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En el Faro de la Roqueta, entre fantasmas, sardinas y cangrejos

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Por Carlos Zerpa


Conseguí, que me alquilaran por todo el mes de Julio El Faro, allá en la isla mexicana La Roqueta, en la bahía de Acapulco. Bueno la idea era irme por un mes a enclaustrarme y escribir un texto para la revista de Los hermanos Chang. Y eso hice.

Me llevé un garrafón de agua potable y una maleta con 62 latas grandes de Sardinas Dolores en aceite vegetal como único alimento. Eso comería a razón de dos latas diarias, una en la mañana y otra a eso de las seis de la tarde. También me llevé una resma entera de papel bond y una vieja máquina de escribir portátil, una Olivetti Lettera 22, ya que en el faro no había corriente eléctrica para poder usar mi laptop. Dicho faro y su luz, funcionaban con gas.

Una lancha me llevó a la isla rocosa y Pancho, el marinero, me aseguró que me iría a buscar para regresarme a puerto firme justo el primero de agosto. Yo me pasaría los treinta y un días del mes de julio comiendo sardinas enlatadas, respirando aire marino y escribiendo mi texto.

Apenas llegué, apagué mi celular para que conservara la carga. Abrí la puerta del faro y me dirigí a su interior. Puse la maleta con mi equipaje sobre la pequeña cama, instalé la máquina de escribir y el papel sobre la mesa de madera, respiré profundo y me dispuse a escribir… Bueno a eso había venido, a escribir en completa soledad.

A medida que se hacía de noche el silencio me atormentaba. El único sonido era el de las olas estrellándose con furia contra las rocas. Esa noche no pude escribir ni dormir. Los cangrejos, miles de ellos, salían a media noche. Podía escuchar el sonido de sus patas como castañuelas, caminando sobre las rocas; esto también era espeluznante. Los descubrí al alumbrar con una linterna de mano por la ventana y ver a miles de ellos como una alfombra roja en movimiento, con sus tenazas amenazantes al aire.

Llegó la mañana y al ver todas las hojas de papel en blanco, intactas, y la máquina de escribir sin uso, pensé de inmediato enel escritor Jack Torrance, de la novela deThe Shining de Stephen King, y me imaginé a mí mismo como Nicholson en el film homónimo de Kubrick,escribiendo una y otra vez la misma frase en las hojas, hojas y hojas. “All work and no play makes Jack a dull boy…  Jajajaja… ¡Nooooo, esa vaina no me iba a pasar a mí! ¡Yo si iba a escribir!

Entonces me senté frente a la máquina pórtatil, me comí una lata de sardinas y me dispuse a teclear la historia de un sujeto llamado Alejandro.

Alejandro tenía ese viejo sueño de vivir en la Ciudad Luz, de conocer Paris, de visitar los museos, de conocer a los artistas famosos, de vivir la bohemia, ésa a la que le cantaba tanto Charles Aznavour y, ¿por qué no?, de triunfar, porque Alejandro, además de soñador, también era artista, buen dibujante. Cumpliendo al fin su viejo sueño, Alejandro se marchó a Paris, su ciudad amada, su sueño imposible que al fin aquel día se hacía realidad. Se fue al aeropuerto llevándose consigo sus pocos ahorros, poca ropa, y una maleta con 365 latas de Sardinas Margarita conservadas en aceite de ajonjolí. Iba dispuesto a vivir y sobrevivir un año en su ciudad ideal, ya que un amigo le había ofrecido un pequeño espacio al fondo de su atelier. Ahí viviría por el espacio de todo un año, gastaría lo menos posible y se alimentaría comiéndose el contenido de una lata de sardinas al día; lo haría en la noche y antes de acostarse, para así asimilar todo su contenido.

Milagrosamente, Alejandro, pasó la aduana sin que le abrieran la maleta, y se libró así de ser acusado de contrabandista de sardinas en conserva. Esto en verdad es increíble. ¿Cómo coño no lo descubrieron ni le abrieron la maletota con las sardinas en la estricta aduana Francesa?

