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La muchacha de los ojos de esmalte

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Por Liliana Lara

Mi Copelia está hecha de retazos. Como un Frankenstein, ahora que lo pienso. Nunca nadie me contó su historia, por eso tuve que irla armando con lo que pude conseguir aquí o allá, dentro o fuera del escenario. Yo tendría diez años en aquellos días y bailaba con tutú rosa todas las tardes junto a otras niñas, de tutús rosas o blancos, mientras un chico de veinte tocaba el piano y una rígida maestra de ballet marcaba el ritmo y sus cambios. Un dos tres, un dos tres, las tardes se iban entre vueltas y vueltas, y el tan esperado momento de esconderse a comer chucherías. Un dos tres, un dos tres, todas las niñas parecían muñecas de cuerda, graciosas y acompasadas. Un dos tres, un dos tres, la maestra siempre tenía algo que corregirme: endereza las piernas, esconde el brazo, baja los hombros, levanta la cabeza. En aquel entonces no me podía explicar por qué me había escogido entre todas las bailarinas chicas para bailar junto a una de las grandes, una que hacía de solista. Bailaría junto a la que haría de Sunilda, en la escena en la que se hace pasar por Copelia, en el acto de fin de curso.

Yo, que de entre todas las niñas, era la que peor bailaba. Yo, la de las piernas más largas pero torcidas y el brazo de cera, acompañaría a una de las protagonistas. Tal vez porque la chica que hacía de Sunilda era tan bella como un cisne, necesitaba ser revoloteada por un patito feo para resaltar más aún su belleza y su dolor en el preciso momento en el que se quiere hacer pasar por una autómata. Eso lo pienso ahora, por supuesto. En aquel momento yo no sabía ni de autómatas ni de bellezas. Y no me imaginaba qué pasaba en Copelia.

La chica que hacía de Sunilda se llamaba Gracia y tenía una gracia única recorriendo el escenario tan llena de tristeza en algunas escenas, pero con tanta fuerza y alegría en otras. Yo trataba de descubrir el motivo de su tristeza, como si fuese cierta, y la perseguía bailando tras ella, casi corría para poder seguirle el ritmo a su agilidad y su destreza. La maestra me hacía señas con las manos para que frenara. Todo el tiempo la maestra me hacía señas y muecas. De tanto correr, parecía que yo bailaba, pero no, la verdad es que lo mío no era el baile, sino la historia. Yo estaba allí por insistencia de mi madre y de algún médico, nada más, de lo contrarío hubiese preferido estar tirada frente al televisor. Cada tarde, corriendo y corriendo tras Sunilda, olvidaba la coreografía porque todo el tiempo estaba tratando de entender la trama. Pero la historia era un misterio que solo la rígida maestra de ballet, las protagonistas de la obra y alguna que otra chica conocían bien. El resto éramos solo niñas que debían memorizar pasos y posiciones. Bailar vestidas de chinas o de bailarinas flamencas. Y luego posar, para el beneplácito de los padres.

            Había algo en Sunilda tratando de ser Copelia que me fascinaba. Había algo en Copelia queriendo ser humana que me llenaba de curiosidad. Era como si la una quisiese ser la otra y viceversa. Les preguntaba a las demás niñas por la historia del ballet, pero ninguna sabía decirme a ciencia cierta de qué se trataba, o poco les interesaba. O tal vez si conocían el cuento, pero ninguna me lo contaba, ocupadas en odiarme por ser la elegida para bailar con una bailarina grande. Yo, la de las piernas raras y brazo muerto, acompañando en el baile a una de las bailarinas grandes. Yo, a pesar de mi tiesura, o tal vez por eso. Tal vez por eso.

Tantas veces corrí tras una Sunilda que quería ser Copelia. Quería alcanzarlas a ambas, ser las dos al mismo tiempo.

