Por Diana Medina
Fue una noche. Porque los asesinatos en el barrio tardaron un poco más en hacerse de día. Cuando ocurrió fue de una vez, desvirgando todo, deshaciendo cualquier otro espacio o tiempo conocidos hasta convertirlos en un polvorín. No volvimos a ser los mismos cuando el hijo del carpintero asesinó a un par de abuelos en el bloque 10, él y un amigo suyo, hartos de mierdas en las venas. No sabían lo que hacían, pero nos dejaron saber que las paredes de un apartamento podían salpicarse de sangre si ondeas los cuerpos como banderas o si clavas el cuchillo cerca de ellas; entonces, todo es una salpicadura –sin nada de arte televisiva ni serial de hoy día–, pura realidad, inhóspita, irrespirable. Eso fue a plena luz del día, para ser más exacta, en la tarde, cuando los abuelos descansaban y parece que abrieron la puerta cuando los golpes de los muchachos los despertaron, y así, medio dormidos, los dejaron entrar porque esa era una comunidad donde todos nos conocíamos a medias, lo suficiente, lo necesario. El hijo del carpintero inició las muertes diurnas, y entonces el miedo abarcó las horas de trabajo y lucidez de los vecinos. Aún nos queríamos por costumbre de los mismos inquilinos y dueños en apartamentos que entonces eran herencias antes que guaridas o cáscaras.
Poco después las muertes tomarían las horas de la madrugada, pero eso fue cuando empezaron a matarse entre los fumones, los vendedores y los militares. En esta época, los militares entraban a mansalva contra los que se mataban a cualquier hora porque el negocio cambiaba de jefe en un tris apenas dos horas después de la muerte del anterior, y este más joven que el anterior, que fue más violento que su jefe, a quien terminó ahorcando mientras dormía, o al anterior jefe a quien encontraron desangrado y sin manos porque, además, el que lo mató, se cobró que le hubiera metido mano y huevos y pistola a su novia; uno que nunca fumaba ni vendía de noche, el más tranquilo, decían, con novia muerta por hemorragias del jefe.
Pero esto también sería tiempo después. Es decir, no sé, imagínense una película rodada durante veinte años y cada cierto tiempo alguien ordena este desmadre colocando subtítulos 1900, 11 de mayo, 9 de septiembre, 1996, 10 de octubre, 25 de diciembre, 8 de abril, 2 de agosto, 2001… y ustedes y yo creemos que la vida fue ordenada, pero créanme que los cineastas no hacen nada diferente a nosotros en este asilo de almas insufribles: arreglan sus historias, ajustan tiempos, personajes y acciones como mejor les conviene para demostrar que son capaces de entender que somos ilógicos, absurdos y contrahechos: nada ocurrió en orden –salvo la muerte– ni hubo subtítulos, y si los hubo nunca fue para traducir lo que vivíamos sino para que hablaran los que nos aterrorizaban, aunque fuéramos vecinos del alma de toda la vida, aunque nosotras –mis hermanas y yo– hubiéramos ido a la escuela con la mitad de los que mataban y se mataron entre ellos, añadiendo siempre más carajos que solo querían vivir a punta de vértigo. El Negro me enseñó mi primer bugy bugy en la vida. Ahí estaba él, bello, con su novedad del mes, su mujer, su otra novia, su otro levante, sus perfumes, sus zapatos. Jeva, le decían la jevita del 15, y te la tiraste, Negro, como a ninguna otra, aunque te gustara de verdad mi hermana. En esa época o un poco antes, el Negro y los demás hablaban en jergas y señas. Jevita mía, decía el Negro a gritos, y mi vecina me contó que esa era una palabra vieja que significaba novia; así terminé llamándolas yo porque quería ser eso y no una jevita del barrio, una novia con culo resuelto, pero más o menos mío-tuyo sin que fuésemos solo unos más del barrio tirando como todos.
Que tampoco me veían ni querían cogerme, aunque mi papá decía que seguro nos violarían en cualquier momento. Después, o sea ahora, me pregunto si eso sería verdad. Creo que ellos nos miraban como carajitas medio tontas. Las tipas, las que mucho tiempo después supe que les gustan a los hombres y que yo nunca pude ser, eran las que se ofrecían con tetas y culos bien plantados, mujeres de verdad, que no iban a la universidad y si iban y raspaban el año nada pasaba porque habían estado en la playa con los vendedores, los tipazos. Y se vestían súper de pinga con pantalones apretados y salían de fiestas con ellos. Y todos los demás, arrinconados en nuestros números de apartamentos, sin saber si ellos realmente me hubieran querido así como era yo o si ellos solo anunciaron que yo, una preuniversitaria tímida o asustadiza, tanto da, me empezaría a quedar sola ya desde entonces, cuando todos teníamos que estar arrejuntados, alegres, cantando, follando, comiéndonos las lenguas en las habitaciones a escondidas de nuestros papás en sus cosas, de abuelas aburridas de sus nietos pobres o de tías desaparecidas luego por el cáncer.
No supe cómo se le preguntaba al compañero de clases si quería algo diferente cuando aparecía con una moto nueva, con armas escondidas en las chaquetas. Cómo le preguntas a un carajo que se pasa el día en la acera si quiere acompañarte a la universidad o si quiere leer a Dante. Les digo una cosa: si hay una diferencia entre ellos y nosotros, es que ellos nunca creyeron que hubiera algo más allá de la acera del abasto.
