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Crónica realista de una visita imaginaria

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Por Krina Ber

     




     El Museo de Cera —nuevo logro del Gobierno Revolucionario— ya llevaba siete semanas operando   en el centro de Caracas, cuando lograron por fin visitarlo. El problema no era el ínfimo precio de las entradas, sino las colas o la vacuna que había que pagar para llegar a adquirirlas. Finalmente, el padre dio con un buen contacto; consiguió hasta un permiso especial para traer a Manolito y blandía las cinco entradas como un trofeo en todas las colas que todavía les tocaban para entrar. Dividían el público en grupos de quince que iban a recorrer el museo bajo la tutela de dos guías, hembra y varón, de intachable preparación profesional.

   Debido a los efectos de la guerra económica, el Museo operaba, por ahora, solamente con la sección de Historia, dejando para más adelante las de Arte y de Ciencia. En el futuro, cada sección tendría una Cueva de los Horrores con sus propios delincuentes, y la de esta ambicionaba incluir a los peores villanos desde el zar de Rusia hasta Donald Trump… pero tampoco estaba lista. Entiendan, bromeó el guía varón: hay demasiados candidatos en cola.

   Algunas figuras de cera tampoco estaban listas, reemplazadas, por ahora, por imágenes tamaño natural recortadas en cartón, pero al menos sus fichas históricas estaban completas. Los guías leían esos nutridos textos con una velocidad inverosímil que, sin embargo, no mermaba la calidad de su dicción. Las hermanas mayores, a quienes les cuesta pronunciar una frase completa, escuchaban con la boca abierta, y solo Camila, la menor y la más veloz de la familia, captaba todo, pero ninguna proeza verbal pudo evitar la decepción de su corazoncito, cuando su sueño de sacarse un selfi con la figura de Taylor Swift se había convertido en cenizas. Después de recorrer en Google los museos de cera de ciudades como Londres, Ámsterdam y Barcelona, llegaron aquí con grandes expectativas —especialmente ella— olvidando que el nuestro difícilmente expondría a los superhéroes de Marvel o cantantes de moda del imperio. Papá, pendiente de Manolito, solo rezaba para que el entretenimiento no durara mucho.

     ¿Podemos pasear solos por el museo?, preguntó alguien.
  Esta opción no está contemplada en el reglamento. Pero podrán hacerlo en el cafetín al final del recorrido.
     ¿Y hablar?
  Les agradecemos no intercambiar opiniones de manera desordenada; con gusto contestaremos sus inquietudes al terminar la presentación de cada muestra.

     Aclarados esos puntos, entraron a la primera sala, donde los recibieron de frente los cuatro perfiles de los padres de la lucha revolucionaria­ —Marx, Engels, Lenin y Stalin— y debajo, varias figuras de cuerpo entero de los dos últimos dirigentes, algo destruidas, pero aún reconocibles. Eran reliquias soviéticas, explicó la guía hembra, salvadas de la hecatombe de estatuas durante la así llamada perestroika, y finalmente, veinticinco años después, donadas para este Museo. Como para contrarrestar su ruina, dos figuras jóvenes y grandiosas, El Soldado y El Obrero, levantaban los brazos entrelazados ante la pared opuesta cubierta de masa humana y estandartes rojos. Estas figuras, obra del famoso escultor… comenzó a recitar el guía varón cuando Manolito manifestó por primera vez su descontento escupiendo el chupete con que trataban de callarle la boca. La guía hembra preguntó con irónica dignidad por la madre de ese menor, y papá contestó que estaba de viaje, exhibiendo el permiso especial que le debía a su contacto. Las hijas arrullaban por turnos al bebé y no sabían dónde meterse. Por suerte, un chico con lentes desvió la atención general.

     ¿Son gays?, preguntó con la vocecita aflautada de sabelotodo precoz, provocando carcajadas del público y cierta rigidez de los guías:
     No, miamor. ¿Cómo te llamas? ¿Carlitos? La respuesta es no, Carlitos. Ellos se dan la mano en un gesto fraterno, ¿entiendes?

