Su ojos eran grandes, tanto como una semilla de aguacate, pero sus pupilas eran chiquitas y de color pardo. A mitad de la cabeza, le caía un penacho de pelo pajizo, negro, carbonizado. Tomás le puso una mano en la frente y la deslizó por su pelambre, sus cachos, y luego bajó hasta su lomo, en donde le cruzó los brazos. Mientras, el animal sacó la lengua y le empezó a lamer la espalda de Tomás por encima de la franela.
—Muuuu.
Y su mugido se derramó sobre él como una palabra cálida.