Las ultimas bocanadas de un cigarrillo me hacían compañía en una fresca mañana de primavera. Hacía unos quince minutos que me había salido de la estación del metro y la brisa era la primera en advertir mi presencia en Vieux-Port, lugar emblemático en Marsella. Aún el reloj no avisaba que eran las siete de la mañana y yo disfrutaba del diario espectáculo del amanecer, era algo que trataba de ver cada día como si fuese la última vez. Nunca sabemos cuándo tenemos que irnos, el boleto de partida no tiene escrita la fecha ni la hora; lo único que sabemos es que el boleto existe y que todos, absolutamente todos, tenemos uno reservado. Por eso llevo la vida así, como si estuviese sucediendo el último instante en el que me toca vivir. Frente a mí estaban algunos pescadores que comerciaban con los productos que habían pescado la noche reciente. Eran varios cajones montados sobre unos mesones, donde diversos pescados estaban expuestos para la venta. Un poco más a mi izquierda estaba L'Ombrière, una obra de arte que nos señalaba los caminos creativos de Norman Foster y que nos invitaba a hacer fotografías muy divertidas. Yo seguía observando sin objetivo fijo, dejando que la imaginación y el ojo hiciesen el trabajo. Mientras tanto, daba un sorbo a un gran vaso de café para luego encender otro cigarrillo. Sí, me da mucho por fumar en las mañanas, sobre todo cuando tienes algunas horas de espera en un lugar que apenas conoces.
El sol se mostraba generoso y el clima estaba agradable, aunque todavía no eran tiempos propicios como para irse a alguna de las playas cercanas a darme un chapuzón. Había llegado a esta ciudad la noche anterior en un viaje en tren que partió desde Gare de Lyon, París, hasta la estación Gare de Marseille Saint Charles. Aunque el viaje había sido cómodo, fue una noche de mucho alcohol, de muy poco dormir y de un arrebato que aún no he podido curar. Para ser honesto, he vivido acompañado del insomnio y el mal dormir, una combinación ingrata, molestosa. Sin embargo, el arrebato es una suerte de virus al cual aún no he conseguido curar. Creo que me contagié siendo niño y aún no he podido encontrar la cura. Pensaba en eso, en aquel día en que escuché aquello que llamaban “Salsa”, en ese ritmo contagioso que se colaba hasta el torrente sanguíneo de manera viral, sin pedir permiso, y se establecería definitivamente en mi organismo. Cualquier intento de vacuna era infructuoso, inútil, no había antídoto que pudiese acabar con aquella suerte de virus que crecería tanto hasta fortalecerse y ser una referencia en el mundo, una especie de pandemia musical.
Seguía parado en el Vieux Port, con la mirada extraviada en aquellas aguas que vestían el puerto marsellés, pero con el pensamiento fijo en la rumba y la guaracha, en las razones que me habían traído hasta aquí, en las manos mestizas con las que parto y reparto ritmos con mi viejo bongó y mi campana de mano, fieles compañeros cuando de la rumba se trata. Así llegaba a esta ciudad, llevando a cuestas un virus que tiene toda una vida produciéndome la misma fiebre cada vez que hay que elaborar los ritmos en la tarima, bien sea en Caracas, Valencia o en alguna disco de Marsella donde la rumba haría vida en las próximas horas, la rumba seguía siendo la misma, el sabor está a cargo de quien va golpeando el tambor. Aunque todavía faltaba tiempo para “matar el tigre” con la orquesta, este espectáculo en el Vieux Port era tan efímero como la vida misma, como los sonidos que surgen en la tarima, como los latidos que algún día se ausentarán. Si embargo, el virus de la rumba seguirá danzando alegre, porque cada vez que suene el tambor, alguien se contagiará.