     Camila aprovechó esas distracciones para colearse entre las piernas de los visitantes hasta la del Obrero y pellizcarlo en la pantorrilla, pero no logró arrancar ni un pedacito de cera. Nadie lo notó aparte de Carlitos. Una chispa de aprecio brilló en el cristal de sus gafas y ella confirmó el contacto con su mejor sonrisa en la que faltaban dos dientes.

     Siguieron salas interminables donde líderes  de talla de Fidel Castro, Mao y Kim-Il-sunginteractuaban con líderes latinoamericanos como Lula y Evo Morales, mientras los guías exponían por turnos los logros históricos de cada uno, hasta que llegaron por fin a la parte de nuestra historia nacional. Manolito se resignó a dormitar babeando la camisa de papá y la joven gorda embutida en un bluyín soltó la mano de Carlitos.

     Maniobraron para encontrarse mientras la gente se dirigía en manada al siguiente recinto, dedicado a Francisco de Miranda

      ¿Es tu madre? preguntó ella en susurro.
      Hermana. Se llama Yuribel, susurró él de vuelta.
     Mis hermanas son esas tres y se llaman Victoria, Verónica y Vanesa.
      ¿Y tú? ¿Valeria?
     Camila, corrigió la niña: soy de otra generación. Tercer grado.
     Yo también… (mintió: cursaba segundo, pero quería estar a la altura).

     La mirada asesina del guía hembra que iniciaba la historia del Generalísimo los hizo callar. El prócer, con el semblante marcial y la camisa rota descansaba sobre un estrecho camastro carcelario, con un pergamino por delante y una pluma de ganso en la mano. Un cabo de vela chorreaba sobre la tosca mesita de madera. Tres escalones y un cordón separaban la muestra del público y era mucho más difícil acercarse a la figura que en las salas precedentes donde ella había logrado pellizcar algunas. La única manera era hacer como que hizo, de una vez, pese a los desesperados pssst pssst de papá, que trataba de detenerla.

      ¡Ey, niñaaaa!

     Se armó el alboroto. Los dos guías se lanzaron hacia Camila gritando que estaba prohibido tocar las estatuas, mientras ella se abrazaba a Francisco de Miranda y pedía con inocencia angelical, papi, sácanos una foto, porque ella solo quería eso: un selfi con su prócer favorito. Varias personas la apoyaron. En todos los museos de cera del mundo uno puede fotografiarse con las figuras, protestaban, mientras el guía varón trataba de agarrar a la niña sin poner un pie, él, del lado interno del cordón.

     ¡Pues aquí no se puede!, vociferó la guía hembra. Este es un museo educacional, ¡no un antro de frivolidades!

      En el intento de no ser arrastrada por los escalones la niña se asió de la cobija que arropaba al prisionero y la arrancó. Unas mujeres estiraron el cuello con la morbosa expectativa de que el prócer estuviera tan bien dotado como lo dicen las leyendas, pero el OOOH colectivo que siguió no reflejaba ese tipo de admiración. Camilita lanzó un alarido de susto.

     Porque Francisco de Miranda no tenía eso ni nada de lo que sugería la cobija: la pierna derecha doblada y la izquierda colgando con elegante abandono del camastro. De la cintura para abajo revelaba un andamiaje de cabillas con apenas un relleno de papel periódico en los lugares necesarios para que la manta simulara el resto.

     El guía varón levantó en vilo a la niña y la arrojó sobre sus tres hermanas, mientras la hembra acomodaba deprisa el estropicio. Los que estaban más cerca captaron su susurro al compañero acerca de las barandas de vidrio y el airado siseo de él con la palabra concluyente: pressupuessto. Luego alzó el tubo y se dirigió al público:

     Compatriotas, lamentamos mucho lo que acaba de ocurrir. En efecto, la guerra económica ha impedido culminar algunas obras con la perfección a la que aspiramos. Reiteramos que no está permitido interactuar con las figuras y recordamos a los padres y representantes su responsabilidad de vigilar a los menores de edad. A la próxima tendremos que evacuar a toda la familia.

