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El grito

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Por Luis Guillermo Franquiz


Al final, no hubo forma de convencerlo; ni siquiera después de comprobar que mis documentos estaban en regla. El policía fue inflexible. La orden se mantuvo: todos debían bajarse del carro y pasarse a la patrulla. Aquello alteraba por completo los planes que llevábamos, pero era evidente que ya no podíamos inventar otras excusas o justificaciones. El policía insistió y uno a uno mis amigos descendieron del carro y en fila caminaron hasta la parte trasera de la patrulla. Alguna risa camuflada se dejó escuchar entre las murmuraciones, pero el segundo policía la silenció después de cerrar con fuerza la puerta de la llamada jaula. La coctelera seguía girando, como al principio, cuando la vi a través del retrovisor, y ahora iluminaba con haces azules y rojizos las facciones cerradas del agente que me dio las instrucciones:

—Encienda el vehículo y síganos hasta el Comando. No se desvíe.
           
Asentí en silencio y giré la llave del encendido. El Fiat Uno volvió a ronronear como un gato pidiendo caricias. La unidad policial arrancó con rapidez y yo les seguí por las calles desiertas y ventosas. Ya eran más de las nueve de la noche y parecía que en lugar de terminar, acabábamos de comenzar una historia diferente. ¡Coño!, y todo por una simple confusión, un grito de guerra que se había transformado en un insulto mal escuchado. ¡Qué bolas! Si al menos la puta de Patricia hubiese pegado ese grito una cuadra más adelante o una cuadra más atrás, pero no, tenía que haberlo hecho justo cuando pasábamos cerca de la patrulla. Piche mala suerte, nojoda. ¿Y ahora? ¿Quién carajos nos iba a sacar de la policía a esta hora? Ni de vaina llamo a mi casa. Ya con ésta, es la tercera vez que me detienen; menos mal que hoy sí cargaba el carnet de circulación vigente; pero todo el peo era por el grito de Patricia y el policía mal enrollado. Qué ladilla.

—Estacione el vehículo allí, en ese puesto, y bájese —dijo otro policía, en la puerta al estacionamiento del Comando. Ni siquiera me echó una segunda mirada. Obedecí sin pronunciar una sola palabra. Antes de entrar me quitó las llaves del carro y me dijo que siguiera derecho hasta el escritorio junto a las celdas. Caminé con lentitud, tratando de alargar el asunto, pero ya mis amigos estaban adentro. Entregué la cédula de identidad, anotaron mis datos en un libro grueso y pasé directo al lugar donde esperaban Patricia y los demás, detrás de los barrotes. El hedor a orina y a otras vainas era insoportable. Patricia lloriqueaba por lo bajo, apoyada en el hombro de la Gorda. Los otros conversaban en voz baja, turnándose, tomando una decisión trascendental: ¿quién coño iba a llamar a su representante para que nos sacara a todos? Como fui el último en entrar y había captado ya de qué iba el asunto, hablé de primero:

—Conmigo no cuenten. Mi papá me va a volar la cabeza si lo llamo para decirle que otra vez estoy en la policía. Ya me lo advirtió: que si volvía a pasar, me dejaría aquí. Ni por el coño llamo yo.

Mis amigos intercambiaron una rápida mirada de confusión y desasosiego. Yo era el mayor, okey, pero algunos de ellos eran menores de edad, y sólo por eso nos podíamos meter en un problema más grande. Otra persona tenía que asumir el barranco de aquella noche. Uno de los policías se acercó con gesto displicente hasta la reja.

—¿Quién va a llamar por teléfono? —preguntó—. Sólo una llamada.

Los muchachos volvieron a intercambiar miradas y gestos vagos para no asumir la responsabilidad en nombre de todos. Desde las celdas vecinas se escuchaba el rumor apagado de otras conversaciones en voz baja. La noche parecía tranquila en contraste con el fuego lento en el que se cocían nuestras emociones. En buen rollo nos habíamos metido.

—Vamos, pues —insistió el policía—. ¿O es que quieren recibir el año aquí?
—Estamos decidiendo quién llama —dijo Ernesto, acomodándose los lentes sobre el puente de la nariz—. Es por la hora…

El agente chasqueó la lengua.

—No se enrollen. Uno de ustedes que llame y ya… —pareció que iba a regresar junto a los demás policías, pero el movimiento languideció—. Coño, ustedes son unos carajitos; no debieron hacer esa vaina… Es un insulto a la autoridad. Está mal hecho.

Otro intercambio de miradas entre nosotros, hasta que la Gorda alzó la voz, apartándose un poco de una Patricia que apenas sollozaba:

—Eso no fue así… Allí hubo una confusión, eso es todo.

El policía la observó a través de los barrotes.

—¿Ah, no? —dijo—. ¿Y qué fue lo que pasó? ¿Van a decir que es mentira lo que gritaron.

La Gorda cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna antes de responderle:

—No… Sí se gritó algo, pero no es lo que el otro policía creyó. Escuchó mal.

El policía volvió a chasquear la lengua, como si ya hubiese oído eso miles de veces.

