Where do the gone things go
When the child is old enough (…)?
Kimiko Hahn
A Jacobo Villalobos
Querida Olivia:
Sé que mereces una llamada y la más espléndida de las disculpas, sé que mereces a un tipo mejor que yo, pero me niego a mentir: no estoy arrepentido de haber acudido al llamado, no después del informe que recibí sobre la situación en Fukushima. Sabías bien desde el principio que esta era la gran investigación de mi carrera, pero, sobre todo, sabías que esto me mantuvo con vida en medio de las peores circunstancias que un ser humano puede atravesar. Asumo que estás cansada de que te recuerde que fui encarcelado en Vladivostok, te imagino harta de que mencione que el gobierno sepultó las pruebas que obtuve en Chernóbil; sé que a veces no me crees con esa mirada tuya tan tierna y con esa compasión que me abría la cremallera cuando preferías hacerme callar mientras tú misma te llenabas la boca. Pero, por favor, debes escucharme una vez más y comprender que lo ocurrido en Fukushima era la clave y que quizás ahora sí probaré de una vez por todas que no estamos solos.
Haznos saber que, al menos, tu pasado como investigadora se enternece por mi compromiso.
Escribo este email mientras te niegas a responder la llamada, pero está bien, mi orgullo puede esperar, ahora necesito decírtelo todo.
Llegamos a las ocho de la mañana en un vuelo hasta Sendai. Anatolia y Somalia, ambos doctores, no quisieron identificarse. Comprenderás que todos íbamos encriptados, por así decirlo. Se logró convencer al delegado ruso de que sólo íbamos a una pesquisa rutinaria. Por suerte, Anatolia patrocinó el soborno y nos trasladamos por tierra con la asistencia de Lady Karasu, una anciana que también estaba al tanto de los rumores. De inmediato nos informó de su interés en adquirir un ejemplar, cueste lo que cueste. Alguien me tocó por el hombro y anunció, con sombrío acento francés, “oiga, Dr. Lobo-Strauss, esto nos mata por donde se le mire”. Si bien la radiación había descendido satisfactoriamente en la última década, todavía los temores se atragantaban incluso en las mentes más eficaces. Al cabo de cuarenta y cinco minutos divisamos la localidad y era todo lo que se puede esperar de un pueblo fantasma: un bosquejo de indolencia y penumbra, un proyecto de realidad donde nadie puso el corazón.
Entonces vimos al primero.
Era alto. Cosido con hilos dorados. Se levantó de una mecedora y ladeó la cara mientras nos estudiaba rigurosamente a medida que nos acercábamos. Pronto sentimos que otras miradas nos recibían con el mismo interés, a pesar de que los ventanales sugerían corredores vacíos. El rumor del mar enmarcaba la deshora, ya sabes lo que la gente suele decir sobre el mar cuando se oye pero no se ve. Uno cree que se trata de un libreto onírico o de todos los ácidos que te quebraron la química de la percepción.
Sí, sí. Quieres que me atenga a los hechos, pero no me contestas, apareces offline, me pregunto si te habrás ido a casa de Celeste para comerle el dulce también.
Nuestro anfitrión se mostraba avergonzado luego de los saludos y presentaciones de rigor. Aunque parecía que nos esperaba, un leve temblor descomponía su rostro. Era de una hechura consciente, noble, se podría decir. Quien le confeccionó el semblante, no cabe duda, le prodigaba afecto. Luego vendrían las explicaciones, pero en ese momento adiviné que la vergüenza era producto del hecho de que algunas de sus costuras lucían estropeadas. El hilo dorado no era inmune al paso del tiempo ni del encierro.
En total eran veintisiete, ocupando nueve casas que se mantenían en pie por algún extraño encantamiento, aunque supongo que ello era lo menos extraordinario.
Tenía por nombre Okami. Olía a carne recién cortada, olía a sangre menstrual o a saliva seca sobre un codo; también creí que olía a pasta dental, pero quizás era yo. Okami compartía el sótano con Akira, que en todo momento se mostró indiferente. En realidad, vivían en los sótanos, ya que fueron dotados con un sistema respiratorio caprichoso que no hizo buenas migas con la luz y las migraciones de aves. Su ojo derecho era de lapislázuli y el izquierdo de algún otro material menos distinguido. El cuero cabelludo, sin duda, era orgánico.
Por otro lado, debo acotar que en este punto ya sabrás que llamé a tu madre y que me informó que sacaste mis cosas del apartamento. Olivia, por favor. ¿Dónde está, al menos, tu lucidez científica? ¿Qué hay de la mujer que diseccionó conmigo más de cinco mil páginas de datos y especulaciones? ¿Qué hay de la sagaz heroína que sobornó con un tentempié anal a los guardias del Instituto Tecnológico de Cienfuegos? ¿Todo este escándalo porque me fui en vísperas de tu cumpleaños? Supongo que mentías cuando asegurabas que no eras como otras mujeres, mucho menos como las estudiantes daddyissueseanascon las que solía pernoctar. En fin. Aquí viene lo mejor.
