Me siento en uno de los bancos del parque y me tomo un trago de café amargo y frío. Toda la ciudad está así, como el café, revuelta y conmocionada por la inflación, helada por un invierno que con cada semana que pasa se hace más difícil de llevar a cuestas. Un par de señoras caminan paseando a sus perritos poodles, ratas que ladran, envueltas en una suerte de mortajas fucsias. Siete de la mañana y el sol no aparece. Facundo viene desde el otro extremo del parque. Lo veo arrastrar los pies, con cara de tener sueño, con su termo de mate bajo un brazo, con una lonchera en la otra mano, hasta que muy lentamente llega a mi lado y se sienta. No me saluda, ni me da los buenos días, ni nada. Se ceba un mate, lo sorbe, le agrega un poco más de agua caliente. Tampoco me invita a tomar mate. Ahí estamos los dos. Sólo se ven nuestros alientos cada vez que respiramos, las pocas personas que se animan a hacer ejercicio, las ramas de los jacarandas vacías y esqueléticas, el hospital.
Frente a mí hay un enorme edificio que parece sacado de la unión soviética. Un mastodonte de mosaicos celestes que se asoma en el horizonte. No tiene nada que ver con nada. Un hospital naval con la forma de un barco hundiéndose, clavado en el concreto, con una fila de ambulancias estacionadas esperando a encender sus alarmas, con unas inquietas enfermeras que salen de vez en cuando a encender un cigarrillo que se fuman hasta la mitad antes de lanzarlo contra la acera y apagarlo con la punta del pie. Siete pisos de altura. Dos subsuelos. Una especie de cabina, en lo alto, que simula la sala de control de esa embarcación. Pero no se ve ningún capitán. Solo el hormigón armado. Sólo las columnas. No se ven sus pasillos ni sus laboratorios ni sus pacientes. Se ven las ventanitas redondas y amarillas, los ojos de buey de los camarotes/habitaciones de donde no se asoma nadie. Un acorazado Potemkin, un espectro, que aguanta el frío, la lluvia, la enfermedad. Que resguarda secretos. Que no dice nada de la mujer que viene con la frente abierta porque el marido le partió la lamparita de la mesa de noche en la cabeza. Que no cuenta la segunda liposucción del año del señor Antonio, el dueño de la pizzería de la esquina, y que se adjudica la invención de ese extraño engendro de carne empanada y queso llamada pizzanesa. No cuenta ninguno de los abortos que ahí se practican, ni la cantidad de niñas de quince años que mueren al dar a luz. No cuenta que El Papa Francisco, antes de ser papa, fue hospitalizado de emergencia por una apendicitis aguda, después de haberse comido un asadito de tira y dos morcillas. Estuvo dos noches en la habitación 14 del noveno piso. Con vista al parque, a la fuente, al laguito color gris que está lleno de excrementos de gansos, a los columpios con montones de niños. Ve a los niños y no sabe que nosotros le decimos columpios a los columpios. Él le dice hamaca, como el resto de los argentinos. Y también le dice hamaca a las hamacas que nosotros le decimos hamacas. Sólo que para ellos, esas son hamacas paraguayas. Todo un tema bien racial y complicado, como ellos mismos, aunque esa es otra historia. El Papa, antes de ser papa, con el apéndice del tamaño de un tomate, viendo a los niños meciéndose en las hamacas (columpios), sin que nadie sepa que él está ahí, porque a nadie le importa un curita enfermo, ni ese enorme hospital/barco que hace aguas en los linderos del parque, ni lo que sucede adentro, en sus habitaciones, en sus pasillos, en sus salas de rayos X, en sus laboratorios, o en el mío, del segundo subsuelo, al que sólo se llega por las escaleras de emergencia del lado oeste. Un cuartico de quince metros cuadrados, iluminado por una insoportable luz blanca que nunca se apaga, con una pequeña biblioteca y una nevera, con una enorme cama de acero inoxidable, una cama con desagüe, para que la sangre y los sedimentos del cuerpo drenen por ahí. Con un aire acondicionado de los viejos, uno de esos cubos de metal blanco que chirrían todo el tiempo que están encendidos y que botan agua por cualquier rendija. Parecido al que estaba en la morgue del hospital militar cuando hacía las guardias, hace mucho tiempo ya.
Facundo sigue sorbiendo su mate. Con toda la paciencia del mundo abre su lonchera y extrae un sanduchito de miga. Desayuna en silencio, masticando, tragando, chupando la bombilla. Yo le doy un paquete envuelto en papel de aluminio, que agarra sin interés y guarda dentro de su lonchera. Yo soy el antepenúltimo eslabón de la cadena. El silencio de Facundo. La indiferencia. Las migajas de pan que se le almacenan en su barba desarreglada. Eso va a ser, probablemente, lo más emocionante que me va a pasar hoy.
