Por María Ángeles Octavio
Allá arriba está mi alma, en la cima del acantilado. Pocos son los sonidos que alcanzan estas alturas. Abajo, el mar es un plato, no hay vientos ni brisas que esbocen pinceladas de espuma sobre las estelas de esta rasura de agua. Sólo alcanzo a escuchar un silencio cóncavo que ahoga el mínimo esfuerzo del mar, por hacerse ola, y así en algún instante del espacio-tiempo de la vida, romper contra las rocas de mi acantilado.
Creo oír algo, una ola, una pequeña ola chocó contra las piedras de mi acantilado. Eso creí, me estremecí, y reconocí esa sensación de estar vivo. ¡Silencio! Shhh… Shhh, nos pueden oír, choca… Choca pero bajito, que no te oigan, porque entonces nunca más podré venir a ti. Y tú nunca jamás podrás hablarme de nuevo. Ya te fuiste. ¿Te dio miedo? Siempre te esperaré aquí en lo alto del risco, con la mirada perdida hundida en tu profundidad, con el alma erizada por el roce de presentirte.
Algo muy íntimo me sucede cuando me acaricias con tus manos, cuando tus labios me excitan con tu movimiento. No lo merezco, lo sé. Desde aquí uno se da cuenta de que no merece nada. Que nada fue hecho para uno, que sólo fue hecho y nada más. Shhh… shhhh.
No sé si es el temor de ser escuchado, o la distancia que separa mi acantilado de la civilización. El vacío del hastío, el vértigo del conocimiento o el simple reconocimiento de creerme vivo. No sé si son esas voces necias que sólo ensucian mi existir, pues desconocen, como yo, la verdad. Esa verdad que todos en un momento de la vida creemos tener tomada de las barbas, y que en un soplido fugaz se desvanece como la bruma disuelta en el mar, convirtiéndose en un efímero sabor que ya no alcanzamos a describir. Ese gusto en la boca que se torna ácido al estar frente a la única verdad que nos ampara bajo su paraguas. No somos sino piezas en un tablero de ajedrez, cada movida es involuntaria y a veces negligente, alguien con su mano nos mece, nos arrulla, nos ve crecer, nos golpea, nos entierra y también nos da la fe para no huir de ese tablero.
Son tantas las voces que me persiguen, son tantas las sombras que caminan junto a mí. Es tanto el temor de despertar y mil veces despertar, y seguir sumergido en este sueño de vida, en esta vida sin sueño.
Mis sueños son el reflejo de los deseos reprimidos, de lo no- dicho, de lo que callo frente a los demás. Mis sueños son las ansias de poseer o alcanzar una meta. Mis sueños son la vida. ¿Qué hacemos aquí en la Tierra? ¿Es acaso éste un paso sin límites entre el sueño y la vida eterna?¿Será verdad que el único tipo de vida que existe es esta vida sin final, sin principio, que llaman eterna? ¿ Y que todo esto es un sueño profundo, con intervalos de sueños livianos, flotantes, y que siempre dormidos, creemos vivir? Es un suponer vivir, intenso. No nos percibimos, no nos movemos, siempre estamos en el mismo lugar. Un poco de vida virtual, de creer que se hace y nada se hace. De creer respirar y nunca haber tenido pulmones, de creer reír, cuando sólo sabemos llorar.
Ante tantas paredes blancas, sin manchas, sin puertas, que enmarcan los pasillos largos de mi existir, ¿qué hacer?: tal vez caminar, a ver adónde me llevan o creer que camino y ni me muevo de donde estoy. Pensar que donde se esconde ese minúsculo halo de luz descubriré la vida y que no hay vida dentro de mí. El escape es el túnel que me conduce a la razón. La razón es el tubo oscuro por donde yo gateo hasta la luz. Es el contener la respiración hasta explotar, y permitirle a mi mente ver con claridad quién soy, o mejor quién fui y ya no quiero ser y por último, qué hago aquí. ¡Qué no me descubran, qué no averigüen quién soy! Es mejor así, el anonimato me protege, el disfraz me mantiene vivo. ¡Nada, no hago nada! Y así pasan los días y nada, no hago nada. Y con esta carnavalesca máscara de nada, pasa mi vida sin nada.
¡ Jaque mate!
Ya vienen, debe ser que sospechan que he vuelto a vivir, creo que es mejor mantenerme muerto en la nada.
***
—Este loco se escapó de nuevo. Un día de estos se lanza por ese acantilado y no lo vemos más.
—Un día deberíamos empujarlo, está tan mal que nadie se lamentará. Dice cosas incoherentes y nunca quiere moverse. Es como un muerto en vida.
—No hay brisa.
—No, nada se mueve, y mucho menos este desequilibrado.
—¿Tú qué haces mañana?
—Nada. ¿Y tú?
—Nada.