Por Javier Romero
Según Elías Pino Iturrieta, el primer campamento vacacional de Caracas tuvo lugar en el año 1798. Por aquel entonces, un par de exploradores italianos, Pietro Falsini y Guido Malatesta, se quedaron sin fondos para regresar a su patria. Habían abandonado la intención inicial de descubrir y catalogar nuevas especies de plantas e insectos por deambular en cuanto pueblo y burdel había en el interior de esta Capitanía General de Venezuela.
Llegaron a la entonces fresca aldea de Caracas y al ver que todas las miradas los identificaban como venidos de las gloriosas y lejanas tierras europeas, supieron que tenían el triunfo asegurado. Con esa extraña pericia que desarrollan los hombres empujados por la necesidad de bienes materiales, escogieron las casas más opulentas, habitadas por la élite y allí desarrollaron su plan.
La técnica era muy simple: se presentaban como veteranos soldados y fieles defensores de su santidad el papa Pío VI, que tuvieron que escapar de la península cuando las tropas de la revolucionaria Francia entraron en Roma, y habían llegado a tierras americanas –según decían–, para enseñar a los chicos “ciertos elementos fundamentales que todo futuro hombre de bien debe saber”. El objetivo era llevarlos por una o dos semanas hasta algún bosque no muy alejado y establecer allí La Comunidad de Jóvenes Caballeros.
Lo que más atrajo a los padres, era la posibilidad de que sus hijos durmieran a la intemperie y, sobre todo, las lecciones: nociones básicas de supervivencia, ciencias y artes militares, y religión, puesto que Malatesta decía haber sido monaguillo en su infancia y ayudante del capellán en Lombardía.
Sus sólidos argumentos, lograron convencer a la crema y nata de la sociedad caraqueña de finales del siglo XVIII, cuya única obsesión era enreciar el carácter de los niños. El día de la partida llegó con una lista de quince jóvenes inscritos. Estos y sus padres se habían reunido en la Plaza Mayor y tuvieron que esperar a los italianos unas tres horas, puesto que la noche anterior habían derrochado casi la mitad del presupuesto en vino y mujeres.
Los exploradores no se detuvieron a hablar con los representantes, parte del protocolo según dijeron, pero la verdadera razón era el mal humor con que despertaba Falsini luego de una noche de farra y el aliento alcohólico de Malatesta. Se limitaron a agrupar a los chicos en una fila y comenzaron a caminar hacia los campos del este.
Entre los chicos asistentes había uno que destacaba por su extrema delgadez y su pálido rostro. “Su nombre es Simón Bolívar y es primo de casi todos nosotros”, dijeron los chicos cuando el muchacho cayó desmayado al recorrer apenas la primera milla de aquel viaje. “Nunca he andado más allá de las colinas de la ciudad”, fue su argumento al despertar.
Aquel primer día estuvo lleno de actividades físicas –sólo para los chicos, pues los italianos seguían indispuestos–, tales como: esgrima, carreras de sacos de un lado al otro de la quebrada, subir a los árboles en busca de las hojas más altas y, una prolongada sesión de lucha greco-romana. A tal punto quedaron extenuados, que antes del atardecer estaban dentro de sus respectivas hamacas.
Ya Falsini y Malatesta se aprestaban a abandonar aquel improvisado campamento, cuando escucharon la voz aguda de Simón Bolívar, incisiva como la de esas niñas que se creen magistradas y dueñas de todo lugar al que llegan: “¿Adonde van los guías que prometieron cuidar de nosotros?”. No despertó a nadie, por fortuna. Pietro le dijo: “Vamos a Petare, un pueblo cercano a comprar vino para calmar un poco el frío, puesto que mañana subiremos el Ávila.” “No les creo, si no me llevan se las tendrán que arreglar con la ley, ustedes no saben quién es mi papá.”
Por supuesto que sabían quién era Juan Vicente Bolívar, el Administrador de la Real Hacienda. Así que decidieron llevarlo en su expedición nocturna. Fueron a parar en casa de Atenea Catalina, la meretriz mejor cotizada de aquellos tiempos. El joven Bolívar al darse cuenta de las intenciones de sus guías, les propuso lo siguiente: “Ya que soy virgen, seré el primero en probar las delicias del sexo esta noche.” Malatesta estaba a punto de lanzarle un gancho de derecha cuando Falsini le detuvo el puño en el aire con un rápido movimiento. “Me parece bien que el chico pruebe, además es parte de las actividades de recreación que todo hombre de armas debe experimentar, este es un campamento para machos.”
El chico duró pocos minutos en la pieza de La Sibila, la jovencita que Atenea había seleccionado para él. Al salir mostraba una alucinada sonrisa de satisfacción y hasta se atrevió a pedir a los dos mayores que lo trajeran también la noche siguiente: “El chico la tiene muy grande, llegará bien lejos pero jamás será feliz”, profetizó La Sibila al despedirse. Los italianos no le prestaron mayor importancia al comentario. Compraron el vino y se entretuvieron un rato más con un par de chicas. Al percatarse de la inminente llegada del amanecer abandonaron el lugar, dejando atrás a las chicas que los despidieron con ruidosas muestras de afecto amontonadas ante la puerta y las ventanas.
Ya en La Comunidad de los Jóvenes Caballeros, el joven Bolívar le contó su hazaña nocturna a todos los compañeros. Esto ocurrió a pesar de los reiterados ruegos de Falsini y las amenazas de Malatesta. Por supuesto, el resto de los chicos exigieron, a gritos, que los llevaran a ellos también.
Así tuvieron que hacerlo, inundando de lujuriosos e inexpertos chicos aquella casa de citas. Las noches siguientes ocurrió lo mismo, hasta que La Sibila se cansó de profetizar y los italianos se quedaron sin dinero una vez más. Una lluviosa mañana de agosto entregaron a los chicos en la Plaza Mayor de Caracas y desaparecieron poco después.
De Pietro Falsini y Guido Malatesta no se tuvo más noticia, aunque Guillermo Morón reconoce en Memorias de Valencia, a un par de comerciantes italianos como los fundadores del primer campamento vacacional de esa ciudad en el año 1799.