Fedosy Santaella
Quién sabe qué pensarían mis padres en aquel entonces. Pero es cierto, desde aquellos tiempos yo me escondía del mundo. O andaba, más bien, por detrás de las cosas del mundo. Íbamos a Tucacas, a la casa de mi tía Valka, y por lo general era todo un familión: mi tía Valka y mi tío portugués, mi tía Anita y su esposo con mis dos primos, mi tía Helena y otro tío, y claro, mi papá, mi mamá y yo. La urbanización la formaban unas veinte casitas que hacían un semicírculo, una cantina y una cancha de básquet. Teníamos el mar a nuestra completa disposición, pero a mí me daba por irme a la parte trasera de esas casitas, por los lados del estacionamiento, y allí me quedaba, hurgando, como buscando puertas, como buscando secretos. Tampoco era que andaba solo todo el tiempo, mi primo me acompañaba en ocasiones. Él recorría aquellos recovecos conmigo, pero después se aburría y se iba al mar. Yo me quedaba un rato más. Me encantaba quedarme un rato más.
Quién sabe, sí, quién sabe qué pensaba mi papá. ¿Y mi niño?, preguntaría. Por allá, escondido por los lados del estacionamiento, le respondería mamá. Y yo en pantaloncitos cortos y zapatos de goma, explorando los bastidores con un palito en la mano, aventurero de la nada. No tengo una clara opinión de la idea que tenía aquel señor con respecto a su hijo. Pero quizás, cuando decidí estudiar Letras y cuando después comenzaron mis problemas con la bebida, cuando él llamaba al siquiatra y le preguntaba cómo andaba yo, quizás en aquellos momento me recordaba jugando a solas por aquellos predios playeros.
Pasamos muchas vacaciones en las casitas. La de mi tía, a diferencia de la mayoría, estaba formada por dos casitas: una que constituía todo un espacio de cocina, y la otra, poblada de camas literas. Recuerdo que yo dormía en la parte de arriba de una de las dos literas que estaban pegadas a las ventanas de la entrada. Eran unas ventanas tipo macuto, y en las noches yo me quedaba viendo hacia la oscuridad, escuchando el mar, hasta que me quedaba dormido. Mis primeros recuerdos del sonido del mar en la noche vienen de aquellos años, de las casitas de Tucacas. El mar en la noche, nadie que se haga llamar ser humano debería quedarse sin escucharlo.
Mi prima, mi primo y yo siempre nos levantábamos antes que los demás. Por lo general, me iba con ellos hasta la playa. Aún no había salido el sol, y me gustaba -y me gusta- el mar sin sol. Nos bañábamos o nos daba también por recorrer la playa a la búsqueda de objetos curiosos traídos por el mar. Nunca, en verdad, encontramos nada digno, pero era divertido hacer el paseo.
Aquella vez caminábamos buscando nuestros tesoros falsos cuando tropezamos con unos huecos enormes. De entrada, descubrimos cinco, uno al lado del otro, distribuidos en una ligera curvatura; después, uno más grande, descomunal. Cuando pusimos suficiente distancia entre esos huecos y nosotros, nos dimos cuenta que el conjunto formaba una huella de pie. Una huella de un gigante. Mis primos y yo nos dijimos que un grupo de personas la había hecho, así como se hacen castillos de arenas o cuerpos con tetas. En el fondo, yo pensé que se trataba de la huella de un gigante real que, durante la noche, había puesto un pie en la arena y otro en el mar, y que después había vuelto a las profundidades. Porque para mí aquel gigante era un titán del mar que había salido a respirar un poco de brisa nocturna y a escuchar el mar. Pues, no cabe duda, bajo el agua no se puede escuchar el maravilloso sonido de las olas rompiendo en la orilla.
Aquella vez caminábamos buscando nuestros tesoros falsos cuando tropezamos con unos huecos enormes. De entrada, descubrimos cinco, uno al lado del otro, distribuidos en una ligera curvatura; después, uno más grande, descomunal. Cuando pusimos suficiente distancia entre esos huecos y nosotros, nos dimos cuenta que el conjunto formaba una huella de pie. Una huella de un gigante. Mis primos y yo nos dijimos que un grupo de personas la había hecho, así como se hacen castillos de arenas o cuerpos con tetas. En el fondo, yo pensé que se trataba de la huella de un gigante real que, durante la noche, había puesto un pie en la arena y otro en el mar, y que después había vuelto a las profundidades. Porque para mí aquel gigante era un titán del mar que había salido a respirar un poco de brisa nocturna y a escuchar el mar. Pues, no cabe duda, bajo el agua no se puede escuchar el maravilloso sonido de las olas rompiendo en la orilla.
No recuerdo si ese mismo día volvimos a la playa. Pero sí que en cierto momento estuvimos con los adultos y mis primos. Aunque ya no había rastros de la pisada, conté sobre lo que habíamos visto. Los adultos no me creyeron y, más extraño aún, mis primos no me apoyaron, alegaron que no recordaban nada. Todos me dijeron que quizás lo había soñado.
