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Juzen Fujiwara, el guardián del hielo

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Por Jacobo Villalobos





“Has mirado tu sombra desde el puente
Y te ha extrañado”.

José Watanabe. Refulge otra vez el sol.

Entre la niebla
toco el esfumado bote.
Luego me embarco.”

José Watanabe. Mi ojo tiene sus razones

I
Más de cien años después, durante un viaje a Japón, José Watanabe hizo una serie de descubrimientos que lo llevaron a que escribiese poesía casi a diario. Primero, supo que su verdadero apellido era Hasegawa. Luego, que los paisajes que pintaba su padre eran los de su infancia más lejana, antes de que fuera adoptado por la familia Watanabe y su vida se arruinara. También, que su abuelo, Tomonozuke Hasegawa, había sido poeta como él. Se trataba de un espadachín reputado por sus haikus, los cuales, se decía, eran hechos como si la vida se le presentase como un fenómeno delante de él y el tiempo estuviese detenido. Eran poemas muy cuidados, donde cada palabra parecía encontrar su lugar ideal, después de una larga, muy larga meditación. Incluso, José Watanabe llegó a leer que la habilidad de Tomonozuke con la espada era solo superada por su habilidad con la pluma y la caligrafía.

Teniendo eso en mente, cuando Watanabe regresó a Perú, empuñó su lápiz, imaginando que era una katana, y empezó a escribir sin pausa durante todo un año.

Al termino de ese tiempo, el poeta regresó a Japón con sus textos bajo el brazo, y con la idea de dejarlos en la lápida de su antepasado para rendirle homenaje. Fue en ese viaje donde hizo el descubrimiento que lo llevaría a dejar de escribir poesía.

Durante esa segunda visita al país nipón, José averiguó, leyendo el koseki de Tomonozuke, que este también era conocido por su crueldad, y que se le atribuían un centenar de muertes: una por cada haiku, ya que, según decía su leyenda, escribía sus versos inspirándose en los asesinatos que llevaba a cabo. “Son textos hermosos escritos con la sangre de sus víctimas, muertas también hermosamente”, decía un antiguo recorte de periódico. Después de leer aquello, Watanabe entendió de forma distinta la comparación entre la pluma y la katana, y se avergonzó de haber pensado en su lápiz como en una hoja afilada. En las últimas líneas del texto biográfico, se decía que al final de sus días, Tomonozuke había asesinado más personas que escrito poemas, por ello, en su sangre se transportaba una deuda: alguno de sus descendientes tendría que nacer poeta para equilibrar la cuenta entre muertes y poemas adquirida por el samurái. “Quizá”, pensó el peruano, “por eso mi padre se dedicó a la pintura: para alejarse de la poesía”.

Lleno de indignación, Watanabe quemó sus poemas, regresó a Perú y no volvió a escribir porque le parecía que lo correcto era que su antepasado pagara él mismo su deuda en otra vida.

Fue así como se perdió la época más prolífica del poeta peruano y su carrera llegó a su fin. A pesar de que sus allegados le insistieron en que volviese a tomar un lápiz, Watanabe se negó con los labios fruncidos en cada ocasión.

No obstante, todo aquello fue un error, y el poeta dejó una huella de tristeza en el mundo de la poesía innecesariamente: por la emoción de haber tenido un abuelo samurái, Watanabe olvidó que también tenía un abuelo materno y se dedicó a leer solamente sobre Tomonozuke, dejando de lado a Juzen Fujiwara, el heladero de Iwakuni. Si hubiese leído sobre aquella parte de su árbol genealógico, quizá hubiese publicado el centenar de poemas que había redactado durante el año pasado y hubiese seguido con su oficio de artista incansable, pero Watanabe no se interesó en aquello, y aunque lo hubiese hecho era poco lo que podría haber encontrado: de Juzen solo había una foto, tomada en el Puente Kintai, donde el heladero aparecía de fondo, junto a su carrito, escribiendo sobre un trozo diminuto y cuadrado de papel.


II
Juzen Fujiwara vendía helados en el Puente Kintai, un lugar transitado por jóvenes parejas, cuando ya era entrada la noche, para jugar entre ellos sin que nadie los viese, y totalmente ignorado cuando era de día. Juzen vendía su helado cuando el sol era inclemente. Se diría que ese era el momento ideal para el oficio, pero durante el día nadie transitaba por ese puente descubierto, sin ninguna sombra. Por eso, Juzen tenía todo el tiempo para sí y su único trabajo era vigilar que el hielo no se derritiera, porque, a pesar de todo, seguía siendo heladero.

Durante esos días, en los que no veía a casi nadie, se dedicaba a escribir haikus en una pequeña hoja, una labor que podía tomarle todo el día. Como nadie lo molestaba, ni atravesaba el paisaje se le abría enfrente, el heladero podía invertir largas horas en meditar la palabra ideal que describiera la imagen que tenía delante de él, o la figura que se le aparecía en su cabeza –en esos momentos, también disponía de un largo rato para poder identificar los contornos de la ficción que creaba. Invariablemente, todos los días tomaba un papel cuadrado, muy pequeño, y lo sujetaba durante un largo rato; la pluma en la otra mano, y luego empezaba a escribir, una palabra cada dos, tres, cuatro horas. Eso hasta que el sol se ocultaba, momento en el que el puente empezaba a llenarse de parejas, y en el que Juzen comprobaba que había logrado mantener su hielo más o menos frío. Entonces se marchaba, arrastrando el carrito por los contornos del Kintai.

