Por Lizandro Samuel
Entró con prisa. Nada le sacaba de la mente la sonrisa así, toda grandota, del moreno de la esquina. Un amigo de su vecino. Alto, delgado, con un rostro que queda en la mente. Es demasiado hermoso, pensó.
Ya en su cuarto, cerró la puerta por un impulso inconsciente de demostrar pudor. La verdad, no era necesario: toda la casa estaba sola. Desde la muerte de su madre, se había acostumbrado, o eso fingía, a un territorio desierto. Una partida muy pronta, demasiado. Ni siquiera le pudo preguntar por qué su cuerpo tenía ese botón ahí. En biología de quinto grado le habían dicho que el cuerpo humano es perfecto, que todo tiene un por qué. Pero ese botón, al que llegaba por instinto, no cumplía mayor función que la de calmarle las trémulas manos cuando empezaba a sudar sin razón aparente.
Más allá de eso, en sus cumpleaños y en sus días, lo que más le costaba sobrellevar de la ausencia materna era el hecho de que se encontraba sola en esa isla mal llamada hogar, con un tirano mal llamado padre. Aquí se hace lo que yo digo, le repetía con una voz gruesa y ronca que en realidad escondía la zozobra anímica de un hombre que, de un día para otro, debió ocuparse de las cosas que solía atender su esposa; principalmente, de esa extraña mujer que devoraba a quien alguna vez fue su niñita. Por eso se casó con la excusa de tengo que echarle bolas, la vaina está difícil. Así justificaba no ver a su ahora adolescente hija sino solo en las mañanas de cada día al llevarla a clases, y durante los domingos. Un taxista que se fingía obligado a trabajar todo el día.
Con la puerta cerrada, sin necesidad aparente, empezó a quitarse cada prenda viéndose en el espejo. Lo hacía como, quería creer, le gustaría que alguna vez la desvistiesen a ella. La imagen del moreno pronto perdió fuerza. Cuando dejó su camisa beige, junto al sostén, sobre la cama, procedió a acariciarse unos senos bien formados. Hay material, hay con qué, mascullaba con una sonrisa que trataba de ser pícara. Imaginaba que esos contactos se los producía Fernando, su mejor amigo. O bueno, no lo imaginaba directamente, más bien pensaba en esos brazos duros que la abrazaban cuando sentía que nada tenía sentido. Recordaba cómo colocaba su cabecita sobre unos pectorales nada blandos, nada cómodos, pero que en ocasiones trasladaban la humedad de sus ojos a otro lado. Sí, ahí, donde se estaba empezando a tocar por encima del pantalón.
¡No!, se dijo, al darse cuenta de que ya su respiración adquiría ese ritmo particular. No, se repitió sonriendo por sonreír, sacándose el pantalón y las pantis. Entonces, el nombre de Carlos irrumpió en su mente. Esas manos delgadas, ese cuerpo flaquito, pero es que ay, es muy hermoso. Y esos ojos de malote con los que se paseaba por el salón. Lo amo, se dijo, ya resignada a no verse más en el espejo, ya rendida sobre la cama, ya entregada a esos movimientos que nunca supo cómo aprendió a hacer. Esos movimientos que fue perfeccionando, que eran su secreto detrás de esa cara de indignación cuando uno de sus compañeros lanzaba bromas morbosas, de doble sentido.
El timbre sonó. Ya ella estaba sentada, viendo en la televisión a Juan Alberto González debatirse entre Josefina Margarita y Andreina López Hurtado. Ojalá todos los hombres fueran así, suspiraba mientras disolvía ese halo de culpa que arremetía contra ella al rememorar cómo se había llevado los dedos a la boca para probar qué le salía de ahíabajo. Eso salado, aceitoso, un poco espeso que, al fin y al cabo, no le supo tan mal. Y entonces se reprimía. Y entonces fue cuando sonó el timbre.
Hola, bonita. Carlos saludaba con una media sonrisa de tipo malo de mini serie juvenil. Mi amor, ¿qué haces aquí?, respondió ella con una sorpresa alegre. Vine a estudiar, ábreme pues, dijo él mientras se aferraba a la reja. Ajá, a estudiar, pronunció ella introduciendo la llave.
