Fedosy Santaella
La eternidad, un juego o una fatigada esperanza
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Jorge Luis Borges.
Por aquel tiempo yo me sentía muy atraído por el sereno canto de la tentación sacerdotal. Tanto colegio de monja y de cura me había fraguado un ánimo místico y por demás inocente. Tenía yo unos quince años, y aún era un niño de mi casa. Pasaba la mayor parte del tiempo en mi cuarto, escuchando canciones de Los Beatles, dibujando (en aquel entonces dibujaba «como un animal») y estudiando biología, que era mi materia predilecta. Había empezado a leer a Borges, en específico Historia de la eternidad, y creía entenderlo, aunque en realidad no entendía nada. A las clases de religión llevaba lo que consideraba más bien puntos a aclarar. El hermano que nos daba la materia se explayaba feliz a explicar qué era la eternidad cristiana. Por supuesto, me tenía fichado: le parecía yo un perfecto candidato para hermano de La Salle. Un día me llevó a la oficina del director. Ahí estaban, aquel hermano que me daba religión y el director, que también era hermano lasallista. Notamos que te interesa la filosofía y la religión, dijeron, no hay muchas personas así en este mundo. ¿Quisieras ampliar tus conocimientos? ¿Amas a Dios? ¿No te interesaría ser hermano lasallista? No me dejaron responder, me dijeron que pronto me pondrían en contacto con el director vocacional, me dieron un folleto, me palmearon el hombro, me dijeron que lo pensara, que el amor de Jesús, que el conocimiento del mundo, y me hicieron salir.
Así que yo me andaba pensado eso de ser hermano, aunque también me parecía fascinante el sacerdocio. Había estado viendo la serie El pájaro espino, aquella con Richard Chamberlain, y me atraía mucho más ser un monseñor poderoso con contactos en El Vaticano.
Por aquellos días fue que me interesé por Torcuato.
La gente lo llamaba Cantaíto. Sólo yo supe que se llamaba Torcuato, sólo a mí me lo dijo. Bueno, quizás yo fui el único que se acercó a preguntárselo. Le decían Cantaíto porque solía decir a toda voz: Estoy sordo, estoy sordo, ya no oigo tu canto, ya no lo oigo. Venía caminado hacia a ti, o por allá en la distancia, con la mirada pérdida, con sus pasos de rodillas que no se doblaban, gruñendo sin sentidos, con cara de bestia peligrosa dispuesta a devorarte los sesos, y entonces se detenía, alzaba los ojos hacia las nubes o hacia el techo, y gritaba aquello con el rostro transfigurado en sufrimiento. Estoy sordo, estoy sordo, ya no oigo tu canto, ya no lo oigo.
En aquel entonces yo vivía en el edificio La Hacienda en Las Mercedes, y Cantaíto por los alrededores. Casi siempre lo veía en el extremo más lejano de los pasillos, más allá de la panadería y la ferretería, por los lados de la agencia de viaje. Creo incluso que dormía en las escaleras que daban a la agencia de viaje. Andaba sucio y con unos cabellos largos y empelotados que podrían ser la envidia de cualquier rastafari. Sí, era cierto que tenía clavada una perenne expresión de pocos amigos, y que gritaba aquellas palabras incomprensibles sobre el canto; pero no era violento. No se metía con nadie, allí, tirado en su esquina, con la mirada gacha o extraviada. Los más jóvenes de la zona, empleados de los negocios de la planta baja del edificio, o incluso algunos vecinos entre los veinte y los treinta años, lo saludaban a voz en cuello y le preguntaban cosas como: ¿Cantaíto, estás sordo? Cantaíto los miraba con gesto adusto, y decía: Coño, sí estoy sordo. No la oigo cantar, no la oigo. Unas señoras mayores que vivían en el edificio le compraban cachitos, o jamón y queso con pan canilla. Cantaíto, siempre entrecejo, agradecía la caridad y se ponía a comer. Era, simplemente, el loquito de la zona, casi una mascota.
Esa aproximación mía a Cantaíto, luego Torcuato, se dio por asuntos también de caridad, o algo así. Jesús luminoso, Jesús entre los pobres, los leprosos y las prostitutas era la imagen más fascinante y sagrada que pudiera haber para mí en aquel entonces. El cuadro místico que se hacía en mi mente estaba cargado de significados, de misiones de vida, de santidad y pureza. Vivir allí, en esas imágenes, me producía una paz que no he vuelto a experimentar.
Un día, sin más, me le acerqué. Estaba él sentado y recostado contra la pared al pie de las escaleras, justo debajo del cartel que rezaba: «Agencia de viajes Cipria». Le ofrecí un par de cachitos y medio litro de jugo de manzana. Cantaíto los recibió amablemente, sin cambiar en nada, eso sí, el mohín agrio de su rostro.
