Por José Urriola
La máquina de hacer planetas.
Esta es una buena máquina para hacer planetas. Tú los imaginas y te concentras y se los cuentas a la máquina y ella te los hace. Este planeta es idéntico a la Tierra pero mejor, sin ninguno de sus defectos. Éste de aquí es de zafiro macizo, nunca un planeta ha sido tan caro ni tan azul. Aquel gigante gaseoso es de sorbete de limón y sus veintinueve anillos son de trocitos congelados de colmillo humano. Y ése de allá tiene atmósfera de feromonas, si la respiras más de la cuenta te mata de lujuria. Cada planeta que ves se las ha ingeniado para evolucionar, tienen ahora sus propios organismos unicelulares, sus primeras bacterias, sus intentos incipientes de vida microscópica. Algún día tendrán seres inteligentes que se reproducirán como virus y acabarán con sus propios mundos, querrán conquistar entonces a los demás planetas, someterlos, hacerlos idénticos al de origen, agotarlos, borrarlos del universo.
Esta reluciente que ves aquí es una nueva máquina. Una máquina buena para destruir planetas, antes de que sea demasiado tarde.
Segunda oportunidad.
He comprado una impresora 3D que funciona con material genético. Por aquí, por este puerto de entrada, le metes la materia prima con ADN humano; ya sabes, una placenta, un resto de cordón umbilical, una raspadura de epidermis, un trozo de hígado, esas cosas. Y por este segundo orificio de entrada tú le metes una historia, un relato que construya la identidad de alguien, porque al final –ya lo dijo Wittgenstein– no somos otra cosa que monstruos de palabras. La impresora la funde todo, y con eso imprime gente.
Listo, ahora me voy a sacar las tripas y aquí te dejo mi autobiografía. Me despido. Búscame por el ducto de salida, al otro lado. Ojalá que mi sustituto sepa ser mi mejor versión, y que en esta segunda oportunidad que tendré, él lo sepa hacer por fin mejor que yo.
La droga preventiva.
He sintetizado una droga capaz de predecir la manera exacta en la que vas a morir. Basta con sacar unas gotas de sangre del interesado, someterlas al reactivo, dejar que se sedimente la respuesta en un matraz, inocular luego, por vía intravenosa, la sustancia resultante en el torrente sanguíneo. Inmediatamente, apenas la señal de la droga llegue al cerebro, el paciente tendrá una alucinación masiva, una imagen sólida, vívida y prodigiosa del momento de su muerte. Lo único malo, y no por eso consideraremos fallido el experimento, es que nadie hasta ahora ha sobrevivido a la experiencia, nadie capaz de vivir para poder constatar –más tarde y por segunda vez– la muerte anunciada.