Carlos, francamente, era un buen novio, pero estaba dispuesto a acelerar lo que ella no quería acelerar. El tiempo de Dios es perfecto, le decía su tía, para aconsejarla, para impedir que cualquiera llegara queriendo entrar y ella le abriese la reja así como así. Pero Carlos no era cualquiera, claro que no, era su novio, su amor, el amor de su vida.
La puerta de la casa quedó abierta. Ella decía que los vecinos eran muy chismosos, y su papá la obligaba, cada vez que alguno de sus amigos, o Carlos, fuera a visitarla y él no estuviera, a dejar la puerta abierta y la reja cerrada. Era su intento de garantizar que allí no pasaría nada.
Vamos a la cocina, dijo Carlos con la malicia de quien conoce cada rincón de la casa. Tengo sed, agregó.
Desde la puerta de la entrada no se veía la cocina, e ir al cuarto de su novia sin protocolos era cruzar la línea de lo sexy para llegar al abuso. Ese día, estaba decidido.
Se besaron como se besan dos adolescentes vírgenes ansiosos por perder tal condición. Se tocaron con avidez, sin pausa, sin recato. Solo te puedes quedar hasta las cinco, advirtió ella distanciando su rostro. Mi papá está llegando más temprano, además, eso está muy peligroso por ahí, sentenció. Ajá, ajá, jadeó él insistiendo con las manos, con los besos.
La risita de ella ante el desespero de su novio escondía una humedad imperante, que quería decidir por sí misma. Sin tener muy claros el cuándo, se descubrieron acostados sobre el piso, vestidos, en posición de misionero.
Él le apretó los muslos. Le mordió los pechos. Le lamió la oreja. Luego, trató de explorar ahí.
Carlos, cálmate. Carlos, no. Carlos, ya va. ¡Carlos! Pero Carlos no escuchaba, estaba decidido. Y en esa decisión trató de forzar una correa. Una pantis. Su mano quería abrirse paso contra la reticencia.
Ayudado de una perturbadora habilidad logró inmovilizarla apretándola en el cuello con una mano, mientras que con la otra se soltaba él mismo el pantalón. Ella, ahogando gritos, mezclando rabia con tristeza, pudo atinar una patada, con el talón, en los testículos del amor de su vida.
Se paró y corrió; sin embargo, la sorpresa apenas le permitió quedarse expectante en la entrada de la cocina. ¿Carlos?, preguntó con una confusión emocional que, tras los bastidores de la consciencia, mostraba preocupación. Carlos, con maneras teatrales, se puso de pie presumiendo dificultad. Silencioso, buscó con la vista el cuchillo más largo, el que se mostrara como el más peligroso. Ya con el mismo entre unos dedos cargados de brutalidad, lo presionó contra su cuello. ¡O te dejas o me mato!, gritó.
Pasmada, la culpa le ganó a la indignación. Mi amor, no, yo te amo, pero no… no hagas eso, rogaba al ver el cuello de Carlos hundido por el cuchillo. ¡Cállate!, insistió él, ¡si me amas, hazme el amor!, ¡si no, me mato! Acto continuo, jugando al emo, se hizo un corte en la muñeca izquierda. La sangre cayó al mismo tiempo que las lágrimas de su novia, quien quiso huir, recordar la hora, rogar que fueran más de las cinco para usar eso como excusa para alejarlo de su vida por ese día, quizá para siempre. Y se fue hasta la entrada de la casa. Abrió la reja. Y no supo en qué momento se hizo tan tarde, en qué momento empezó a oscurecer. Solo quiso correr, correr por las entrañas de una oscuridad que la devoraba y con ella a los retazos de su niñez. La luna, dramática, difuminaba su luz con la de los faroles de una avenida sin gente, en la cual no aparecía su madre, su papá, nadie. Se sintió sola, desamparada, exiliada de un mundo que creyó conocer. Deteniéndose en no sabía dónde, solo pudo pensar que la noche había llegado demasiado rápido.