¿Cuál es su nombre?, le dije. Luego de devorarse en tres mordiscos el primer cachito (caían los pedacitos de jamón sobre sus telas roñosas, y yo, no sé por qué, pensaba en trozos de cerebro, de mi cerebro), me miró fugazmente y, bajando la mirada hacia el otro cachito, respondió: Torcuato. Torcuato es su nombre, dije yo. Torcuato, sí. No hablamos mayor cosa. Le pregunté, estúpidamente, si le habían gustado los cachitos. Torcuato, otrora Cantaíto, gruñó una afirmación y luego se zampó el envase de jugo de manzana. Vi correr el jugo por sus comisuras, por su mentón. Aquel loco se me antojó tan extrañamente animal, pero al mismo tiempo tan instaurado en sí mismo. El mundo y sus millones de miradas le eran ajenos. Estaba allí, echado como lo estaría cualquier gato a la sombra de un patio, y la humanidad y los relojes le pasaban por encima, pero no lo atravesaban. Eso era, no lo atravesaban. Alguna parte de mí conoció el hervor ácido de la envidia. Sí, es absurdo, lo sé. Tuve miedo, no sé por qué. Tuve miedo quizás de irme a la deriva con ese estilo de pensamientos inútiles. Pero, consciente una vez más de lo absurdo de mis sensaciones, me hice al firme propósito de continuar conversando con Torcuato, de demostrarme a mí mismo que yo tenía lo que se requería para llegar a ser un hombre religioso.
De modo que lo visité casi todos los días durante un mes. Le llevaba de comer, y él se devoraba todo mientras yo miraba extasiado los trozos jamón que caían sobre sus guiñapos. Nunca tuvimos un diálogo propiamente dicho. Yo preguntaba, y él, luego de un preámbulo de disparates rumiados en el que engullía sesos de jamón, respondía de un tirón, como si las historias hubieran estado en él desde hacía décadas, ansiosas de ser contadas, ansiosas de huir de aquella alma neblinosa cargada de locura.
No obstante, yo no podía hacer todas las preguntas que quisiera. Es decir, en cierto momento él callaba, se perdía en sus meandros y no volvía más. Aquel viaje a su pasado, a su cordura, a los orígenes de su desvarío debía ser hecho por partes, por capítulos, como si Torcuato fuese un antiguo aedo orate que jugaba a las mil y un demencias. Sus historias eran retazos que había que ir juntando, completando, escribiendo uno mismo.
Entendí que había sido carpintero, que había aprendido con un tío de él. Que los caballos les quedaban muy bonitos. Que se había ido a Caracas a la búsqueda de mejores destinos. Que una vez le encargaron unos mesones en una fábrica textil. Que allí estaban las hilanderas. Las jóvenes hilanderas, las hermosas hilanderas. Que una fue para él. Que se enamoró, que se enamoraron, que con ella conoció la inmensidad de los bulevares, de las avenidas, de las plazas de aquella ciudad que lo vislumbraba. Que ella fue celosa. Que era bruja, que hacía magia fea. Que le hizo daño poseída por los celos. Que escapó vivo de vaina, con estrépito y dolor. Que luego vino una mujer mayor que él, dueña de una peluquería, con apartamento propio. Se fue a vivir con ella en su caverna, y ella le compró ropa, zapatos, relojes. Fue su maestra de la cama, su madre todos los días. Pero él no quería una madre, su madre había muerto cuando él era niño. Huyó de ella estando con ella. Conoció a una tercera, una muchacha resplandeciente. De pronto, sin determinar su origen, estuvo allí, a su lado. Según él, anduvieron por los parques de la ciudad, tomados de la mano, en silencio. Los bancos, los árboles, las sombras, la grama, el cielo, los niños en los columpios. Después fue la intimidad de los cuartos de motel. En ella se hundía, en su profundidad nadaba, me dijo él. Nada agrego, no poetizo gratuitamente, esas fueron sus palabras. En su profundidad él nadaba, se hundía, y una tarde, una tarde de motel, ella cantó.
Él se había parado de la cama, perdido, mareado como siempre que salía de la cama luego de haberla amado, y se disponía a meterse en la ducha, cuando ella cantó. No sé qué cantó, y no importa, me dijo Torcuato. Sólo sé que ella empezó a cantar, allá afuera, y yo me puse a escuchar su voz perfecta, suave, su voz río que se había unido a la gran marea, al gran ritmo. Su voz que incluso no era voz, sino la música misma, el tiempo verdadero, el tiempo que es todos los tiempos. Su música me hizo estar en la gran melodía del universo.