Se la pasaba en la torre Eiffel. Iba a sentarse a su pie a dibujarla, también iba a pintar a Notre Dame, a Montmatre, a los Jardínes de Trocadero, al río Sena, la Sorbona, el Arco del triunfo, los Campos Elíseos, en los que muchas veces se quedaba a dormir al mediodía; también se iba a visitar el Louvre los lunes, y ahí ver extasiado esas obras de arte que solo había conocido a través de las fotografías de los libros de arte: la Venus de Milo, la Victoria de Samotracia, la querida Mona Lisa de Leonardo.

Cuando me vine a dar cuenta ya habían pasado treinta días y me había consumido sesenta latas de sardinas… Cuando Alejandro, se vino a dar cuenta ya habían pasado once meses y 330 latas consumidas. El resto de las sardinas las guardaba con mucho celo, ya que eran su subsistencia. Él sabía que en diciembre estaría ya de vuelta en casa, de vuelta en Caracas, su ciudad natal en Venezuela, con sus familiares y amigos. Pasaban así sus días, dibujaba, andaba con su cuerpo enflaquecido por París, regresaba en la noche al taller, a comer su diaria lata de sardinas. Alejandro no hablaba con nadie, casi tenía un año en la Ciudad Luz y nada, aún no saboreaba las mieles del éxito, esos 15 minutos de fama que le había prometido Warhol. Al día siguiente, la rutina era la misma, ya tan sólo le quedaban un día en París y una lata de sardinas. Y a mí solo me quedaba un día en el faro y dos latas de sardinas. Había pasado todo un mes sin afeitarme, escuchando el furioso mar, una que otra gaviota sobrevolando y las pisadas de los amenazantes cangrejos… Escribiendo y corrigiendo a mano el texto, borrando y tachando con un lápiz mongol. Ya había encontrado el desenlace de mi historia, que no sería el de ser devorado por miles de cangrejos que se metían al faro a media noche, que no sería ver la palabra “REDRUM” escrita con lápiz labial sobre la puerta, ni estar como Jack, tomando bourbon conel fantasma del barman del hotel.


El Alejandro de mi historia, sería encontrado muerto, desangrado, ya que se había hecho unos cortes profundos en el antebrazo izquierdo que le cercenaron las venas y las arterias. Su cadáver flotaría en un gran charco de sangre. Los cortes que se había producido en su antebrazo serían hechos con un objeto filoso que aún la policía no habría identificado. En la morgue el médico forense lavaría el cadáver y procedería a hacerle la autopsia. Entonces se darían cuenta de que los cortes producidos en el antebrazo izquierdo formaban una palabra, toscamente dibujada, torpemente escrita en líneas rectas. Esa carne cortada en cortes profundos hacía leer la palabra PARÍS.

Ya es de día, ya he empacado y puesto en una bolsa la cantidad enorme de latas de sardinas vacías. Con cuidado he metido todas las hojas escritas en mi valija, veo cómo, rápidamente, se acerca a la isla la lancha que me llevará a Acapulco. También veo una ballena en la superficie del mar que se muestra a la distancia. Sé que los cangrejos duermen bajo las rocas, en este momento no constituyen un peligro para mí.

La última hoja que escribí, decía: “El sargento de policía encargado de la investigación del caso, buscando con todo su equipo, en todos los rincones del atelier en donde habían encontrado el cadáver, lograron al fin dar con el arma con la cual el suicida se produjo los cortes. Era la tapa filosa de una lata de sardinas, la última lata de Sardinas Margarita  en aceite de ajonjolí que le quedaba a Alejandro.
Yo voy ya, sonriente en la lancha. La fuerte brisa me golpea en el rostro, el olor del mar es agradable. Estoy feliz de poder encontrarme, cara a cara, con la frente en alto, con los Hermanos Chang y así poder entregarles el texto.



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