recibe el corazón las impresiones
como la cera al toque de las manos.
Elías Calixto Pompa
Corto un retazo de organdí. Con las tijeras finitas bordeo la figura pentacular de un azahar de naranjo que he trazado sobre el género a grafito. Enhebro la aguja punta roma con sedalina verde pálido, hago un nudo atando los dos cabos, y paso una mostacilla color caña. La fijo con otro nudo en la base, y procedo a atravesar mi pentaclo justamente por el centro. No bajo hasta la cuentecilla, sino que dejo un centímetro distante de la tela. Fijo el revés con otro nudo, y recorto el hilo cinco centímetros más abajo. La hechura es aún un esbozo de flor. Enciendo una velita achatada con olor a jazmín, lo más cercano al azahar (mi corazón requiere de rituales), y la introduzco en la parte inferior del sachetero. He colocado unas hojuelas de cera de abejas purificada en el contenedor de la parte superior. No tarda en derretir. Menos de los tres minutos en que infusionó mi té de jazmín, que he endulzado con miel. Me maravillo de la complicidad de las abejas en mis días. Una revolotea en la lámpara sobre mi cabeza, seguramente atraída por los aromas. Ya la cera es un pálido y nacarado pozo en el contenedor. Tomo la florecilla de tela por el tallo, y la sumerjo una, dos, tres veces, espaciando cada inmersión, y procurando al sacarla separar los pétalos, que tienden a cerrase en una especie de reminiscencia de botón, por el peso que cobraron con la cera. Uso para ello un palito de naranjo de manicura. Mis ojos no se despegan de la labor, requiere toda mi atención, pero la pericia, toda, está en mis manos.
Cuando niña, una de mis lecturas recurrentes al visitar la casa de mis abuelos maternos, era la biografía de Marie Grosholtz. Figuraba en una enciclopedia de personajes famosos que incluía imágenes a todo color, lo que permitía a mi escrutadora mirada de cinco años no perder detalle, y más aún, disparar la imaginación. Es complicado el control parental sobre un lector precoz. Para el momento ya había repasado en las líneas sobre la escultora, todo el horror de la revolución francesa, y el drama de tener que usar su arte para los macabros fines de la misma. Irónicamente mis padres, tía, y abuelo materno habían visitado una exposición itinerante de figuras de cera que se exhibía en Caracas para la época. Por supuesto que no me llevaron, bajo la advertencia de no ser apta para niños, pero mi gran curiosidad pescó en conversaciones sobre el particular, que necesariamente surgieron al regreso del viaje, retazos de lo que habían visto. Además, que los aspavientos de mi abuelito, arrepentido por lo que vio, eran como para enterarse la cuadra entera, y es que él, devoto gardeliano que en 1935 viajó expresamente a Caracas en compañía de mis tíos, sus dos hijos mayores para ver presentarse al “Morocho del Abasto” en el teatro Rialto, no esperaba ver la grotesca imagen de su ídolo, quemado y mutilado por el accidente que le costó la vida, plasmado en cera. En aquella ocasión de la presentación de Gardel, para mi abuelo, el mes de mayo fue realmente un mes florido. Devoto del “Zorzal Criollo”, conocía sus temas, que interpretaba terriblemente por su sordera musical, produciéndole dolores de cabeza a mi abuela, quien procuraba distancia cuando arrancaba la euforia de su esposo. Nunca imaginó el pobre que un mes después lo lloraría como si de un familiar se tratase. Se apagó aquella voz… mejor dicho, se apagaron dos voces. Mi abuelo nunca más cantó sus temas. Imagino la impresión que le causó al pobre la vista de la contrahecha figura de cera, pero mucho más terrible debe haber sido la de Marie, la escultora francesa, cuando sostuvo obligada en sus manos prodigiosas, la primera cabeza cercenada por la guillotina, que debía reproducir en cera.
Marie, discípula del médico cirujano Philippe Curtius, a quien llamaba tío, había nacido en la Francia de los “Luises” en 1761, y desde adolescente demostró cualidades asombrosas como retratista en el difícil arte del modelado en cera, lo que le valió la invitación de la familia real en 1780 a Versalles, para ser profesora de arte de la hermana del rey Luís XVI, Madame Isabel. Esto fue motivo, iniciada la Revolución, para que se le arrestara, y estuviera a punto de ser guillotinada. Se salvó gracias a la intercesión de Jean Marie Collot d'Herbois's, actor y revolucionario francés, conocido de Curtius y su familia por vínculos artísticos. Una vez libre, Marie y su madre fueron contratadas por el régimen para modelar en cera las cabezas guillotinadas de las víctimas de una de las épocas más terribles de la historia. Así pasaron por sus manos las cabezas de casi todos los que una vez fueran sus cercanos conocidos. Ya sólo le quedaba a la joven poner todo su esfuerzo creador en la fidelidad del modelado, en el que quizá se esmeró como homenaje póstumo a sus amigos. Quizá Marie, en ese momento, renegó profundamente de su talento. Cuántas veces entrelazaría sus manos en oración rogando valor antes de que le presentaran su próximo trabajo… Tomo un largo sorbo de mi té, casi frío… me sabe amargo…
Como el tiempo todo lo transforma, La revolución amainó. En 1795 Marie contrae matrimonio con François Tussaud, del que tiene dos hijos, Joseph y François. Su maestro Curtius había fallecido un año antes dejándole su colección de obras de cera. Ya para 1799 la Revolución era una herida restañada, que dejaría una terrible cicatriz… Otra herida estaba a punto de abrirse por las guerras napoleónicas. Marie, ahora Madame Tussaud, se establece en Londres, donde a pesar de ser estafada por un teatrero, y abandonada por su marido, quien regresa a Francia, y a quien no verá nunca más, inicia una exposición itinerante de sus figuras, fundando en 1835 una colección permanente en Baker Street, que devino como el gran Museo de Cera de Madame Tussauds, cuya fama le dio un sitial en el mundo, reconocido hasta por la realeza, otrora víctima propiciatoria de sus inicios. El museo en cuestión, una vez fallecida Madame Tussaud, pasó a manos de sus herederos, siendo hoy el museo de cera más reconocido, y que además de su sede en Londres, posee establecimientos en otras grandes ciudades alrededor del mundo.
Estoy infusionando otra taza de té. La velita del sachetero se ha consumido. Irónicamente el mismo fuego construye, y destruye… Recuerdo la película Terror en el museo de cera, que vi en los sesenta, sensiblemente impresionada ante el televisor en blanco y negro. Tampoco hubo control parental. Fue un remake de 1953, de una estrenada veinte años antes. La nueva catapultó a Vincent Price como actor del género del terror, y lo hizo uno de mis favoritos, hasta como el Cascarón, del Batman de los 60. En la citada película personifica a un sádico y desquiciado escultor de figuras de cera que queda impedido luego de un incendio a su museo, y, que como no puede usar sus manos para moldear, asesina y sumerge a los cadáveres en cera derretida para exponerlos, logrando gran fama, hasta que se descubre su macabra obra. Ya llevo tres azahares concluidos. Me ha tomado dos horas, y ni siquiera diez gramos de cera. Pienso en la ingente cantidad que se necesita para moldear cuerpos humanos… o por lo menos partes. El rostro y las manos son el mayor reto, y el fin a moldear. El resto, alambres, madera, arcilla y papel, constituyen el esqueleto que el traje terminará por hacer cuerpo. ¿Se detendría Madame Tussaud ante el pecho de sus figuras, sintiendo lo mismo que yo en este instante?, ¿Habría alguna vez modelado un corazón de cera la exquisita escultora?, de ser así, ¿qué sintieron sus manos?