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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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Llamando desde Rifles Park

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Por Raquel Abend van Dalen


No connection, por Violette Bule


Había publicado el anuncio en un periódico local hacía más de un mes. Sabía que tomaría un tiempo antes de que alguien respondiera, pero estaba dispuesta a esperar lo necesario. En un principio, Helena había considerado la posibilidad de contratar a una enfermera. Una mujer entrenada para lidiar con los asuntos corporales con naturalidad. Sacar y meter sangre con esa dulce precisión generada por la rutina. Manejar situaciones escatológicas como fórmulas matemáticas. Pero esa relación insípida con el cuerpo humano no podría funcionarle. Necesitaba que otro tipo de mujer se apiadara de ella. Una dispuesta a sentir repulsión hasta el éxtasis. Alguien cansada de haberlo visto todo, preparada para que la vida volviera a sorprenderla, sacarle un grito, de esos que reposan en la boca del estómago en un infierno aburrido.

Cuando atendió el teléfono, escuchó la respiración nasal de la mujer al otro lado. Su pulso latía fenomenalmente.

—Llamo por el anuncio —dijo, finalmente, una voz retraída.

Helena permaneció en silencio, dejándose arrullar por su piedad.

—Me gustaría comenzar ahora mismo —agregó, firmemente—. No tienes que decirme tu nombre, solo confirma que eres la que envió el anuncio y que me pagarás la cifra ofrecida.
—Soy yo. Te pagaré lo que ofrecí.
—Muy bien. ¿Estás lista? Ponte cómoda.

Helena se llevó el teléfono al cuarto y se acostó en la cama.

—Estoy cómoda.

Esa noche era luna llena. El viento azotaba las ventanas que se abrían y cerraban violentamente, al mismo ritmo de un animal galopando con furia. Solo veía las curvas de su pecho subiendo y bajando, cubierto por esa grama grisácea que le forraba toda la piel. Las pezuñas ambarinas de los pies estaban erguidas con el mismo orgullo de un caballero medieval. Antes de aullar, colgó el teléfono. Helena se quedó dormida, con las patas extendidas casi inertes. Una sensación de embriaguez la había aniquilado hasta el cansancio.

La siguiente noche volvió a sonar el teléfono a la misma hora.

—Llamo por el anuncio —dijo la voz nasal y tímida del día anterior.
—Gracias por llamar de nuevo —se atrevió a decir Helena.
—¿Estás cómoda?

Así pasaron las noches de esa semana, siguiendo el ritual sacro de acabar consigo misma hasta la mañana siguiente. Obedeciendo instrucciones dictadas por la voz de una mujer misericordiosa. La podía imaginar lampiña, con una piel tan negra y pulida como una piedra ónix. El cuerpo fuerte meneándose sobre su piel de bestia, mojándola con sus fluidos de mujer. Pasaba las horas del día deseando escucharla, aguantándose las ganas de tocarse sin su aprobación.

El segundo lunes sonó el teléfono a la misma hora. Helena sintió que ya podía exigir algunos cambios.

—Llamo por el anuncio —dijo la voz habitual.
—Dime Helena —suplicó.
—Helena, ¿estás cómoda?
—¿Cuántas noches más me llamarás?
—Cuantas noches me necesites —respondió con una sensualidad forzada—. ¿Estás lista?
—¿Cómo eres? Háblame de tu piel.
—¿Mi piel? —preguntó arisca—. Es como quieres que sea —dijo, después de una pausa—. ¿Cómo te gusta la piel?
—Lisa. Oscura. Brillante.
—Helena, mi cuerpo liso, oscuro y brillante te desviste lentamente.
—¿Podrías sustituir “desvestir” por “afeitar”?

Una pausa incómoda se filtró por el auricular. La voz nasal aspiró profundo y terminó por responder de nuevo con goce impuesto.
           
—Te afeito lentamente…
—Helena —agregó ella, haciendo énfasis en la pronunciación de la hache, como si fuera una jota.
—Te afeito lentamente, Helena —repitió la mujer, ásperamente.

Para que la llamada no le saliera tan costosa, Helena decidió sustituir el resto de las palabras en su mente. Como de costumbre, colgó antes de soltar ese aullido iracundo que tanto le costaba contener durante el día.

La siguiente noche no sonó el teléfono, ni a la misma hora, ni después. Helena aguardó inquieta, dando brincos en cuatro patas alrededor del cable por donde vendría el sonido milagroso del socorro. Desesperada, se dedicó a buscar las afeitadoras rotativas y de láminas, las máquinas eléctricas, los potes de cera para calentar, las paletas de madera con las que abría los labios de su vagina como a la boca de una niña enferma. Todo lo sacó de una caja, con brusquedad rabiosa. Calentó la cera y la dejó caer hirviendo sobre los muslos, para luego adherir un papel que arrancaría la pelambre. Así repitió el procedimiento hasta quedar dormida, como un pollo de carne cruda y erizada.

El miércoles en la noche sonó el teléfono.

—Llamo por el anuncio.
—¿Por qué no llamaste ayer?

La mujer permaneció callada unos segundos. Tras aclararse la garganta, continuó como si nada.

—¿Estás cómoda?
—Puedo pagarte el doble.
—Helena, ¿estás cómoda? —repitió la voz nasal, cada vez más enflaquecida.
—Ven a mi casa. Puedo pagarte lo que desees.

La mujer colgó el teléfono, dejando a Helena flotando en una niebla muda. Tras patear la mesa contra la pared, llamó a la compañía telefónica para rastrear desde dónde la había estado llamando la mujer. Le respondieron que la persona había estado utilizando un teléfono público a una cuadra de su casa, en el Rifles Park. Helena colgó y salió desnuda a la calle, sin ropa y sin su pelaje ceniciento. Las calles estaban solas, iluminadas por algunos faroles clavados en seguidilla sobre la acera. El viento helado infló sus poros como miles de esferas lunares. Registró todo el parque, dando largos brincos como una liebre espantada. Entre los arbustos, los columpios, las mesas de piedra. Al otro lado de la calle contempló a una mujer sentada en un banco. Se acercó con cautela, observando las piernas lisas sobresaliendo de la falda.

—Buenas noches —dijo Helena, esperando escuchar la voz de la mujer.
—Buenas noches —respondió ella, con una voz carrasposa, madurada por la edad—. ¿Estás bien?

Helena se acordó de que había salido desnuda y sintió vergüenza. Se sentó en el banco para taparse el pecho con los brazos.

—¿Necesitas ayuda? —insistió la mujer, tratando de ayudar a Helena, pensando que se trataba de una indigente.

Helena se acercó a la mujer y le sobó las piernas, sintiendo la firmeza de la piel lisa. Ella quedó petrificada, contemplando cómo le tocaban los muslos, la barriga debajo de la camisa, los senos, el cuello. La mujer observó la luz del farol sobre ellas, cada vez más lejana, más pequeña, hasta la completa oscuridad.




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