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Kill Bill en El Rodeo

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Por Jefferson Díaz


Diomara de Ai Weiwei en prisión


Yon dice “el mío” con claridad. “Claro, el mío, pasa por acá”. “Tú sabes, el mío”. “El mío, no dejes de visitarme”. Nunca imaginé que un japonés estuviera preso en El Rodeo.

La primera vez que lo ví pensé en una mala broma, en uno de esos recovecos de la burocracia que hicieron que un chino estuviera en una prisión venezolana. Porque sí, para los no iniciados, cualquiera con los ojos achinados son chinos y saben hacer arroz. Pero no, Yon era de Japón: “de Tokio, el mío”.

Se enamoró de una mulata caraqueña.

Él vino en una misión comercial a Caracas con una empresa japonesa de servicios tecnológicos. Ustedes deben haberlos visto por los alrededores de Parque Cristal o en Plaza Altamira: iban en manadas de la mano de sus celulares ocultándose del sol.

Yon era uno de ellos.

Una vez salió solo a comprar una Coca Cola con su medio español y conoció a Carolina en un quiosco. “Fue amor a primera vista, el mío”. Y desde entonces, siempre a las 3 de la tarde, bajaba de su oficina a comprar el refresco. Primero fue un: “tú si eres simpático, chino”, y luego “¿es verdad que ustedes lo tienen chiquito?”.

Yon no sabía qué hacer con tanto Caribe. Un día la invitó al departamento que le pagaba la compañía y nunca olvidó esa noche: “mucho sexo, el mío. Mucho”. Y desde entonces presumía ante sus compañeros de su novia venezolana. Tanto fue el orgullo de sentirse un latin lover, que su estadía en Caracas pasó de ser de un año a tres.

Aprendió a hacer arepas, perico, papelón con limón y a no respetar los semáforos. Su personalidad cuadrada, acostumbrada a la presión japonesa de que todo tiene una solución, y si no la tiene está el suicidio; cambio gracias a los matices grises de una Caracas que si no la gana la empata.

Así, entre besitos, idas al cine y perfecciones a su español, Yon y Carolina comenzaron a vivir juntos. Una novela de Venevisión unida a las novelas japonesas (¿o coreanas?) que pasaban por Televen (¿o era por CMT?)

*****

“Mucha sangre, el mío. Mucha”, me dice Yon mientras prende un Belmont. Conversar con él me hizo olvidar porque estaba en El Rodeo: una asignación para un medio digital que me servía de salario por aquellas épocas en las que todavía estaba en Venezuela.

Yon nunca contó con la sabrosura tropical de algunos ex novios que sienten que las mujeres serán suyas para siempre. Primero comenzó con un mensaje de texto: “¿qué haces con ese chino de mierda, Caro?”. Luego con las llamadas a medianoche: “¡Mal paria! Tú eres mía”.

Yon preguntaba si todo estaba bien y ella respondía con una media sonrisa y el lema de la relación: “sí mi chino bello, todo bien”. Caro dejó el quiosco y regresó a la universidad. Yon cubría los gastos de ella y de su suegra que estaba mal. “Tenía unas cosas en los pies que no la dejaban caminar”, decía Yon mientras sus compañeros de celda le decían: “coño, chino, ¿cómo son las pornos en tu país?”.

“Se tapa todo, el mío. Se tapa todo. No se muestran pelos”.

Un día, regresando del trabajo, escuchó desde la planta baja del edificio unos gritos. La conserje le dijo: “ya llamé a la policía, chino. ¡Ya la llamé!”. Yon subió corriendo y encontró a Caro en el piso, ensangrentada, mientras un gorila la acechaba desde arriba. Yon, en ese momento, recordó a su abuelo que peleó en la segunda guerra mundial, a su papá que en Tokio trabajaba en un sauna de sumos. Ambos le enseñaron a luchar.

Yon se lanzó sobre el gorila.

Llevaba las de perder: él, de un metro sesenta y músculos desarrollados a punta de arroz blanco y vegetales. El otro, un metro noventa y troncos en los abrazos que crecieron a punta de pollo asado y hallaquitas con guasacaca.

“¡Te voy a matar, chino! ¡Te voy a matar!”, le decía mientras le pegaba la cara contra el piso. “¡Déjalo, Reinaldo! ¡Déjalo, coño! ¡Lo estás matando!”, gritaba Caro con un ojo cerrado y las costillas rotas. Yon voló por los aires y cayó sobre el librero de la sala. Sangre y sudor bajaban por el rostro mientras Reinaldo se acercaba de nuevo.

“Me va a matar. Me mató”, pensaba Yon cuando entre el desastre que era la sala sintió en su mano derecha la espada. Una espada samurái.

Los deus ex machina son reales, damas y caballeros. ¡Una espada de samurái! ¿Cuántos japoneses conocen que no tengan una? Pues Yon no era uno de ellos. Tenía su espada bien cuidada y dentro de su vaina para casos como este. “Me la regaló uno de mis amigos por mi cumpleaños”.

Reinaldo ni se dio cuenta cuando la punta atravesó su estómago y Yon, al mejor estilo de Kill Bill, rajó sin cesar.

“Fue en defensa personal, el mío. Defensa personal”, me dice Yon para luego saludar a alguien a lo lejos. Caro está pasando al patio y trae comida. “Hoy es día de arepas con reina pepiada. Hablamos luego, el mío. No dejes de visitar”.

Sí, Yon, el japonés de El Rodeo.





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