En Argentina no hay guayoyo. Si pides un café negro te dan un espresso. Si dices que no sea espresso, te dan un cafecito dulzón con sabor a quemado. O un cortado. Pero no existe el guayoyo. No hay rastro de ese petróleo acuoso que se destila poco a poco de una media y que vive eternamente dentro de la jarra de vidrio teñida por cafeínas ancestrales. No es igual. No sabe a domingo en la casa de la abuela después de comer arepitas con chicharrón. No sabe a trasnocho de quinto año de la universidad cuando tienes tres días sin dormir. No sabe a termo plástico y a cola a las seis de la mañana para apostillar la partida de nacimiento. No sabe a velorio. No sabe a estación de servicios en Cúcuta o a terminal de la Plaza Norte de Lima. No sabe a casa, o a la idea de la casa. Por eso ya me da igual que café me dan. Entro y pido el que sea. Y me lo tomo así, frío, sin azúcar, en el banco del parque, mientras espero a que llegue Facundo. Antes tomaba café para poder ir al baño y comenzar el día. Ahora lo tomo para poder escapar unos minutos de esa nave espacial estacionada en la que estoy de lunes a sábado. Para evadir los infinitos azulejos y ese nauseabundo olor a hospital que no se quita con nada. El café es mi vacuna.
Cuando llegué a Buenos Aires fui mesonero. Nunca lo había hecho, y estuve en cinco restaurantes en dos años. Todos de parilla. Entraba a las cinco de la tarde y me iba a las cinco de la mañana. Ganaba lo suficiente para alquilar una habitación en Once y era feliz. Por el trabajo no, porque me explotaban, sino por la habitación. Había vivido los primeros treinta años de mi vida en casa de mamá. Compartía cuarto con mis dos hermanos. Nunca tuve una cama para mí, un closet sólo para mí. Nunca tiré si no era en un motel. Nunca había hecho un mercadito con sólo las cosas que me gustaban. Eso me hacía feliz. Empecé a ahorrar y le mandaba algo de platica a la vieja. Mis hermanos se fueron, poco a poco, a Chile, a Costa Rica. Dejamos a mamá sola, en ese departamentico de Chacao que de pronto, y por primera vez, se le volvió enorme. Yo conseguí una entrevista en el Hospital de Niños pero no quedé. Pero conocí a Myriam, que ya tenía cuatro años en el país, y estaba llena de contactos. Myriam era enfermera, medía un metro sesenta. Usaba una larga cola de caballo. Bailaba salsa sabroso. Se me quedó mirando cuando fui a la entrevista y cuando salí me persiguió para darme su celular. Después de eso salimos un par de veces, tiramos, me presentó a su hijo de cinco años con el que se había venido. Ella fue la que me pasó un contacto del Hospital Naval, donde supuestamente necesitaban gente. Yo no podía ejercer de médico porque tenía que revalidar el título y eso era como dos años más de estudios. Yo necesitaba era plata, y ya, para seguir pagando las cuentas, el pasaje de colectivo, la habitación, el mercadito que le compraba por internet a mamá. Los del hospital se lo pensaron y me llamaron al día siguiente. Había un puesto libre para mis habilidades, dijeron. Necesitaban a alguien prudente y juicioso. Así, con esas palabras. Entonces me hicieron firmar un acuerdo de confidencialidad y me contrataron. Y un par de años después aquí sigo.
Por lo general lo que me bajan son niños, como de cinco a doce años. Más o menos, sí. Niños a los que se les complicó una neumonía, o que se cayeron de la ventana del departamento que quedaba en el quinto piso, o que salieron volando por el espejo frontal del carro cuando su papá chocó en la Avenida del Libertador. Una vez me bajaron uno que se desmayó jugando fútbol, justo cuando iba a patear un penalti. Son niños que llegan al hospital con un hilo muy fino de vida y que sus muertes no merecen muchas explicaciones. Los padres están destrozados y no quieren saber nada. Sólo desean que se les arreglen sus pequeños. Que se los parapeteen, que se los zurzan, que se los peguen. Mientras más rápido salen del hospital más rápido son enterrados. Más rápido se le coloca tierra de por medio a todo eso. Más rápido se empieza a olvidar. Por eso nunca se dan cuenta de nada. No se fijan que a su muchachita le falta un riñón. Pasan por alto que el chamito tiene una pequeña cicatriz en la columna de donde se sacó la médula. Ese es mi trabajo: entregárselos lo más arregladitos posibles y guardar en la neverita lo que se puede rescatar. Nadie podría darse cuenta que ese niño que se cayó por las escaleras de incendio del colegio salió del hospital sin su corazoncito. Nadie quiere saberlo. Y aunque yo quisiera contar algo, nadie quiere escucharlo.
Facundo termina de tomar su mate y se va con el hígado de una nena de once años debajo del brazo. En la otra mano sostiene el termo. Hasta mañana, ahora sí, susurra el desgraciado. Sigue con la barba llena de migajas pero yo no le digo nada. Ya son casi las ocho y apenas empieza a aparecer el sol. Miro el fondo de mi vaso de café, intentando encontrar una imagen, un mensaje, algo. Al frente tengo ese enorme barco ruso, a medio hundirse, que me permite pagarme el nuevo departamento en Recoleta, donde me espera Mónica, que seguro sigue dormida. Mónica no es enfermera ni baila salsa como Myriam, pero es una chama buena, sencilla, decente y sin hijos. Ella cree que trabajo haciendo radiografías. En diciembre, cuando pase el frío, quizás nos vamos unos días a Uruguay. Nos hace falta playa. Nos hace falta Caribe, sal, casa, guayoyo. A lo mejor convenzo a mamá de venirse a pasarse un rato. Me levanto del banco. Las señoras con sus poodles le han dado la vuelta al parque y vuelven a cruzarse frente a mí. Les doy los buenos días y camino rumbo a ese enorme mausoleo de los años setenta. Un navío ruso lleno de esclavos negros y una rata venezolana esperando llegar a puerto. Gracias señor Clorindo.