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No hay día que no me duerma pensando en Heráclito

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Por Emilio J. Martín Vargas




Soy el único poeta del mundo que se ha hecho multimillonario con un solo libro. Lloráis porque sois jóvenes salió a la venta el 19 de Noviembre del 2016, fue el número 968 de la prestigiosa colección Visor de Poesía.


El 20 de Noviembre compré un número de lotería de Navidad que acababa en 968, concretamente el número 25968, a la sazón premiado con el Gordo en el sorteo de lotería de Navidad del 21 de Diciembre del 2016.


Todo el mundo me decía entonces que estaba loco, no solo porque escribía poesía, sino sobre todo por el negocio en el que quise invertir aquel dinero llovido del cielo que no apestaba a rencor ni a cansancio.


Alquilé un bajo cerca de mi casa que antes había sido un gimnasio, grande y espacioso, y contraté al equipo de profesionales que realiza las figuras del museo Madame Tussauds para que se encargara de hacer réplicas en cera de todo el mundo que había pasado por mi vida con algún motivo para ser recordado: mi primera profesora del colegio, Rosa de la infancia, cuya confianza en mí se traducía en gritos; de todos mis amigos, los que permanecen y los que fueron intensamente hermanos pero acabaron marchándose; de las mujeres a las que quise y que me quisieron, por compasión o por derecho; de todos los miembros de mi familia, y son muchos, mi padre tiene once hermanos y mi madre cinco; del entrenador del equipo de fútbol en el que era suplente.


Busqué en internet fotos de todos, porque todos estamos en internet hoy en día, y se las pasaba al equipo (formado por una escultora, un operario, una maquilladora y un encargado de vestuario), que fabricaba en apenas diez días una figura más o menos parecida a la de la foto.


Tuve algún problema para encontrar a la gente más mayor, profesores de mi instituto, al día de hoy jubilados, por ejemplo, pero de la mayoría pude encontrar alguna foto averiguando simplemente el nombre, y con unos pocos datos que tengas se puede averiguar el nombre de cualquier persona en pocos minutos.


Prueba a encontrar a esa chica con la que trabajaste un verano de la cual no recuerdas bien su cara, aunque sí su navegable sonrisa, ni mucho menos su nombre. Recuerdas en cambio que escribieron una crítica en un blog de restaurantes alabando su trabajo como camarera y que se puso feliz y te abrazó. Escribes el nombre del hotel en el buscador del blog y repasas el historial y encuentras la reseña de aquel tipo: “encantador servicio de Sara, profesional y atento”. Sara, claro, cómo olvidarla. Ya tienes el nombre, la edad aproximada, dónde trabajó hace unos años, todo lo que te contó mientras cerrabais juntos la cafetería, ya vacía de turistas y escritores. Tienes suficientes datos para encontrar al menos una foto. Y por lo tanto allí estaba, tal y como la recordaré para siempre, inerte y bella en El Museo De Cera De Mi Vida.


Mis antiguos jefes, los que me explotaron para poder mantener el bar abierto y los que no me pagaron; mis compañeros; la gente que conocí en la Facultad de Filosofía, las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura; clientes a los que amé, porque yo amé a todo el mundo, eso es cierto, amé con pasión y esperanza y así amo todavía a todo aquel que se cruza en mi camino y tiene un gesto, una palabra, una ofrenda para este hombre con miedo a morir solo: todos estaban allí, eternamente con los ojos abiertos, y yo me paseaba entre los pasillos del museo y les daba las gracias en silenciosa letanía.


El negocio no fue tan mal como mi mujer y mis padres y todo aquel que conoció la idea antes de llevarla a cabo auguraron. He trabajado en miles de sitios, he salido mucho, tengo una familia muy numerosa, he viajado, me he movido en diferentes y variados ambientes: conozco a mucha gente. Todo el mundo que me conocía vagamente entraba para buscarse o buscar a alguien que conociera. El revuelo mediático que tan peregrina idea levantó en las redes y en las televisiones hizo el resto. Se convirtió en un pequeño triunfo social publicar un selfie junto a tu propia figura de cera en el Museo De Cera De Mi Vida, así que conocí a un montón de gente más y esa gente venía al museo a verse y los amigos de toda esa gente también venían.


Yo al final solo iba al museo por la noche, cuando estaba cerrado, para no ver a nadie. No quería conocer a nadie más, ya no cabían más figuras.


Me gustaba pasar allí un par de horas cada atardecer, fumando tranquilamente, pensando nuevos poemas, antes de volver a casa con mi mujer y mis hijos, radiante de santidad y desmemoria.


Me despertaron de madrugada los bomberos, un cigarro mal apagado.


Cuando llegué, aún estaban derritiéndose los muñecos, borrado ya de sus caras cualquier rasgo parecían fantasmas. Toda una vida deshecha ante mis ojos, plata quemada.


Tendría que empezar, otra vez, de cero, y en eso estoy: espero al menos que con mi nuevo libro, Todo arde menos los dientes de oro, tenga más éxito.


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