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El ruido

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Por Carolina Lozada


El imperio de las luces, Magritte

Yo creo que el ruido entró por la habitación y se escondió en los rincones. Durante el día se revistió con los sonidos propios de la cotidianidad para pasar desapercibido. Fue encubierto por el chirriar de la licuadora, por el televisor a todo volumen de la vecina y sus melodramas favoritos, por los agudos ladridos de Chispita, la schnauzer del segundo piso. Pero en la noche el ruido empezó a reclamar su propia autonomía.

La primera vez que lo oí yo estaba frente al espejo, sacándome el maquillaje. El ruido provino de alguna parte inubicable de la habitación y era como el chillido burlón de un roedor. Mi perra también lo escuchó y apuntó su oreja como radar en búsqueda de su origen. Las dos nos quedamos un rato atentas a un nuevo sonido, pero no ocurrió. Esa noche dormí a placer. Tal vez ronqué, no lo sé.

A la  noche siguiente  volvimos a escucharlo, pero esta vez era diferente. Ya no era el chillido de un roedor  burlón sino el de una rata hambrienta. Son ratones, me dije, debería llamar al fumigador. Atenea ladró en señal de aprobación. Mi perra y yo siempre habíamos tenido buena comunicación. Ella estaba al tanto de mis deseos y decisiones.

El fumigador es un hombre rudo, guapo y tóxico. Mientras hacía su trabajo yo me permitía fantasear con él. Lo imaginaba en varias posiciones sexuales y eso me calentaba, pero la fantasía se esfumaba cuando lo escuchaba hablar. Entregado a su trabajo había desarrollado un timbre de voz ratonil. Su voz era una caricatura distorsionada.

Una vez culminada su tarea  me informó que en mi casa no había plaga, que estaba limpia. Yo le insistí, le dije que podía haber un roedor escondido encabezando una rebelión solitaria. No encontré nada, me dijo, y mi método es infalible. La palabra infalible quedó revoloteando en el aire, no pude dejar de pensar en su pene; lo imaginé duro, erecto, infalible.

Para ayudarme a dilucidar el sonido que me perturbaba se propuso imitar cada uno de los chillidos de los roedores. Me los sé todos, me dijo orgulloso, y procedió a chillar como una rata en celo, como una rata rabiosa, imitó el chillido de una rata recién parida, hizo lo propio con sus crías, también chilló como rata asustada, como una moribunda, y no, ninguno de esos sonidos era el que habíamos escuchado. Entonces no es asunto de ratas, remató. Tal vez no, ¿pero entonces qué es? Dejé la pregunta en el aire.

Lamento no poder ayudarla, me dijo, con el rostro un poco burlón. Tal vez pasa demasiado tiempo en casa, la mente traiciona, debería salir a divertirse. Le faltó poco para guiñarme el ojo el muy osado. Cualquier eventualidad no dude en llamarme para lo que sea, enfatizó antes de despedirse. Lo vi alejarse con su trasero redondo y duro metido en su braga gris de trabajo. Cerré la puerta y no dejé de ofuscarme al pensar que había imaginado a ese tipo reventándome el culo con aquella voz de ratica huérfana.

Traicionada por la mente o no esa noche volví a escuchar el ruido, pero este era más profundo, más grave. Parecía un ruido en crecimiento, algo cavernoso. Atenea ladró y me miró alerta. Si la perra lo escuchaba, él existía.

Ya está bueno ya, exclamé molesta, rata o lo que seas, sal de donde estés. Con una linterna busqué  por toda la casa. La perra ladraba, yo la seguía; sin embargo, a pesar de que auscultamos los rincones, no pudimos dar con su procedencia.  El ruido era algo omnipresente y al mismo tiempo ausente. Es el ruido de dios, pensé y me reí con amargura.

Esa noche el sueño no fue fácil.

Al principio creí que el ruido solamente había invadido mi casa, pero una mañana mientras estaba en el jardín pude ver a mi vecina. La saludé con la mano. Ella hizo lo propio con un ademán nervioso. Su nerviosismo corroboró la sospecha: a su morada también había llegado el fenómeno. Lo leí en su rostro, en su talante descompuesto, en la angustia atragantada en la mirada. Cuando intenté abrir la boca para exclamar: ¡Ustedes también tienen el ruido! Ella se llevó el dedo a la boca, como quien teme despertar a un bebé malhumorado. El ruido se molesta si nos escucha, comprendí. Nos miramos con ojos desamparados. Cada una entró sin despedirse de la otra.

Gradualmente el ruido se hizo plural y todos se fueron desplazando por la casa y también comenzaron a emitirse de día. Tiempo hacía que estos habían inhibido los ladridos de Chispita, la telenovela de la vecina y el estruendo habitual de la licuadora. Era como si se organizaran en un sindicato de ruidos:  los de las mañana eran sonidos maquinales, los del mediodía hacían de naturaleza enloquecida con indescifrables y aletargados cantos de pájaros. Al final de la tarde el ruido se corporizaba humano, comenzando con especies de murmullos hasta desembocar en inteligibles conversaciones ya bien entrada la noche.

Ahora era todo él. 

Con el pasar de los días nos fuimos habituando a ser silencio mientras el ruido señoreaba nuestras vidas. Ni siquiera Atenea se atrevía a prorrumpir un ladrido, había una especie de contrato tácito entre el ruido y nuestro silencio. Si nos daban ganas de llorar lo hacíamos mordiendo la almohada, los gemidos durante el sexo se convirtieron en asunto de mudos, la frustración y el deseo de gritar eran amortiguados por el miedo a ser atormentados por decibeles insoportables. El insomnio contribuyó con nuestro apaciguamiento vital.

Una noche fuimos sorprendidos con la novedad del ruido orador. Y en su primer discurso inteligible y coherente  nos ordenó callarnos o matarnos. Muchos no aguantaron el mutismo y se colgaron de sus lenguas, otros se cosificaron creyéndose muebles, carpetas, mamparas. Yo me quedé a vivir en puntas de pie, en monosílabos mentales, en los gestos de un rostro vegetativo hasta ese día que fui a besar a Atenea en el hocico y ella comenzó a morderme suavemente hasta el desgarrado final. Esa noche se escuchó el último ladrido de nuestros días.

De estas casas vacías ahora sale una voz. Una voz que hace desierto.


(Este cuento pertenece al libro El perro estar. Editorial El Taller Blanco, Bogotá, 2019)



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