Como no le prestaba demasiada atención a sus haikus, el heladero, al terminarlos, los dejaba sobre el carrito, donde el viento, usualmente, se los llevaba. Así, casi siempre, cerca de las cuatro de la tarde, había un papel blanco sobre la madera del puente. Un cuadrado blanco que era barrido por la brisa hasta caer en el agua, desaparecer entre las tablas o esfumarse en la distancia.

Fue por eso que un día, a mitad de tarde, el espadachín Tomonozuke terminó con uno de los haikus de Juzen. El samurái iba corriendo, tarde para la llamada de los Kikkawa, uno de los clanes más poderosos de la zona. Por el miedo a perder su empleo, y por su reputación de espadachín poco responsable, decidió cortar camino por el Kintai. Tomonozuke avanzó sin fijarse en el heladero, y Juzen, acostumbrado a no ver a nadie, ignoró el encuentro. Sin que ninguno de los dos lo supiese, ese breve instante cambió el curso de la vida de ambos a partir de esa misma noche: el haiku que había escritor Juzen ese día fue pisado por Tomonozuke con tanta fuerza que el papel se adhirió a sus sandalias. Al llegar al recinto de los Kikkawa, el samurái fue despedido por su incompetencia. Pero en el momento en que se levantó del piso, aún cabizbajo y dispuesto a dejar la sala, el papel se zafó de su calzado y cayó a los pies de Tsunetake, cabecilla de clan. “¿Qué es esto, Tomonozuke?”, preguntó el señor, y luego, tras leer el haiku y hacer una larga pausa: “Por dios, Tomonozuke… esto es precioso. Cada palabra está en su lugar ideal”. El samurái no entendía; se quedó viendo a su antiguo empleador con gesto confuso. “Un haiku así te ha debido llevar varias horas, quizás días… Es perfecto y afilado”, continuó Tsunetake. “Eso explica por qué has llegado tan tarde y porqué siempre estas distraído: estás pensando en estas bellas obras”.

El haiku de Juzen salvó el empleo de Tomonozuke, quien de inmediato se convirtió en el favorito de Tsunetake; este le invitaba a comer, a pasear, a discutir textos… y la torpeza del espadachín lo llevaba a responder palabras al azar que el jefe del clan interpretaba como destellos de genialidad a ser interpretados.

Sin embargo, todo aquello amenazó con acabarse cuando el jefe de la familia le pidió al samurái que le llevase otro de sus poemas extraordinarios. Excusándose, Tomonozuke respondió que por el momento no tenía ningún otro que fuese presentable. Tsunetake contestó que aquello era extraño, porque seguramente un artista de su nivel tendría un gran número de haikus escritos. “Yo solo quiero volver a leer algo tan afilado como tu katana”. Tomonozuke volvió a excusarse y le aseguró que pronto le llevaría alguno para leer. Esa misma excusa la repitió a diario, cada vez que su señor le pedía por otro poema, tiempo durante el cual el samurái anduvo sus pasos en reversa intentando ubicar de dónde había salido aquel haiku.

Fue casi una semana después, cuando ya Tomonozuke volvía a su hogar, con aspecto derrotado y avergonzado, que anduvo por el Kintai justo en el momento en que el heladero se alejaba con su carrito y dejaba tras de sí un papel cuadrado con tan solo unas cuantas palabras. Tomonozuke sujetó el cuadrado blanco entre sus manos y sonrío, abriendo los ojos por completo. Se viró sobre sí mismo y se enrumbo al palacio de los Kikkawa. El señor de la familia le dijo que toda aquella espera había valido la pena, porque aquel poema era una joya, una proeza que lo llevaba a cuestionarse a sí mismo y a ver a toda la humanidad cristalizada en un diminuto papel. Después de eso, Tsunetake abrazó a Tomonozuke y empezó a llorar en su hombro.

El samurái comenzó a frecuentar al heladero a diario. En un inicio, solo se aparecía cuando las tardes acababan, pero para entonces, el haikuya había sido soplado por el viento y había desaparecido. Por ello, cambió su horario y se propuso visitar a Juzen cada media hora, cruzando el puente de lado a lado, haciéndose el distraído. No le decía nada al heladero, solo veía de reojo el papel que este tenía entre sus manos y esperaba a que lo dejara caer para, con velocidad, intentando que Juzen no se percatara, tomarlo para sí. Por sus ansias, el tiempo de espera se hizo cada vez más corto: cruzaba el puente cada veinte minutos, luego cada diez, esperando encontrar el haiku terminado y llevarlo apresurado ante su jefe.

