Por Mirco Ferri
¿A qué ser extravagante, o bromista, o de exacerbada imaginación, se le pudo haber ocurrido llamar de aquella manera a un restaurant, situado en el tope de una montaña rodeada de valles, con el mar a cientos de kilómetros de distancia? Esa pregunta me afloró desde la primera vez que lo visité, a mis diez u once años. El Faro, vaya despropósito. Era (¿es? No lo sé, hace décadas que lo pisé por última vez) un negocio de vocación y carta italianas, que ofrecía abundancia de pastas, pizzas, y comida montañera propia de la península con forma de bota: salchichas con polenta, guisados pesados y densos, conejo, cabrito, y de vez en cuando cacería, que era ofrecida de manera subrepticia a los habitués de confianza. Los fines de semana se la pasaba lleno de paisanos que buscaban la frescura y el recuerdo.
Años después descubrí la razón de ese nombre, de una manera que hubiese preferido evitar.
Estaba transitando la veintena, hacia su postrimería, y ya la vida me había sacudido con la suma de eventos que por comodidad llamamos experiencia, pero que en realidad consisitían en una cadena de desilusiones y fracasos, salpicados de tanto en tanto con pequeños triunfos y discretas satisfacciones. Atrapado en un empleo que poco retaba a la imaginación, y sin pareja fija, vivía en un minúsculo apartamento en el centro, apenas un dormitorio, un baño y una cocina. Lo mínimo indispensable, pues. Trataba de estar la menor cantidad de tiempo posible en él, porque me parecía deprimente, así que los fines de semana hacía largos recorridos en mi carro, a veces solo, a veces acompañado por alguna aventurera fugaz, una de esas conquistas de una sola noche a las que me había aficionado. Las conocía en algún bar cercano a mi casa, tomábamos hasta embriagarnos, y luego nos íbamos a la periferia de la ciudad en procura de algún paraje apartado y solitario.
Esa noche la ocasión me puso en frente a una rubia bajita, con más maquillaje del necesario, de modales relajados, vocabulario colorido y bebida fácil. Tan fácil como fácil fue convencerla de salir de allí a dar una vuelta. Tomamos la autopista que eventualmente conduce hacia el occidente del país, pero nos desviamos cuando llegamos a la altura del hipódromo, y dirigí el carro por una carreterita estrecha, que bordea una represa, antaño caudalosa pero hoy semivacía, y luego se empina de manera abrupta hacia las cumbres que dominan la zona. Mi acompañante no paraba de hablar; era como una lloviznita intrascendente pero constante, un ruido de fondo al que no le hacía el menor caso. Mi mano derecha ya había explorado todo lo explorable en aquel pequeño cuerpo, que no puso la menor objeción ante mis intenciones. Parecía haber un acuerdo tácito sobre lo que iba a ocurrir apenas consiguiera un lugar adecuado para estacionar el vehículo. No es que hiciera falta preocuparse mucho por la privacidad, por otro lado: la soledad del lugar por el que estábamos transitando era absoluta, y pasmosa; una densa neblina se interponía entre las luces del carro y la carretera. De todas maneras, la prudencia me hizo buscar algún callejón que luciera deshabitado y que permitiera ocultar el carro de la vista desde la carretera. Tras rodar tal vez unos tres o cuatro kilómetros en medio de la oscuridad de esa carretera de montaña, vi un lugar que me pareció idóneo, y conduje hasta él. Puse el freno de mano, apagué las luces y el motor pero, cuando intenté voltearme hacia la mujer, un objeto metálico me golpeó las costillas. “Quédate quieto, y dame las llaves, o te quemo aquí mismo”, me ordenó la aparentemente inocua mujer. Con el cañón del revolver encajado en mi flanco no tenía muchas opciones, así que hice lo que me ordenaba. “Dame la cartera y el reloj”. “Ahora bájate, y piérdete, becerro”. Obedecí todas esas órdenes, esperando recibir el tiro de gracia por la espalda, pero la asaltante parecía haberse apiadado, por lo que pude ver cómo mi carro, conducido a toda velocidad por aquella loca, desaparecía carretera abajo, por donde habíamos venido.
En cuanto me repuse un poco del sobresalto, comencé a considerar mis opciones. Estaba en medio de la nada, en una vía oscura, carente de toda iluminación; para colmo era noche de luna nueva, así que ni siquiera podía contar con la luz lunar. Desde que había tomado esa carretera no me había cruzado con ningún vehículo, cosa que en ese momento no sabía si evaluar como buena o mala. Comencé a deambular por el camino, pegado del borde izquierdo, tratando de localizar algún signo de civilización, pero no pude avistar ninguno. Parecía estar en un lugar totalmente deshabitado. De pronto, al terminar de bordear una curva, me pareció ver una luz filtrándose entre la niebla, pero enseguida desapareció. Esperé unos instantes, y entonces comprobé que en realidad existía. Era una luz intermitente, pero bastante brillante. Y la única en medio de esa oprobiosa oscuridad. Como si fuese un insecto nocturno, esa luz me atrajo. Pensé que era mi única oportunidad, y caminé con determinación y prisa hacia ella. Estaba muy, muy lejos, y muy, muy alta. Pero no tenía más alternativas. Tampoco sabía si la carretera en la que me hallaba me permitiría llegar al lugar de la luz, pero no pude hacer otra cosa que arriesgarme. Sonidos poco tranquilizantes, mientras tanto, provenían de las laderas de la montaña. Algún animal, pensé. Continué mi camino en pos de esa luz que contenía toda mi esperanza de salir de ese trance, y con alivio constaté que se hacía cada vez más grande y luminosa, por lo que supuse que iba en la dirección correcta. Al pasar por debajo de unos árboles muy frondosos, la perdí de vista por un momento. Sentí un chillido muy cerca de mi oreja, y algo me rozó la cara, apenas, pero lo suficiente como para que se me erizara la piel por la repulsión. En ese momento, la luz volvió a percibirse, y me mostró algo que me produjo horror: decenas de murciélagos volaban a través del ramaje de los árboles, tal vez buscando las frutas que colgaban de ellos. No me pude contener, y salí corriendo como loco, escapando a toda prisa de ese lugar, presa de un miedo irracional, pero justificable, dadas las circunstancias.
