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El viejo árbol muerto en el corazón de la montaña

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Por M.M.J. Miguel



“La huella de la serpiente en la hierba
solo la serpiente la comprende”
Buda

Miraba aquella esfera roja, gigante, en el cielo al salir de mi cubículo. No hizo falta mover las piernas; la ciudad conectaba con mi código de intenciones. Ella sabía leerme con la facilidad en la que se lee un cromo coleccionable; se inmiscuía en mis recuerdos prefabricados y los modificaba según la conveniencia del Núcleo.

El análisis de mis funciones motoras no mostraba anomalía alguna, y aunque había escaneado lo más profundo de los filamentos nanonerviosos, seguía sin encontrar una razón para mi dolencia. Mi temperatura subía con rapidez en las tareas más sencillas, y el más ligero cálculo causaba ralentizaciones en mis estímulos neuronales.

La rampa de transporte se acopló a una calle. Algunos hologramas saltaron a venderme actualizaciones que no necesitaba; ya era el más avanzado de mi sector, y cualquier función periférica estaba destinada a ser obsoleta. Sin embargo, el ser —modestamente— parte de la cumbre del sistema no evitaba que estuviese de camino hacia los Chang.

—Nos hicimos superiores a la calumnias —dijo la mitad Chang al verme entrar en la Stasis.
—Ofende que lo contemples —completó su otra mitad desde un ordenador.
—¿Puede que sea un síntoma de mi anomalía? —pregunté.

Los Chang guardaron silencio. Sus hologramas parpadearon al tiempo de intercambiar enlaces algorítmicos, que se manifestaban como neones pálidos.

Intenté acceder a una zona prohibida de mi disco, aquella que daba vueltas sobre la identidad de los Chang. Introduje cada combinación posible, sin resultado; la información se me se me seguía negando como si no perteneciese a ese mundo. Esa viñeta entre cuadro y cuadro causaba curiosidad entre nosotros, y por consecuencia había dado pie a juegos de imaginación, mundo posibles y ficciones; había quienes decían que los Chang eran entidades pluridimensionales que resonaban en nuestro espacio, fuera del control del Núcleo; otros, vestigios de plasma fantasmal cristalizado, que provenían de edades olvidadas en que los humanos caminaban por la tierra. A mí me gustaba pensar que eran un tentáculo funcional al Núcleo, parte de la red de interdependencias, una arteria con ojos vigilantes que recolectaba cuanta variante saliera a flote dentro de cada programa.

—Lo es —contestaron finalmente. La primera mitad continuó: —Si no, ¿cuál es el sentido de la visita?
—Es miedo —dijo el otro, levantándose del ordenador—. Qué fenómeno has desenterrado. Puedo oler la clorofila fluyendo dentro de tus servos.

Me dejé hacer por los Chang. No tuvieron reparo en inyectarme contraste. Una pantalla mostraba cómo el líquido sintético se colaba en mi esqueleto de titanio, iluminando cada conexión como si fuese un farol en la oscuridad, una ciudad independiente con miles de neurotransmisores a manera de colmena, simulando una sensorialidad maquinal. Aquella tinta me relataba, me daba la potestad de narrarme en un mundo que había dejado de ser mundo, una raíz negativa, una imitación envasada de algo que había existido en la consciencia de la biodiversidad ya abolida. Sentí un ligero hormigueo al momento en el que los Chang retiraron mi tarjeta de su ranura, y en lo que fue en un parpadear —para mí— me encontraba ya nadando sin cuerpo entre locuciones y glifos numéricos. Otro parpadear y sentí el peso de mi funda acomodarse a mi consciencia, como si la moldease para darse cuenta de que estaba acostado en una camilla, con vista a una luz platónica en el techo.

—¿Y bien?
—Un virus —declararon los Chang al unísono. La segunda—: Te has conectado a puertos asquerosos, ¿eh?
—Solo he descargado actualizaciones oficiales —dije poniéndome en pie—. Y una que otra cochinada para las noches solitarias.
—Definitivamente es un virus —dijo la primera mitad, negando con la cabeza—. Abre grande y saca la lengua.

Hice caso. La abrió en dos para revelar una ranura desconocida. Segunda mitad se acercó con un chip minúsculo, tornasol. Reprimí un espasmo al convencerme de que se trataba del antivirus, y antes de que analizara su morfología, lo insertó sin miramiento y selló mi lengua. Sentí la estática escalando hacia mi paladar; fue como si tragase una tormenta eléctrica. Comprobé, con éxito, que podía moverme a pesar de estar incendiándome sin prenderme en fuego. El antivirus había disparado una flecha dentro de mi código. Penetró cada operación condicional hasta volverla una particularidad efímera, una posibilidad de reacción que me limitaba a asentir y negar según sea el caso. Aquello dialogaba con la indiferencia del Núcleo, como si compartiesen amantes. La anomalía se esfumó: lo supe. En ese momento volvía a ser la cumbre de mi propia singularidad, un individuo antropomórfico que se movía en la telaraña sin ser parte de ella.

Los Chang volvieron a lo suyo con la confianza del éxito. Salí del Stasis y ningún holograma se me acercó. Supondrían que no tenía caso brindarme tal bajeza como una (des)actualización callejera. La ciudad me llevó hasta mi cubículo. Quería recargar baterías.