Cuando por fin pudo reunir un poco algunas de sus partes, decidió salir del baño y agregarle el placer de la visión a su éxtasis. Con mucho sigilo se asomó en la puerta y se quedó contemplándola, allí, frente al espejo, desnuda, peinando su cabello largo y fino. Lo hacía con delicadeza infinita mientras cantaba, mientras hacía música. Ella no supo que yo estaba ahí, porque en realidad, yo no estaba. Yo me había ido a otra parte, me había hecho invisible, me había transformado en ritmo, en ritmo que fluía. Yo era la música misma…
Usted no tiene idea. No tiene idea de lo que ella me hizo. Desde ese día, no pude vivir tranquilo. Íbamos a los moteles, y yo sólo quería que ella cantara. El sexo no era mejor. La voz de ella, nada más importaba. Él le pedía que se sentara en el medio de la cama, vestida incluso, con las piernas dobladas a un lado, como la estatua de Eriksen en Copenhague, y a ella le pareció divertido al principio, pero luego empezó a fastidiarse, y al final se llenó de miedo.
Yo me desesperaba, quería más. Vivir dentro de la música de su voz se me había convertido en un vicio. La ausencia de su canto se traducía en una ira cargada de angustia, en ceguera ruidosa. Un día la golpeó. O eso creo recordar, que la golpeé. Recuerdo incluso la sangre en su boca hermosa. La sangre, el llanto, los gritos. Gritó él para aplacar los gritos de ella. Gritaron ambos, tanto que él también sangró, por los oídos sangró. Y de pronto ella ya no estuvo más. ¿Había huido, había escapado por la ventana, por la puerta, por el agujero oscuro que esconde toda esquina? Salió a buscarla. Sus ojos inyectados de niebla se perdieron en las calles, en las avenidas, en las autopistas. El trazado de sus pasos se desdibujaba cada vez más. No la encontró, no sabía dónde encontrarla, no sabía ni siquiera dónde estaba él mismo. Un día creyó verla por los pasillos de aquel sitio donde ahora rondaba. Al verla, al verla a la distancia, todo enmudeció. El mundo había callado, y yo la llamaba, o eso creía, que la llamaba. Pero no podía estar seguro de que ella lo escuchara, porque en aquel instante también se apagó su voz. Dejó de ir tras ella, intentó gritar más fuerte. Nada, no podía escucharse. Sentí el mismo dolor en los oídos que sentí aquel día que me sangraron. Pero esta vez no hubo sangre por fuera porque sangré por dentro. Y ella se perdió entre la gente, el sonido del mundo fue volviendo a mis oídos, el mundo y su tráfico, sus pájaros, sus voces indistintas. Entonces lo supo, supo que cada vez que la viera se iba a quedar sordo. De nada valía que la alcanzara, que la obligara a cantarme, ese había sido mi castigo, la sordera selectiva, la sordera frente a ella. Yo fui castigado por los dioses a no poder escuchar nunca más su canto. Los hombres que escuchamos la música que está por detrás de todas las cosas, ese gran silencio, ese río del viento, los hombres que lo escuchamos, nos condenamos a esto. A esto que soy, a este zombi hambriento de lo eterno.
Así me contó Torcuato, así me contó Cantaíto aquel día, hace ya algunos años atrás. Recuerdo que él había terminado de contar y se había apagado, como de costumbre. Yo me puse de pie y me largué, sin decir palabra. Mientras me alejaba, iba pensando que todo aquel dolor de Torcuato no era necesario. La belleza del canto no necesitaba todo ese dolor.
No volví a hablar con él, tampoco pensé más en sacerdocios ni en nada parecido. Con el tiempo hice mis primeros acercamientos, y en algún momento me atreví a enamorarme. Todas ellas tenían voces hermosas.
Otro día tuve la edad y la valentía de llevar a la cama a la que en aquel momento era mi gran amor. Ella también tenía una voz bellísima. Me recuerdo desnudo y frente al espejo del baño después del sexo. Me veo claramente, escuchando con atención, con muchísima atención lo que acontecía afuera, donde estaba la cama, donde estaba ella. Recuerdo haber salido unos minutos después. La recuerdo a ella durmiendo plácidamente.
Desde aquella vez, siempre hago lo mismo: me quedo unos minutos frente al espejo del baño, escuchando, queriendo escuchar, y vuelvo a pensar en el dolor, en el dolor innecesario de Torcuato, en su dolor equivocado, su dolor zombi. Pero no sé. ¿Cómo puedo saberlo? Todavía ninguna de ellas me ha regalado su canto. Todavía ninguna.