Por fin, tras caminar durante una cantidad de tiempo que no pude cuantificar por no tener reloj, llegué al punto en donde se originaba esa luz que me había guiado a través de la montaña. Y constaté con sorpresa que se trataba de aquel restaurant de mi infancia, cuyo nombre me había llamado tanto la atención. El portón principal, pesado, de gruesas vigas de madera, estaba cerrado. Pero había una puertecita lateral, destinada al tránsito peatonal, entreabierta. Sin titubear la utilicé para entrar al lugar, y me dirigí por un sendero de piedras hacia una edificación cercana, de donde salía una especie de murmullo. Toqué a su puerta con los nudillos, y desde adentro alguien la abrió. Se trataba de una especie de bar, con una luz mortecina que, una vez acostumbrados los ojos a la penumbra, permitía observar una pequeña barra con cinco taburetes, de los cuales tres estaban desocupados. “Pero pase y siéntese, señor, que aquí no comemos a las personas” me dijo sin fórmula de saludo previa la persona tras la barra. “Veo que llegó a pie, ¿tuvo algún percance? No me parece haberlo visto por aquí antes”, prosiguió con toda naturalidad el hombre. Brevemente le expliqué mi situación, y, tras servirme una copa con un licor espeso y amargo, “para pasar el susto”, como me explicó al ponérmela delante, comenzó a hablar conmigo. Fue inevitable que le preguntara sobre el lugar, y sobre todo por la denominación que habían escogido para nombrarlo. “Es curioso que la gente asocie la palabra faro con el mar, únicamente. No es el primero que me lo comenta, claro está. Lo cierto es que la gente se extravía tanto en mar como en tierra, y necesita siempre una luz que la guíe. Como usted, esta noche. ¿No le parece providencial haber podido salir de su apuro gracias a esa lucecita que vio brillar a la distancia? “. Le respondí que sí, que si no hubiese sido por la luz de ese faro de montaña tal vez no la estuviese contando en ese momento. Y le pregunté por la historia del local. “Yo soy hijo de los fundadores de esto, verá. En realidad, todo se debe a una promesa. Resulta ser que mi padre, nativo de una zona al sur de Italia, estuvo destacado al norte, en Los Alpes, durante la segunda guerra mundial. Con los alpinos, un cuerpo del ejército formado precisamente para patrullar esas montañas. No voy a fatigarlo contándole una larga historia llena de referencias que usted va a olvidar apenas salga de aquí. Solamente le diré lo más importante. Durante una batalla muy cruenta, mi padre tuvo que refugiarse en una zona bastante escarpada, solo, pues todos sus compañeros habían sido heridos, o muertos, durante el tiroteo en medio del cual se vieron atrapados. Papá tuvo la suerte de no haber sido blanco de ningún balazo, pero al huir como pudo de esa emboscada terminó en una especie de barranco, y se guareció detrás de unos pinos. La noche, y el frio, lo arroparon, y temió por su vida. De pronto, a lo lejos, vio una lucecita tenue que brillaba en uno de los costados de la montaña, y, como pudo, se dirigió hacia ella. Se trataba de una humilde choza, de paredes de piedra y techo de madera, en la cual, sin hacerle mayores preguntas, le dieron cobijo hasta la mañana siguiente. Eso le salvó la vida, o por lo menos así lo creyó. Y prometió que, cuando se estableciese en algún lugar, al acabar esa espantosa guerra, siempre tendría una luz encendida para guiar a quienes se extraviaran. Hoy veo con satisfacción que usted ha sido beneficiado por aquella promesa que hiciera mi padre, hace cuarenta años”.
Esperé a que amaneciera, y la mañana siguiente conseguí que me llevaran a la ciudad. Lo primero que hice una vez allí fue poner la denuncia por el robo del que había sido víctima, más que todo para cumplir con el trámite, pues no tenía ninguna esperanza de recuperar mis bienes. A los días me llamaron: mi carro había aparecido, en el fondo de un barranco. No había nadie dentro de él, pero todo el interior del habitáculo estaba manchado de sangre. El rastro continuaba desde la puerta del piloto hasta unos matorrales más abajo, pero finalmente desaparecía. Cuando pregunté sobre el lugar en donde había aparecido, me dijeron que había sido cerca del sitio en donde había ocurrido el robo. La experticia posterior reveló que el sistema de frenos del vehículo estaba averiado, y esa había sido, presumiblemente, la causa del accidente. Ahora soy muy viejo, y muy cínico, para creer en milagros. Pero hubo un tiempo en el que creí fervientemente que esa noche esquivé a la muerte en par de ocasiones.