See you, Space Cowboy.

Los días sucesivos se apartaron como una cortina. No sufrí de más desperfectos, y mi rendimiento andaba con el ímpetu de la ingenuidad. El Núcleo pareció notarlo, así que constantemente me dotaba de nuevos recuerdos en los que actuaba en un teatro abarrotado. Recitaba a tensa voz y los presentes me creían, así como yo me creía lo que estaba viendo, que había vivido alguna vez en mi juventud aquella ficción dentro de la ficción. Mi papel, en dado caso, se perdía al llegar a un abismo de pixeles. “Zona no disponible en programa demostración”. Quizá nunca dejé de representar, y lo que cambiaba en mí, según el gusto del Núcleo, era el personaje. Puede que hasta la concepción de creencia sobre la existencia del propio Núcleo sea otro lienzo dispuesto a ser derramado con otra pantomima.

Cabello de procedencia dudosa. Verdes y largos como el aliento de una ¿rama? Repetí el análisis. Carecía de ceros y unos en su estructura, ni siquiera un código de barras que denotara la serialización de su existencia. No hubo lugar a réplica: ADN, la marca de una identidad multicelular, allí, en mi cubículo. De nada valía reportarlo. Me senté a esperar el acople de mi cubículo a la central del Núcleo. Las paredes se diluyeron pieza por pieza hasta convertirse en una cámara incolora. Varias pantallas emergieron de los cuatros polos a mi alrededor, proyectando un sinfín de ondas policromáticas, indistinguibles para mi sistema de visión. Creí ver una cara, un cuerpo, moverse entre los marcos de los monitores, como si estuviese acechándome antes de lanzar un zarpazo.

La policromía extendió un brazo y tardé en percatarme de que me había causado un corte ligero en la mejilla. Primero, fue la confusión helada ante el acto; después, una caricia líquida y caliente se deslizó hasta mi mentón. La gota manchó el suelo en un salpicar rojo, saturado, como el orbe artificial que daba luz a mis espectros. Jamás había sangrado porque no estaba —ni yo ni nadie— programado para tal herejía. Aquello solo estaba reservado para los estratos mortales y antiguos de la civilización, cuya fragua se había apagado al dotarnos de un legado que ellos, en su fragilidad, nunca podrían esgrimir.

Coincidencia de ADN entre los cabellos y la sangre, dijo el Núcleo. El óxido debajo de mi lengua se hizo presente, como si el antivirus de los Chang intentarse corromper mi habla y mis motricidades. Estaba sobrecalentándome. El virus. El virus había regresado. Los destellos de luz penetraban mi iris como espadas recién salidas de la forja. Temblaba, incontrolable, a merced de una epilepsia algorítmica en mi procesador. La información se desfragmentaba en reinicios eternos, Samsaras y Bardos. En uno fui un pescador engullido por un pez gigantesco en altamar, y enseguida fui un médico con pico de cuervo que pateaba los cadáveres ya pútridos en las calles. Tuve esposa, esposo, hijos, hijas, madre, padre. Fui un dictador que desparramaba su semen sobre un misil. Fui la Nada que no se percibe a la espalda cuando tienes los ojos al frente.

Salté fuera de la habitación, con las sombras de un perseguidor omnipotente detrás de mí. Mis servos humeaban y mi ¿corazón? bombeaba con tal velocidad que mis piernas hallaron la manera de llevarme a la calle. El acceso a mi código me fue negado, no porque estuviese bloqueado, sino porque ya no sabía conectarme a la red. Empecé a ¿respirar?, a querer arrancarme la tráquea. La ciudad de neón dejó de responder a mis llamados, y ahora solo me atacaba desde todas partes con sus luces, con sus vacíos holográficos, con su linealidad milimétrica, traída desde la perfección de la matemática cósmica. Ahora yo era el caos, una serpiente inevitable que se arrastraba en un paraíso miltoniano, como la anomalía que ahora se me fundía conmigo, en mi perfección alterada, susurrándome que estos edificios erigidos eran portales hacia la probabilidad del desastre, que su altura era proporcional a su caída. De carne, de hueso, de metal. No hay escape, pues el tiempo es la medida del azar; se manifiesta sin importar la interacción tangible de la consciencia que maneje la multiplicidad de fenómenos en el aquí y ahora.

A mi carrera crecían flores con pétalos y tallos de fractales, y de mi herida zumbaban escarabajos fatuos, que de inmediato alzaban vuelo hacia los hologramas y demás artificialidades. En mucho tiempo quise actualizaciones, cualquiera que me sacara de esta capa analógica del percibir. Caí al quedarme sin aliento; un bulto pesado en mi pecho se hizo arcadas y vomité tanta leche como una madre primeriza. El charco se fundió con el metal del suelo y reveló tierra debajo.

Escarbé profundo, por instinto: el código primigenio hecho virus. Fui la primera semilla de aquel mundo posible, el viejo árbol muerto en el corazón de la montaña.


***


Créditos de la imagen del brazo robótico hecha para el cuento: Dariana Paola Castellano (IG: Daria.Inkart).
                                                         
                                                                                 

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