No sabía qué hacer y eché a andar y anduve unos buenos kilómetros y seguía sin saber qué hacer cuando vi un bingo y entré.
Eran las cuatro de la tarde. Aforo 610 personas, leí en un cartel mientras una mujer tecleaba mi dni en el ordenador.
Dentro no habría más de cuarenta, puede que cuarenta y un clientes. En su mayoría mujeres. En su mayoría mayores y con cabezas de un rubio cegador.
Me senté solo en una mesa redonda. La butaca era cómoda y verde. Verde esperanza. Se me acercó una azafata, si es que se las llama así. Compré un cartón.
La partida empezó. Salió un número y luego diez más. No estrené el rotulador hasta la décimo segunda bola. Era de un bonito color azul eléctrico.
Cantaron línea. Era una señora rubia. La partida prosiguió. Vino un camarero. ¿Desea tomar algo? Pedí un 7up por tocar los huevos. Pero tenían. Maravilloso.
Cantaron bingo. Otra señora rubia, me pareció en un primer momento. Pero me fijé un poco más, y no: se trataba de un señor asombrosamente parecido a la señora de antes y también a Donald Trump.
El camarero me trajo el refresco al tiempo que la azafata me ofrecía otro cartón. Le pedí tres. Pagué. Y esperé mi dosis de suerte.
No llegó. Pero yo no me rindo a las primeras de cambio. Yo siempre gano. Me agencié nuevos cartones. Me pedí dos refrescos más.
Diferentes monitores emitían videoclips veraniegos en modo mute. La luz caía del techo de pladur. Luz uniforme, luz fría. Luz de museo, pensé, barnizándolo todo. Cera.
Y en ese momento el mundo se detuvo. La mujer que cantaba los números, las azafatas, los camareros, los clientes, las cabezas rubias de mentira. Todo menos yo.
Fue como en la secuencia final de Fat City, ya sabes, la de Huston. La vida se congeló. Pude ver su verdadera naturaleza, preciosa y muerta, como lo haría un espectador.
Supe entonces que debería levantarme y salir de allí, acabar así este poema. Pero no lo hice, porque hay poemas que no tienen principio ni final, y quería que este fuera uno de ellos.
De modo que permanecí sentado en mi butaca verde, seguí abandonando poco a poco mi persona para transmutar en personaje de aquel museo hiperrealista.
Me pasé al gin tonic. Canté un par de líneas. Se me olvidó qué tiempo hacía en la calle, se me olvidó mi aburrimiento. Se me olvidó mi nombre.
Me quedé en el bingo hasta las 3 a.m., hora del cierre. Y cuando las luces se apagaron no me moví. No moví ni un puto músculo. Los demás tampoco.
Al cabo de un rato, no sé si corto o largo, una silueta entró en la sala por un extremo. Llevaba una linterna. El vigilante hacía su ronda. Se me acercó. Me enfocó a los ojos. Seguí actuando.