Lo que no olvido bien es a mi primer muerto de noche antes de que, como les digo, el tiempo en minutos o en horas comenzara a crecer peligrosamente como una hiedra y nos atrapara en nuestras casas –ahora enrejadas– y que me obligó a vivir lejos de allí con una hija de puta –y yo lo fui en ese entonces– porque a las dos nos unía que nos sacaron de las casas los que asesinaban y mataban a cualquier hora, y no supimos qué hacer con dos necesidades juntas hechas de deseos de superación, miedos y mala cabeza pero, sobre todo, mala bebida. No sé ustedes, pero ya en esa época todos vivíamos cansados en nuestras casas rememorando ofendidos que el día anterior, apenas, había sido menos sangriento.
Mi primer muerto creo que fueron tres o cuatro, no lo sé con precisión, pero sí sé que fue una familia que murió en el acto de un solo golpe. Eso fue una afrenta de la vida a los que solo queríamos permanecer en ella. Una familia que estaba dentro de un carro estacionado detrás del bloque 11 –quien sabe por qué, y esto vale para la oración anterior y la que viene– y unos tipos lanzaron la tapa de un tanque de agua inmenso desde el piso 15 y les cayó encima aplastándolos.
Vi y escuché esto a pesar de que era de noche y las luces amarillas de las calles nos engañaban; me la pasaba asomada a la ventana viendo a mis amigos que vendían drogas y que dejaron de verme y de saludarme no sé si para protegerme o para atacarme en cuanto me descuidara. Así que ya sabía ver entre las sombras de esas noches desde la ventana con la luz apagada dentro.
Ustedes se quejan de sus cuñadas que los robaron o de sus padres que se fueron a buscar mejor vida y los abandonaron; se quejan y es lo correcto. Pero mi queja es pretenciosa e intangible: ves muertos tras muertos y sabes que hay algo que te ronda y te arrincona sin perder por eso la compostura, los buenos días, el ve a comprar café, el nos vemos mañana. Se tejía el tiempo de muertos a costa de nuestro deseo de subir las escaleras sin correr de pavor.
Mi primer muerto fue entonces un golpe al que le siguió una mudez, un silencio que nos decía que sí, que esa tapa lápida le había caído encima a esa familia que de noche se detuvo detrás del bloque donde solo había contendedores de basura (en la época en que había cosas así y los vecinos creíamos que nos iban a adecentar la vida), y no sabemos por qué los de arriba les lanzaron esa lápida y se hizo un silencio nuevo como un boquete insonorizado que retumba apenas uno susurra. Yo era una niña y a esa edad uno comienza a llorar por todo, sobre todo si antes, cuando se es más pequeña, ya te habían dado suficientes correazos para no llorar por nada. A la mañana siguiente recuerdo a la policía alrededor de un carro gris, grande y aplastado. Solo estuvo la policía porque si yo soy impresionable, como un papel ante un sello, mis vecinos ya se borraban, ya eran sigilosos. Y eso que apenas comenzaban los muertos a romper el tiempo.
He olvidado cómo era de niña, he borrado todo lo de esa época porque creo que me decían que nada de lo que se me ocurriera podría ser realidad o posible. Los Reyes Magos traían caramelos porque el Niño Jesús había dejado una muñeca. Entonces mi primer muerto fue un silencio y una mudez ahogada en el disimulo o en el olvido de mí misma porque para qué preguntarse sobre el camino de vuelta. Un espacio de muerte y angustia donde todos los vecinos supimos que estábamos encerrados en un barrio al que los militares después entrarían a masacrar a los vendedores de lo que fuera, a reventar las puertas de los apartamentos de las abuelas que –forzadas o no– guardaban la mercancía a cambio de vida y comida, a emboscarse entre ellos.
Así que ahora yo aún lloro y siento que alguien me ofendió o que yo ofendí y no supe ni cómo ni por qué. Mi primer muerto apareció para advertirme sobre uno al que quise mucho porque olía a pasado recuperado. Uno que ocupaba el tiempo con gente que cortaba manos o pies y que, si hubiera podido, hubiera vendido hasta a su propia madre o hubiera lanzado lápidas desde azoteas con tanques de agua vacíos. Uno al que los generales no le iban a perdonar el pasarse por alto la cadena de mando, uno que, como nunca me había querido, apenas si alguien supo de mí y no me buscaron sus deudores cuando lo atraparon para quitarme la coca cola y las cotufas que me brindó la única noche en la que parecíamos como antes, amigos de la infancia que se querían, pese a todo. Terminé sabiendo cómo era eso de estar adosada en la acera de las pistolas desarmadas no sé si para protegerme o advertirme, mientras le hablaba de Dante, de mis clases en el colegio y la locura del fin del trimestre, y él solo quería buscar la cerveza en la nevera.
Lloro con cursilería, pero sin espanto; sin saber si es por justicia o por venganza. Un primer muerto no se olvida tan fácilmente y deja una veta irregular de señas para recordar el precipicio que se viene encima cuando una menos lo espera. Aprendí a huir mil veces como lo haré de este asilo en cuanto termine de hablar. A mis primeros muertos los emboscaron, nadie pudo ayudarlos. Ellos, a mí, sin embargo, me han recordado que si estoy viva es por pura suerte. El tiempo deja surcos, eso dice uno que me espera en la acera de enfrente, tiene lengua larga, mano suave y un carro para ir juntos a dar clases. Uno al que puedo hablarle de mis hermanas emigrantes, de mis padres viejos. Uno que me besa abriendo los ojos para que no me asuste y yo le susurro besos que le alivian la ira que trae de su media memoria. El tiempo deja surcos donde uno llora o ve las ofensas que tasajean cualquier dulzura posible. Mis primeros muertos de tarde y de noche, sin embargo, me avisan que hay un tiempo –siempre polvorín, siempre sordera repentina– de superficie lisa con letras negras para ser una ofensa menos y un recuerdo a medias.