     Papá le torció la oreja en un sádico silencio. Los visitantes se sentían vagamente estafados. Pero habían soportado muchas horas de cola para adquirir las entradas y estaban empeñados en seguir el recorrido. Sobre todo, porque la próxima sala estaba destinada al mismísimo Bolivar, inmovilizado —él, sí— tras el vidrio protector en el gesto de dirigir con la espada la carnicería de hombres y caballos que se libraba sobre las paredes. Los presentadores se lucieron tanto con la vida del Padre de la Patria, que los incidentes menores se olvidaron, y la asistencia cayó en estado soporífico, incluyendo al bebé, sumido en un sueño profundo, y a papá, que aflojó la mano dejando libre a su hija menor.

  Mi turno, susurró Carlitos casi inaudible cuando se encontraron al pasar a la sala siguiente, y le enseñó con disimulo un lápiz bien afilado. Pero se quedó con la boca abierta, al igual que los adultos.

     La próxima sala, la más suntuosa de todas, estaba destinada a los Forjadores de la Historia Actual: el presidente y la primera dama desplegaban su seguridad confiable sobre un pódium mucho más alto que los precedentes, acompañados por sus más destacados ministros (que ya no ostentaban las carteras anunciadas en las pancartas, pero seguían con otras); y a todo el grupo dominaba la imponente figura del Comandante Eterno, espíritu sagrado del destino de la nación. El trabajo de los escultores, la escenografía y la iluminación ameritaban de sobra el sonoro aplauso que les dedicaron los presentadores y algunos de los visitantes. Rodeaban la plataforma guardaespaldas armados en diferentes posturas de alerta: figuras dispuestas allí (explicó el guía varón) como recurso psicológico para disuadir cualquier acto de vandalismo de los posibles enemigos infiltrados en el público.

     Ouau. El recurso funcionaba conmigo: qué pava me dieron esos uniformados, sobre todo el que apuntaba su ametralladora directamente a Manolito. Traté de empujar un poco a papá, pero se burló de mí: son muñecos de cera, Camila. Encima, la guía hembra me tenía en la mira desde lo del Generalísimo, y el amiguito había dicho que era su turno, no el mío. Así que me quedé inactiva, siguiendo con disimulo las maniobras de Carlitos que se desplazaba a hurtadillas hacia la muestra, evitando el ángulo de visión de los guías. Dejé de respirar cuando lo vi avanzar poco a poco hacia el guardaespaldas más cercano; desde donde se hallaba le sería fácil pinchar la figura. Yo sabía que cera era solo cera, pero aun así me decepcionó la cobarde prisa con la que Carlitos se devolvió al grupo y solo recobré el interés cuando vi que algo no estaba bien: temblaba, todo pálido y pegado al trasero de su hermana hasta el final de la presentación.

     Lo pillé cuando terminó el alboroto de aplausos y el grupo se dirigía hacia el cafetín. Yo quería un refresco, Vanesa helado y Verónica gomitas; papá advertía que no éramos millonarios. Además, ya avisaron que no había agua, así que tampoco habría café y los baños estarían cerrados. Menos mal que Victoria metió un dedo debajo del pañal y Manolito aún no se hizo; en el cafetín íbamos a calentarle su tetero. Carlitos casi corría, escondido detrás de Yuribel.

     ¿Te pasa algo?
     Sí, me pasa, Camila… No son figuras de cera.
     Pero ¿qué dices?
     Eso. Que no lo son.  
     ¿Y qué son, pues?
    ¡Qué sé yo! Serán guardaespaldas de verdad-verdad. Al menos ese… Será un brujo o un robot, mira que le clavé el lápiz en la pierna y no se ha movido ni un poquito, nada, Camila… pero me habló. Te lo juro, ¡me habló! Super bajito, así, como de debajo de una máscara.

     Eso fue lo que más asustó a Carlitos. Que no chillara, que ni un ay… Y sin embargo dijo algo que solo él pudo escuchar, una frase que tenía un acento oriental y no parecía propia de un robot:

      Vuelve a hacelo, niño, y te alanco una pielna.

     Y quién dijo que nuestro Museo de Cera no tenga atracciones emocionantes. 




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