Durante el primer mes, aquello se repitió a diario y el samurái pudo darle a su empleador un poema cada día. Parecía que así iba a ser durante mucho tiempo más; no obstante, después de ese mes, la producción de haikusdel heladero empezó a mermar y ahora requería de hasta cuatro jornadas para su culminación. Hubo casos en que un solo poema podía demorarse una semana entera, durante la cual, Juzen podía pasar días sin anotar una sola palabra.  La razón era que, sin que ninguno de los dos se diese cuenta, la continua presencia del samurái en el puente distraía al heladero e interrumpía la vida como fenómeno que se abría delante de él: cortaba su paisaje, su perspectiva, y con ello, como si la intromisión fuese una katana fantasmal, cercenaba su ficción.

Y, sin embargo, aquello no fue lo más lo terrible. Otra consecuencia que trajo la presencia continua y perturbadora de Tomonozuke, fue que Juzen empezó a dejar de cuidar de su hielo como debía: con la exactitud de un heladero; por lo que este empezó a derretirse sin que Juzen se percatara.

Las primeras veces, la diferencia fue muy leve: el hielo solo había llegado un poco disminuido a su hogar. Luego, después de algunas semanas, ya para inicios de la tarde, todo el hielo se había hecho agua.

A pesar de que intentó volver a cuidar de su hielo, tal y como había hecho durante toda su vida en el puente Kintai, algo que ignoraba hacía que su trabajo preciso estuviese interrumpido, como si alguna presencia lo estuviese trastocando y lo hiciera trabajar equívocamente. Se esmeraba, pero su hielo se derretía a paso apresurado. Por ello, los días siguientes no hizo más poemas, sino que se avocó a cuidar de su hielo. Aquello desesperó a Tomonozuke, quien, ahora sin disimulo, se quedaba muy cerca del heladero, vigilándolo para pescar sus haikus, los cuales nunca llegaban. Su presencia, cada vez más incisiva y acosadora, solo traía más inquietud para Juzen, cuyo hielo ya casi no sobrevivía la mañana.

Así, tras casi dos meses, Juzen decidió rendirse y admitir que ya no podía seguir siendo heladero porque había perdido lo que hace que un heladero sea uno: mantener su hielo frío bajo el sol. Su última jornada en el puente Kintai, la pasó llorando ante la mirada incrédula de Tomonozuke, quien pensó que todas aquellas emociones producirían un poema increíble, muy superior al resto. Pero en el fondo, el samurái sentía un agujero profundo en su estómago porque aquello le indicaba que algo se había quebrado: como si el puente Kintai se hubiese desplomado y caído al agua.

Los días siguientes, Tomonozuke los pasó solo en el puente, esperando por Juzen, el cual nunca llegó. El heladero había dejado su puesto. Y aunque el samurái lo buscó por todo Iwakuni, no pudo encontrar rastro del guardián del hielo. Juzen se había retirado, había colgado la toalla y dejado que el hielo, todo, se derritiera por completo. Se quedó en su casa, deprimido, sin volver a tocar su carrito o su pluma.

Aunque su familia intentó animarlo, nada parecía devolverle la alegría. Se pasaba los días en cama y aunque su hija hacía el esfuerzo por avivarlo y sacar de él una sonrisa, nada de lo que hacía tenía éxito.

Así se sucedieron los meses siguientes, luego los años. Durante ese tiempo, la familia de Juzen terminó por abandonarlo, por dejarlo solo en casa y marcharse; también se asentó la leyenda de que Tomonozuke había dejado de escribir haikus y que ahora, siendo él un samurái, la cantidad de asesinatos por su espada era mucho mayor a la cantidad de sus poemas, por lo que alguien debería pagar aquella deuda. Para ese entonces, ya Tomonozuke gozaba de una posición bastante respetable, obtenida por los casi 50 haikus perfectos que había dado a la familia Kikkawa, y ya no dependía de Tsunetake. Se casó con una buena mujer, vivió de su reputación de artista consagrado y admirado, y tuvo a un hijo, que, luego de la temprana muerte del samurái, fue adoptado por la familia Watanabe.   

Más de una década después, sin que nadie supiese de la coincidencia, y como Juzen no había dejado su hogar y Tomonozuke yacía muerto, la hija del heladero y el hijo del samurái se encontraron y unieron sus vidas, las cuales se trasladaron a Perú bajo el apellido Watanabe. El hombre, hijo del espadachín, se dedicó a hacer cuadros, pinturas sobre Japón, porque le recordaban a su infancia más lejana, cuando aún era feliz, y porque aquello lo mantenía alejado de la poesía y de la deuda de su padre.

De esa unión nació José Watanabe, quien, más de 100 años después, revivió la historia errada de Tomonozuke, olvidando por completo a Juzen, y terminó por convertirse en el miembro más infeliz y lleno de frustración de su árbol genealógico: un poeta que ya no podía escribir y que pasaba los días cuestionándose su identidad; caminando por la calle durante todo el día para distraerse, andando bajo el sol y sintiendo cómo este lo iba derritiendo a pesar de que él hacía el esfuerzo por mantenerse entero. “Diluyéndose (…) en su ardiente y perverso reino”.


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