Por José Urriola
1.
Un día, recorriendo en bicicleta el Delta del Ebro, llegamos hasta la orilla del mar. A la distancia se veía una playa, tan plácida, tan hermosa, tan verde imposible. Dejamos las bicis en la orilla y corrimos hacia mar. Vaya decepción cuando entramos al agua, aquello tan verde imposible eran algas derretidas, putrefactas, como moco espeso. Como si Hulk se hubiera derretido. Nos salimos del mar y nos morimos del asco sentados sobre la arena. Luego decidimos caminar hasta el faro. Se veía cerca, pero estaba lejísimos. Caminamos durante una hora por Playa Moco y hubo un punto en que quisimos regresar pero estábamos tan lejos de las bicis que era mejor, antes de devolverse, terminar de llegar. El faro estaba cerrado. Era pequeño. Como de juguete. Y olía a orines con salitre. Cerca del faro había una pareja bañándose en la playa. Estaban desnudos. Él estaba flotando panza arriba más allá de la frontera de mocos. Ella se mojaba los hombros haciendo cuenco con las manos después de hundirlas por debajo de la capa flotante de flema. Yo me enamoré de aquella mujer cerca del faro. Tan desnuda, tan robusta, con el rostro perdido en el horizonte, ni siquiera se dignó a voltear. Abandonamos el faro. En el camino de regreso pensé en todo el universo que nos perdimos, por su culpa, por no corresponderme.
2.
Anclamos la lancha en la arena. O eso creímos. Nos adentramos por la maleza en dirección al faro que se levantaba en el centro del islote. Había nidos de garzas blancas, corocoras, pelícanos, gaviotas, de todo eso, o qué sé yo. No tocamos nada. Solamente mirábamos. Había huevos blancos, otros pardos, otros como salpicados por la brocha de Jackson Pollock. Decidimos subir al faro trepando por la escalerilla para mirarlo todo desde arriba. Miguel dijo que en esa vaina no se subía, se fue a la playa, cavó un foso en la arena, se hizo un charco como de hipopótamo a escala. Subieron los demás, yo me quedé en la base del faro, junto a la escalerilla oxidada. Fui cobarde, sentí miedo. Me gustan los faros pero desde lejos, pensé. Desde arriba, ya por la linterna, Mauricio gritó: ¡Se zafó el ancla! Bajó a toda velocidad, lo siguió Raúl, pasaron junto a mí como si fuera un fantasma, me atravesaron, yo me quedé en el sitio. Pasaron unos minutos. No sabía ni hacia dónde caminar. Me subí ahora sí por la escalerilla del faro a ver si desde las alturas me orientaba. Desde arriba vi la lancha, allá tan lejos, flotando a la deriva en medio mar. Y dos cabezas diminutas, las de Mauricio y Raúl, nadando hacia la lancha en medio de la resaca feroz. También vi a Miguel, chapoteando en su charquito, entregado apaciblemente a su destino de náufrago. Bajando del faro me corté la palma de la mano con un saliente oxidado de la escalerilla. Me lamí la herida, sabía a metal, a sal, a mierda de pájaro, a sangre caliente. Con el puño apretado me fui a través la maleza hasta la playa. Me aseguré de que Miguel no me viera para preservar un resquicio de dignidad. Lloré con el viento húmedo de la tarde en la cara al no ver más las cabezas entre las olas. Imaginé que ya estarían ahogados. Y que yo moriría también pero de tétano, en aquella isla llena de aves que habrían de devorarme hasta los huesos para alimentar a sus pichones.