—Ajá, sí, está bien… El agente dice que se escuchó clarito… —se quedó inmóvil, parecía que esperaba por algo que no terminó de suceder—. Uno también fue un carajito, como ustedes, pero no se puede andar por ahí insultando a la autoridad: eso es lo que tienen que entender. ¿Cómo le van a gritar “Policía, mamagüevo” a una patrulla…? Eso no se hacer.

Ernesto se sonrió. Una sonrisa nerviosa. Y a la Gorda parecía que las palabras se le trancaban en la garganta. Jorge suspiró y Rafael apoyó la espalda contra la pared y yo me miré los zapatos. El policía hizo varios movimientos negativos con la cabeza.

—Digan la verdad, y ya —dijo—. Andaban de fiesta, bebiendo, celebrando que es diciembre, se la quisieron dar de avispados, vieron la patrulla y creyeron que se iban a ir lisos… Ahora tienen que asumir las consecuencias… Entonces, ¿quién es el que va a usar el teléfono? No tenemos toda la noche… Qué bolas: bonita manera de despedir 1992 tienen ustedes.

La Gorda insistió:

—Queremos hablar con alguien, para explicarle, porque eso no fue lo que sucedió.

El policía alzó las cejas.

—Ajá… Bueno, mira: el comandante no llega sino hasta las 10 am. Por mí, no hay problema: se quedan aquí y por la mañana hablan con él y le explican por qué insultaron al agente de la patrulla.

—¡Es que nadie insultó al de la patrulla! Usted no entiende… Eso no fue lo que pasó.

El policía colgó la mano en uno de los barrotes y la enfrentó.

—Bueno, dime qué fue lo que gritaron, pues…

Ernesto, que estaba más cerca de la reja, se inclinó hacia el policía y susurró algo.

—¿Qué? —dijo el policía.

Ernesto volvió a inclinarse un poco y se lo repitió. El agente se le quedó mirando.

—¿Cómo es la vaina?

Esta vez fue la Gorda quien habló:

—Sí, eso fue lo que mi amiga gritó. Por eso se confundieron.

El policía dejó escapar una media sonrisa, alternando su mirada en cada uno de nosotros. Patricia parecía a punto de echarse a llorar otra vez. Muchas ganas de soltar lágrimas sobre la leche derramada, pero permaneció cabizbaja.

—¿Es en serio?

Los muchachos asintieron y la Gorda lo confirmó:

—Sí, eso fue lo que dijo; por eso se confundieron los otros agentes.

La media sonrisa se transformó en una corta risa. El policía se volteó y les dijo en voz alta a sus compañeros:

—Mira, González… Aquí dicen que ustedes oyeron mal la vaina. La jeva no gritó “Policía, mamagüevo” —y se volvió a reír—, lo que gritó fue “¡Quiero güevo!”, ¿ah? ¿Qué te parece?

De las celdas vecinas se alzaron varias carcajadas y una voz amortiguada que gritaba: “Pásenla para acá”, una frase prisionera entre las demás risotadas. Los policías también rieron. El agente con la mano sobre los barrotes se volvió hacia nosotros, sin dejar de sonreír.

—Bueno… —dijo—. Igualito tienen que llamar a alguien. ¿A quién le toca?

Ernesto me miró, abriendo mucho los ojos, y yo me negué con la cabeza. La Gorda miraba a Patricia con un mal disimulado desdén. Jorge no podía parecer más ausente de la situación. Entonces Rafael se separó de la pared, con un gesto de clara resolución en la cara, y dijo que él llamaría. El resto respiramos tranquilos. El papá de Rafael era concejal y seguro nos sacaría rápido de allí. El problema era explicarle luego a qué se debía toda la confusión, pero creo que a ninguno le molestaría que la misma Patricia se encargara de arreglar su peo. Total: era ella quien lo había gritado, siempre tan bocona y tan puta. Imaginaba la mirada seca y dura del señor Villalobos, mirándonos con reprobación; pero lo importante era que mis viejos no se enteraran de nada. A lo sumo, la fiesta se había prolongado y yo llegué de madrugada. Eso era todo. Allí moría aquella vaina. Después me ocuparía de decirle a cada uno que mosca con decir algo de esto delante de mis padres. Ni una palabra. Rafael regresó con el ceño fruncido. El policía abrió la reja y él entró, dirigiéndose en línea recta hasta la pared donde estaba apoyado antes. No dijo nada, pero todos lo mirábamos. Ernesto volteó a verme y le hice un gesto silencioso con la boca, en dirección a Rafael.

—Chamo… —dijo Ernesto—. ¿Y entonces? ¿Se arrechó tu papá?

Rafael levantó los ojos, con el ceño aún fruncido. Un gesto de duda en las pupilas.

—¿Mi papá? —preguntó.

Todos nos miramos sin comprender.

—Tu papá, pues —dijo Ernesto—. ¿No lo llamaste?

Rafael relajó el rostro antes de responderle, como si se tratara de un chiste.

—¿Mi papá? ¿Tú estás loco, brother? No, vale; llamé a mi novia para decirle que no iría a su casa esta noche, para que no se arreche. Eso es todo.






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