por Corina Freyre
Miro hacia el cielo. Una bandada de pájaros revolotea en lo alto. El manto azul que les sirve de fondo los recubre, es imposible hacer Gestalt y, figura y fondo, se hacen uno. Este cielo no es tan azul, es claro, gastado como mi soledad. El cielo de mi ciudad es de un azul intenso, hay siempre un horizonte curvo y verde que lo corta, una montaña que más que con el cielo combina con la vida. En cambio, en esta planicie el cielo es lavado, sobreexpuesto, un plástico quemado y descolorido por el sol. Los pájaros revolotean y yo me pregunto a dónde irán, a dónde creen que van, porque se devuelven y no llegan a ningún lado, tantas ganas y se gastan rápido, de qué sirve la voluntad si no hay gasolina. Este es un cielo gastado, lavado, esta parte de la tierra sí es plana y no siente nada. Este cielo es un cielo que aplasta, Chicken Little me entendería.
En este cielo, los pájaros revolotean pero no llegan a ninguna parte, como las personas. El sueño americano es así, camino sin fin, es ese cielo con ínfulas de grandeza. El sueño americano es una mentira bien vendida. Es la historia de un naufragio que nunca conoció faro. La historia de un naufragio hermoso para el que lo ve de lejos, lo explora pero no se queda, lo mira e imagina. Pero no es lo mismo imaginar que vivir. Demasiados pulmones llenos de agua, últimos súspiros, gritos en la oscuridad, luces de bengala que se apagan muy pronto. El naufragio es hermoso cuando ya el mar ha hecho de las suyas, cuando ya la vida ha cubierto la muerte, cuando unos colores han sustituido otros y todo está ahí, inerte, en silencio. Los peces nadan, las cosas crecen porque la vida es así, se abre paso y retoña. Pero el barco no fue hecho para reposar en el fondo del mar. El de este naufragio es una clase diferente de azul, profundo, oscuro y lleno de vida, como mis adentros. No como el de este cielo gastado que hoy se traga la voluntad de estos pájaros, y la de tantos. El sueño americano es un faro que no indica orilla pero acantilado, una trampa en la que quedamos encallados, nos hundimos y aquí estoy, gritando SOS pero en el fondo del mar no se oye nada. En la superficie las burbujas se confunden y el faro nos dejó solos, ahogándonos. El faro avisó dónde estaba tierra firme pero no nos dijo que la única manera de llegar era perdiendo la vida. Los barcos no llegan hasta allá y tampoco soy capaz de nadar tan bien. Una tormenta sería la excusa perfecta, pero aquí, en este cielo gastado, no pasa nada, en ese mar voraz no se escucha nada. El barco se hunde, suave y cómodo, con las luces prendidas y música de fondo. Después de todo, un naufragio siempre es la historia de un fracaso. El capitán no abandona el barco, hay algo de dignidad en quedarse, como si eso demostrara que se quiso poder aunque no se pueda, aunque la muerte no ciegue sino que sea Medusa. El faro seguirá encendido como canto de sirena, atrayendo hacia su muerte tanto marinero piojoso y sin dientes que confundió un azul con otro y tomó por sol esa luz maldita de un sueño que nunca fue creado para cumplirse. La única brújula que sirve es la que se lleva por dentro y nos lleva hacia el origen, de vuelta a la nada. No somos polvo aunque nos convirtamos, somos caldo de cultivo, un naufragio que late, ese azul inmenso al que le basta un par de minutos para hacer de esta vida, otra. La de otros.