Otro día de esa misma semana, se aparecieron por las casitas unos amigos de uno de mis tíos, el papá de mis primos. Eran una pareja con sus dos hijos, una gente presuntuosa de Valencia. Nosotros estábamos en las literas cuando escuché que mamá le decía a papá que teníamos que salir porque habían llegado esas personas antipáticas que se creían la gran cosota. Así dijo mamá. Salimos y aquellas personas apenas se preocuparon por saludarnos, y después ni se molestaron en hablarle a mis papás; todo el tiempo se dirigían a mis tíos, y era como si nosotros no existiéramos. Me dio coraje que los dos señores fuesen así con mis papás, y al rato la pagué con la hija y el hijo de ellos.
Ella era una gordita chillona que por supuesto intentó tratarme como una piltrafa, y él un absoluto idiota de cachetes abombados y labios salidos y siempre mojados en saliva. Estaba bañándome en la orilla con mis primos y con aquellos dos creídos, cuando algo feo me dijo la niña y algo feo le respondí yo. Entonces su hermano salió en defensa, y yo, sin mediar palabras, cargado de una súbita violencia física, le lancé una patada directo a las pelotas. El idiota cayó de rodillas sobre las olas, y su hermana salió corriendo a contarles a sus padres y a mi familia. Mis primos se quedaron viéndome sin decir nada, asombrados, y yo también salí corriendo, de vuelta a la parte de atrás de las casitas, de vuelta a mi mundo secreto.
Al rato, oculto tras unos bloques de cemento que había al fondo, vi a mi tío dar vueltas por entre los carros. Caminaba a grandes zancadas, se le notaba enojado. Unos minutos después escuché la voz de mamá. Decía, como hablándole al viento, que mi tío me andaba buscando para regañarme por el insulto a la niña y por el daño que le hice al hijo de sus amigos. Un cuarto de hora más tarde vi a mi papá. Lo vi de pie junto a su carro, fumándose un cigarrillo, mirando hacia donde me encontraba escondido, como sabiéndolo, como queriéndome decir que sabía dónde ubicarme, pero que no lo haría. Quizás me entendía, quizás estaba de acuerdo conmigo. Quizás su presencia callada era una manera de decírmelo. Puede que me equivoque, y quizás él pensaba, preocupado, en su hijo extraño, en el futuro de su hijo extraño, y el futuro de él mismo con su hijo extraño. Quizás pensaba que era desgraciado, quizás prefería mantenerse callado que enfrentar la dura verdad de un hijo roto. Lo cierto es que no volví al mundo de los adultos hasta que se largó el auto de los valencianos. Entonces me aparecí en el porche de las casitas. Mi tío me vio y, con el rostro congestionado de rabia, empezó a decirme que me había portado muy mal, pero mamá intervino y le dijo que dejara que ella se encargaba. Luego mamá me llevó al interior de la casita de las literas. Allí, al final, en una de las literas donde dormían los adultos, estaba mi papá leyendo. Él cerró el libro y mamá empezó a decirme un montón de cosas, siempre dejando en claro que todo lo que decía lo pensaban mi papá y ella. Quién sabe lo que los adultos hablan a puerta cerrada, en ese mundo que también es una parte de atrás, la parte de atrás del mundo de sus hijos.
Mamá dijo que la violencia no era buena, que dejara de andar tanto por los lados del estacionamiento, que me integrara, que debía ser respetuoso, que esa gente de Valencia era gente decente, que además no eran conocidos de ellos, sino del tío, que qué impresión creía yo que se iban a llevar no de mí, sino de «nosotros», y con nosotros quería decir papá, mamá y yo. Les quise decir que no entendía nada, que por qué me decían esas cosas, si ella misma había aseverado que esa gente era mala, y que yo además había visto cómo los habían ignorado la mayor parte del tiempo, cual cucarachas, o algo así. Pero callé y me aguanté mi regaño.
También me castigaron. Aquel día y al día siguiente no podía volver por los lados del estacionamiento. Sí, aquel era mi castigo: podía ir a la playa, pero no a la parte trasera de las casitas. Pasé el resto de la tarde en la litera, hojeando una y otra vez las comiquitas del periódico. Yo era, en aquella circunstancia, todo un leproso. Nadie me habló, nadie se me acercó.
En la noche, después de los baños y antes de la cena, se me acercaron mis primos y me dijeron que lo había hecho muy bien, que aquellos dos niños eran unos tarados. Nos reímos bajito y nos fuimos a dar una vuelta por la cancha de básquet. Había buena brisa y el mar empezaba a sonar a mar nocturno. A pesar de los regaños, a pesar de los castigos, yo me sentía bien, me sentía como aquel gigante que había dejado su pisada en la orilla de la playa. Desde las casitas, nos llamaron para la cena. Como si nada, nosotros seguimos en los nuestro, por lo menos unos minutos más.