Cada tarde algún pedazo de la trama se me revelaba: Copelia era una muñeca de cera con mecanismos de cuerda que algún relojero loco le había instalado para que se moviera. Su nombre real era Miri y vivía cerca de mi casa, por eso algunas veces volvíamos juntas en el autobús de la escuela, aunque nunca nos hablábamos. Miri apenas me miraba, siempre estaba en su papel de figura mecánica, demasiado viva y demasiado muerta. Gracia en cambio era toda efusión y pellizcos, por eso daba tanta grima verla transformada en muñeca.

Miri bailaba en el escenario como si no fuese humana. Sus muslos parecían articulados por verdaderos artefactos mecánicos. Sus manos eran auténticas manos de palo. Sus ojos se ponían fríos como vidrios y no miraba hacia ninguna parte. La maestra le había dicho: "Copelia tiene ojos de esmalte". En el autobús, me sentaba detrás de su moño y la observaba durante todo el viaje. No sé qué edad tenía, pero a mi me parecía grandísima. Era una chica muy alta y callada. Vivía a pocas casas de mi casa y solía pasar un rato de las tardes con un abuelo que hablaba una lengua extranjera. A veces los miraba en el jardín de su casa, sentados, conversando muy poco. A veces escuchaba la voz de la muchacha de ojos de esmalte, hablando en esa otra lengua que la hacía a ella misma parecer otra, más metálica. El abuelo era un relojero ruso, me imaginaba yo mientras pasaba frente a aquella casa, camino al abasto o a cualquier otra parte. Copelia en la ventana, como ocurría en el escenario, cada tarde en la escuela de ballet. Copelia en el jardín, sentada un minuto al lado del viejo, antes de entrar al encierro definitivo de su casa y perderse de mi vista y de mi imaginación hasta la siguiente tarde.

Miri se llamaba María y muy pocas veces tenía las medias rotas. A las otras, en cambio, solo les compraban medias para el día de la presentación final, el resto del año iban con medias de hilos idos por todas partes. Yo misma tenía unas medias desastrosas, mucho más luego de pasar tantas tardes corriendo tras la agilidad de Sunilda. La maestra me miraba con mala cara mientras me corregía. No podía imaginar yo realmente por qué me había elegido. Algo en su mirada me decía, además, que pronto se daría cuenta de su error.

Era para que Franz la quisiera, entendí luego de tanto correr-bailar tras ella, que Sunilda se hacía pasar por muñeca. La suerte de las autómatas, las bellas las desean. Franz era otra chica que se había cortado el pelo al ras para la ocasión, porque no había ningún bailarín en aquella escuela que pudiese tomar el papel. Tenía brazos y muslos muy fuertes para poder levantar por los aires a Sunilda o a Copelia, y se veía muy contenta en su rol. A las gordas -había dicho Sunilda una vez en algún descanso- siempre las ponen a hacer de hombres. No era de extrañar entonces que Franz se hubiese ofendido y hubiese preferido amar a una autómata. No era de extrañar que todas amásemos a Copelia, la callada, la artificial, la que nunca metía la pata.  

Así transcurría el tiempo mientras yo corría cada vez más veloz tras mis elucubraciones. Algunos días antes de la presentación, la maestra me frenó completamente. Sunilda volaba por el escenario y yo, a pesar de mi pesadez, corría en estampida tras de ella, cuando de pronto sentí una mano en mi brazo-bueno que me haló con fuerza hacia fuera de mi circuito de mosca, arrancándome así de esa historia para siempre y metiéndome en otra en la que yo era la protagonista. Entonces lo entendí: yo era la verdadera muchacha de ojos de esmalte, la autómata, la de movimientos mecánicos, la que se quedaría sentadita en su silla detrás del escenario, con su brazo de cera. Tendría que estar allí, inmóvil, esperando las poquísimas escenas en las que solo sería una cabecita por allá atrás, otra chinita más, entre todas las niñas a quienes les tocaba bailar la danza china.

Mi Copelia está hecha de retazos igual que mi cuerpo. Por más que corrí, nunca alcancé su historia completamente y tuve que armarla con lo que fui recogiendo en las esquinas, en las conversaciones del vestidor, en los pasos y en las posiciones, en los entretelones y en mis propios movimientos.



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