Había otro motivo, el único realmente fundamental, por el que esta población se escondía con tal dedicación, a pesar de que no había indicios de que el resto del país quisiera devolver la mirada a los escombros que palpitaban como un recordatorio de aquel día feroz. Sucede que un selecto grupo lo sabía. Y quería sacar provecho. Todo empezó en un pequeño círculo de la prefectura Fujino. Hambrientos y fastidiados, aburridos de todas esas niñas disfrazadas y con los ojos operados, se encontraron ávidos de experimentar en los límites de lo ignoto. Takeshi Von Ming fue el primero en apoderarse de la mercancía; se llevó a un joven ejemplar con partes de arcilla y ojos de jade. Llegaron noticias de que lo despedazó tras la primera noche.
Okami intentó explicarnos, pero cada tres minutos rompía en llanto o vomitaba unas plumas blanquísimas. No resistí la tentación y cogí una para mí. Deja que te adjunte una foto. Garo me confirmó que ya estás instalada en casa de Celeste. No lo puedo creer, apuesto que lo tenías bien planeado desde hace un tiempo.
Tiempo. El tiempo es un milagro, supongo, y un milagro es una mutación de la realidad, es un perro que carga un cometa en la boca, que además requiere que actúes como si no estuvieras prestando atención. El tiempo es un perro que tararea cuando tocas un abismo que se eriza. Y yo que simplemente quería contarle al mundo la historia de este mundo. Pero tenías que irte, en lugar de decirme que soy valiente, que mis agallas eran necesarias.
Okami se ha sentado muy cerca, su indumentaria parece limpia y eso me inquieta. Preparó una habitación, que daba hacia lo que pudo ser un jardín, para que me instalara a trabajar. El resto del equipo optó por volver de inmediato a Sendai cuando descubrieron la fórmula, vaya cobardes. Okami se ha sentado a mi lado mientras intento culminar esta misiva. Estoy cansado, Okami lo nota y nos sirve una bebida caliente de aspecto oxidado, pero su sonrisa me convence; es una sonrisa que solo se adivina con gran esfuerzo del interlocutor, sabes que siempre he preferido los desafíos. Aunque estamos en verano, la luz se escatima, tal vez porque los vidrios están percudidos, tal vez porque a este barrio lo protege un domo imperceptible pero eficaz. Quizás no, porque los aristócratas siguen viniendo, añade Okami, que subrepticiamente se acomoda cerca de mi cuerpo a fin de regular su temperatura.
Entonces me cuenta sobre la noche en que se llevaron a las tres hermanas. Tres rutilantes gracias de silicona escarlata con filamentos de seda y copiosa lubricación, cada una más estrecha y aguda que la otra. Habían nacido ese mismo día cuando Lord Kawakubo las raptó para entregárselas a un comisario iraní. Querían más, querían todo, a pesar de que la fórmula maestra se estaba acabando, gracias a que ya nadie vivía cerca de la planta, gracias a que el mar no se levantó de nuevo y no había cadáveres disponibles. Sin el licuado de órganos era imposible continuar con la producción.
Okami sirvió más té. En realidad, me temo, es alguna clase de bebida alcohólica, supongo que prefiero no obtener los detalles. Imagínate lo que este desprendimiento puede significar para mí. Empiezo a desconocerme. Ni siquiera sé por qué insisto en llamarte, aunque aparezcas offline, aunque resulta evidente que bloqueaste mi usuario. ¿Por qué insisto? ¿Acaso te imploro? Un perro se asomó y le faltaba un pedazo de cara. De hecho, a ese pedazo le faltaba mucha cara de perro, pero estaba mareado y Okami volvió a sentarse a mi lado ¿Acaso era bilingüe? ¿Acaso los de su tipo saben leer? Su mirada estaba atenta a la pantalla, a lo que intentaba anunciar. Quise más detalles sobre sus actividades. ¿Por qué resultaban tan atractivos para ciertos individuos, a pesar de que era evidente que podían ser un agente patógeno?
―Porque volvemos. Siempre. Las veces que sea necesario.
Cuando sus palabras penetraron mi entendimiento, me di cuenta de que había tomado mi rostro entre sus manos de papel y esquirlas. Tenía miedo de que me cortara, pero solo consiguió adormecerme al mismo tiempo que sentía un leve hormigueo en todo el cuerpo, como si un milagro quisiera emanar de mis profundidades. De pronto creí que lo más lógico era participar en un abrazo, medir la rigurosidad de su torso, palpar esa espina dorsal que combinaba huesos de diversas índoles. Hay una grulla dormida en el camino, mira, me ordenó, pero no podía moverme, ahora mi cabeza reposaba sobre su hombro.
¿Sabes? Quizás pensé en pedirte auxilio. Lamento mucho no haberte regalado aquel collar de perlas, aunque siempre insististe en que no eras como otras mujeres. Habla con mi madre también, si no es mucho pedir. Hay una cama tibia y el mar refulge a nuestras espaldas. Esta mañana vomité mis primeras plumas, pero eran negras. Okami dice que es un milagro y que quizás pronto pueda acomodarme en el sótano.