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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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Postal de Guyana

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Hensli Rahn


Carretera Paramaribo-Albina, Surinam

Los carros son al revés como los carros ingleses y la gente maneja sin futuro como sucede en las tres partes de Mad Max.

Casi toda la vía es tierra roja, llena de cráteres fangosos. Jungla cerrada a los lados. Es mitad del trayecto y ralentizamos en un caserío. La Mitsubishi aparca en un pequeño jardín. Junto a nosotros hay dos pasajeras más. Ambas gordas se azoran en salir, fuerzan la puerta de la mini van y echan una carrera. Destino: una vivienda modificada, con barra de bar y cristales de caseta bancaria. Tres asiáticas sofríen arroz con pollo en su interior. Los otros platos del menú: croquetas de camarón y nasi –espagueti mezclado con pollo y salsa soya. Para beber, refrescos azules y amarillos como las ranas venenosas.

Mi mujer pide dos raciones de bami y se va al baño. No sé en qué momento comió, pero ya el taxista chupetea los restos de su pollo y yace despatarrado en la Mitsu. De copiloto va su mujer. Ella y el claxon gritan al unísono. WEE, WEEE, WEE. Las gordas se timbran. Cogemos las cajitas plásticas para llevar y trepamos de vuelta a la camioneta. Hay silencio ligado con sonido de motor. De milagro, en ese instante Maria sale del baño, pellizca una faja de servilletas y corre hasta nosotros dando salticos.

El taxista nos examina por el retrovisor. Acelera con furia. Solo es posible verle los ojos y la nuca: rastas apelmazados en una bandana. Al lado tintinea su mujer, repleta de alhajas de oro. Cada tanto, explota. Se ríe echando gritos o echa gritos riéndose. No era la primera vez que saltaban las chispas. Ya tuvimos escama con el conductor apenas subimos al taxi pero, cueste lo que cueste, siempre es mejor seguir en la carretera.

Esa mañana, un amigo pidió prestada la Hilux 4x4 de su trabajo para llevarnos con las maletas hasta la calle de los taxis. Ya habíamos paseado por la zona algunos días atrás. Saramacca Straat es una avenida de grasa y humo, como un chorro de petróleo. Allí es que todo se consigue: tisúes africanos, raíces para comer, música souk, marihuana y black stone –crack. A espaldas del bazar, un río estático color pupú. Al navegarlo en dirección norte, se llega al Atlántico. Pero nadie navegaba, el mundo y su basura se derretían frente al agua sin prisa. Una especie de puerto bombardeado la madrugada anterior.

Al contrario, para esta segunda visita, caía una tormenta de lluvia caliente y blanca. Desde el parabrisas de la 4x4 apenas veíamos siluetas y pedazos de cosas. Los gritos de los pregoneros de taxis nos guiaron en las tinieblas de luz. Sin regatear, nos entregamos al primero que dijo precio y el amigo de la camioneta huyó despavorido de aquel berenjenal. El taxista calzó nuestro equipaje de cualquier modo en los espacios libres de su maleta. Ya rodando, nos informó de un incremento en la tarifa. (Una bolsa de ropa sucia de nosotros rozaba escasamente un asiento “libre”; lugar de las cajas de mandioca, entre otras encomiendas.) Sin dejar de avanzar, torció el pescuezo hasta mirarnos de frente. ¿Comprendido?

Pasamos tres pueblos. En cada uno de ellos tuve la ilusión de llegar a Albina. Tormenta, sol, tormenta, sol; el clima nunca se pone de acuerdo. Tyson, el caporal de la posada de Paramaribo, ya nos había invitado a no cuestionar el temperamento de las Guyanas y aceptarlas tal como son. It’s a rainforest. Chévere, pero eso no le quita locura a la amazonia. Piernona caliente y malgeniosa con las uñas pintadas de clorofila.

Nuevos alaridos de risa me despiertan. La Mitsu estacionada y el niggy de los dreads forcejea para sacar nuestras cosas de la maleta. Cuando al fin lo logra, voy hasta él. Me saca por lo menos dos cabezas de estatura. Cada brazo suyo es del grosor de un muslo mío.

Le pongo la plata en la mano. Se ajusta unos lentes de presbicia, montura fina y delicada. No manosea los billetes, los escruta como si fueran falsos.

–Falta –dice por fin.

Le repaso la cuenta, una sumatoria de dólares surinameses y su equivalente en euros, la moneda que cargo en el bolsillo.

Me echa las mil plagas con la vista. Cargamaletas y pregoneros se acercan a ver qué se cuece. Hacen una rueda alrededor de nosotros, pero no hay la clase de chispa que enciende las coñazas. Un par de gotas gordas caen del cielo, señal de la tormenta.

Niggy mira hacia los lados. Hace un puchero y se oye su voz:

–Leave it like that.

La aduana francesa en la costa de Albina es un paseo. Solo mostrar los pasaportes y chao. La piragua se llama Zidane, el motor suena como un helicóptero. Montamos las cosas. La promesa del río Maroni es el horizonte de otra Guyana. Maria hace una sonrisa de oreja a oreja, y dice algo que no logro escuchar. Le pido repetición. Bienvenido en Francia, papi.


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