Por Jefferson Díaz
Arte de Joey Rex Cárdenas
Esta mañana bajé al mercado. Gasté mis últimos tickets de alimentación por una emergencia: mis hijos necesitaban pañales y no podían esperar a que el Ministerio de Supervivencia nos diera un nuevo talonario. Por lo general deben entregarlos los primeros cinco días de cada mes, pero a veces se tardan hasta quince.
Desde que mudaron la capital a la costa, el calor y las colas en los mercados son insoportables. Cuando bajaron el interruptor mundial, cada gobierno profundizó su potestad de lidiar con la crisis de la manera en que mejor les conviniera.
A nosotros nos aislaron en territorios demarcados como libres de contagio. Dentro de estos territorios sólo hay un par de mercados, un par de hospitales, un par de todo lo esencial. Y su uso se determina por el valor de cada uno de los ciudadanos: médicos, maestros y científicos están en la escala superior. Ellos tienen la prioridad para adquirir servicios básicos y alimentos, el resto debemos esperar nuestro turno.
Tras veintiocho meses de pandemia, la humanidad comprendió y conoció al enemigo: el planeta. Como un cuerpo que se defiende de una infección, la Tierra comenzó a atacarnos. Primero, el virus. Luego, el sarampión. Después, los mosquitos y su malaria mutante. Sin olvidar los patrones de evolución de los animales salvajes: en cuestión de meses las nuevas crías desarrollaron mecanismos avanzados para eliminar humanos.
Algo nunca visto.
Los territorios aislados, donde vivimos ahora, no sólo sirven para que las enfermedades se mantengan a raya, sino para que un oso o un tigre de ocho metros no te mate.
Con el armamento que poseíamos podíamos lidiar con eso. Pero se tuvo que bajar el interruptor: no más fábricas, no más combustibles fósiles y no más contaminación. Creíamos que si le hacíamos saber al planeta que seríamos más conscientes, más humanos, nos dejaría vivir.
Nos equivocamos. El planeta vio su oportunidad de aniquilarnos más rápido.
Nunca he visto cielos más azules, aguas más cristalinas y vegetación más verde. Aunque todo esté contaminado. Nuestros territorios están protegidos por domos donde todo se procesa: el agua se filtra para librarla de veneno, el aire pasa por procesos químicos para que sea adecuado y la comida se cosecha en laboratorios.
Por eso es por lo que los científicos están en la mayor escala.
—Siguiente —me dice una voz mecánica.
Es el dron que sobrevuela la entrada del mercado. Cada centímetro de este territorio es controlado por drones.
Con sus sensores, escanea mi cuerpo para tomar mi temperatura y dejarme pasar. No hay cajeros. No hay gerentes. No hay empleados. El gobierno lo da todo, así que no hay necesidad de trabajos de tercer grado.
Tomo los pañales, depósito los tickets en un buzón y me voy a casa.
Y pensar que todo empezó con un estornudo.
*****
Hay varias teorías sobre cómo nació la primera enfermedad: un paciente cero que viajó a los confines de China y se contagió con una nueva cepa de gripe, una nueva clase de flor que surgió en Italia y esparció un polvillo que contaminó a media Europa o una entidad alienígena que esparció sobre el planeta una neblina para que nos aniquilara.
Cada teoría es más rimbombante que la otra. Pero la más aceptada nace desde el Ministerio Mundial de Salud y Muerte. Donde nos explicaron que el colapso de los recursos naturales del planeta generó que todos los organismos vivos, interconectados y alejado del raciocinio del hombre, se unieran para eliminar al único virus que importaba: la humanidad.
No puedo entrar a la casa como lo hacía antes. Las Fuerzas de Control Sanitario y Desinfección instalaron en cada una de las unidades habitacionales una cámaras de limpieza y aislamiento. Sirven de preámbulo a la entrada y debes pasar ahí al menos quince minutos respirando un “aire clarificado” que estoy seguro que muy pronto nos matará a todos.
Cada casa tiene un panel de vigilancia que se verifica desde el Ministerio Central. Ese panel regula las veces que salimos, si antes de entrar nos desinfectamos y nuestros hábitos sociales. Hay una larga lista de penalidades por si no cumplimos con los lineamientos centrales de supervivencia. Van desde pagar multas con servicio comunitario hasta la muerte.
Sí, nos matan cuando intentamos sobrevivir. A veces no es difícil ponerse de lado del planeta.
—Estos no son la talla correcta. Tienes que salir de nuevo —me dice mi esposa.
No sé si me dé tiempo. Dentro de los domos la energía se corta desde las cinco de la tarde, y los pocos servicios y establecimientos que abren, cierran a las cuatro: son las 3:15 PM.
—Dale esos a Melvin, y mañana compro otros. Estoy seguro de que él sabrá darles algún uso —le digo a mi esposa mientras me mira con preocupación.
—No podemos seguir manteniéndolo. Sabes que nos podemos meter en problemas.
*****
Melvin es un perro. Mide unos dos metros, y aún no sabemos cómo las autoridades no lo han descubierto. Siempre se mueve cuando la energía se va y su piel está cubierta por unas escamas transparentes que reflejan cualquier luz.
Una noche llegó a nuestra azotea -tampoco sabemos cómo- y siempre regresa por comida. No nos ha demostrado querer comernos y le gustan los chocolates. Aunque siempre se lleva cualquier cosa que le damos: plantas, cauchos, almohadas y cortinas. Cualquier cosa.
Cuando le doy los pañales, los olfatea y estornuda.
Dos veces.
—Salud, Melvin. Salud.