Por Aglaia Berlutti
(fotos originales de la autora)
(fotos originales de la autora)
10 de abril de 1850
Estoy a punto de morir. Lo sé, aunque nadie me lo diga. Aunque las enfermeras vuelvan la cara al verme sonreír, con mis encías negras y rotas. Aunque los médicos insistan en que, de nuevo, me levantaré de la cama. Pero moriré, claro que sí. Conozco la muerte tan de cerca que percibo su cercanía como una caricia lenta, deliciosa. Dolorosa. De ser más joven… oh, de ser más joven, mis dedos harían un pequeño recorrido indecoroso ¿No lo hacía así el gran Marqués de la Bastilla? Eso dicen, eso dicen. Que rozaba con las manos abiertas su virilidad cuando escuchaba los gritos de las ejecuciones a través de su ventana. Cuando el bochorno y el deseo no es todo, sino recuerdos de la vida que se abre como pétalo podrido. Así es la muerte para mí, es tan deliciosa como un bocado misterioso, el pecado mismo. Cristalizada en cera. Convertida en rostros perdidos, temibles, rotos, embaucados por la promesa de la eternidad.
Soy una gran tramposa, y lo pienso con una sonrisa, mientras escribo esta carta que nadie leerá. De mi vida se sabe muy poco. Incluso mi nombre está envuelvo en esa masa lenta y caliente del misterio que modelé para mí. Como una de mis estatuas, como una de mis preciosas y queridas efigies. Esa Marie Grosholtz vive bajo las capas de cera derretida de mi rostro, de esta Madame Tussaud tan falsa, tan mentirosa. Ah, reírme hace que el pecho duela, los hombros rígidos de dolor. ¡Pero es que me gusta mentir! Tanto, que escapé de mi nombre real. La “Dama de la muerte”, así me llaman, por ocultar su historia personal bajo capas de delicadas y atractivas ficciones. Pequeñas y grandes mentiras que convirtieron mi vida en un misterio dentro de un misterio. He cumplido los ochenta y de pronto, deseo tanto recordarme, que escribo estas memorias chuscas, sin valor, sin sentido, para encontrar a la mujer que fui. Pero, ¡la mentira sigue allí! Incluso cuando tomé la pluma y la sostuve, la tinta goteando entre los dedos, no pude recordar mi verdadera historia. “Madame Tussaud nació en Berna en 1761”, mentí de nuevo. Tendida entre brocados, consciente del peso de la historia que estaba a punto de contar, hablo de misma como el más elaborado personaje fantástico. Y tal vez lo soy.
Miento de nuevo: claro que recuerdo cuando nací y quién era antes de ser esta entelequia de cera, recuerdos y maldad convertida en una criatura infame. Un brillo seco: las calles de piedra, los cristales isabelinos alargándose en medio de las sombras. Estrasburgo en el año 1761. Allí nací, en el seno de una familia asolada por la desgracia: no llegué a conocer a mi padre y mi madre se trasladó a Berna unos meses después de su nacimiento, en un intento de huir de los estragos de la Guerra de los siete años. Ah, esa pequeña Marie que miraba a los soldados muertos en las calles con golosa satisfacción. La entrepierna húmeda ya a los ocho, a los nueve. Los ojos entrecerrados. Una vez me mojé los dedos con esa sangre infecta, casi coagulada y me dibujé arabescos en el rostro. Pensé en que la vida era muy corta, que conservarla era un pensamiento ruin. ¡Que endiablado espíritu debía ser por entonces, ya pensando en semejantes horrores! Pero todos somos monstruos. La sangre pesa. La muerte está allí.
¡Oh, estaba tan obsesionada por la muerte como para tener pesadillas recurrentes que me fascinaban y aterrorizaban a partes iguales! A mí, a ella. A la niña, a la Marie que robaba a los cadáveres, que se escondía en los salones de los muertos recientes. No sólo se trataba de una curiosidad natural por lo inexplicable sino un verdadero interés enfermizo que no hizo más que aumentar y hacerse cada vez más morboso con el paso del tiempo. ¡Lo confieso! Mi primer amor fue la muerte y mi primera traición, ¡tratar de vencerla! Me intrigaba el trabajo del Doctor Philippe Curtius, para quien mi madre trabajaba como ama de llaves. El cirujano y anatomista se especializaba en esculpir con cera el rostro de los muertos y era famoso en la ciudad por la delicadeza y belleza de su trabajo. Lo miraba a escondidas pasar la navaja repleta de carne viva y cera, creando. Lo miraba a escondidas toqueteando los cadáveres, dándoles vida en la muerte. Lo miraba a todas horas. Tantas que el viejo terminó por creer que la flacucha adolescente que era albergaba sentimientos por el Señor de la casa y una noche me llevó allí, para desflorarme sobre los cadáveres y las ceras. Y lo hizo, empujando fuerte, mientras yo gemía de dolor, los dedos abiertos, mirando el ojo del muerto, la boca torcida, el grumo de cera blanca. El placer explotó, se extendió, creció, me llenó como la semilla del doctor decrépito. Pensé en la muerte y en la vida. En mi sangre derramándose en primavera, bendiciéndolo todo, al cadáver, al viejo que me violaba, a la mezcla redentora.
Después, Curtius se sintió culpable. Siguió llevándome a la mesa para tomar de mí lo que no le daban las putas por su infecta obsesión con la muerte, pero también decidió enseñarme el viejo oficio con la misma paciencia de un padre. No sólo se trataba de un lucrativo negocio - las efigies mortuorias se habían convertido en un símbolo de lujo - sino, además, en un arte por derecho propio. Algo bello, algo vital allí donde la vida acababa. Aprendí a abrir la vena del hombro, para que la sangre fluyera del cadáver. Aprendí a masajear la piel, hasta que brotaba el humor amarillento, preludio de la muerte silenciosa. Y por supuesto, también aprendí a extender la cera sobre los rostros. Lo hice con cuidado, lo hice con amor. Lo hice mientras el viejo me manoseaba y se sacudía contra mí. Pero en tanto era esclava de sus deseos, también me convertí en su mejor aprendiz. Como si la transmutación del pecado y la muerte fueran una sola efigie, una única mirada al horror. Un deseo violento que sólo podía satisfacerse a través de la cera.
Tenía una especial habilidad para el modelado: mis retratos en cera captaban facciones y también, cierta e indefinible emoción que Curtius insistía era “el espíritu mismo” del modelo. El viejo me amó, a su manera. Me hizo su heredera, a su manera. “Pacientemente se ponían en manos de la hermosa artista”, contó Curtius en una breve carta a un colega que alcancé a leer, inclinada sobre su hombro. “Tiene una habilidad inquietante para captar la vida”, añadió.
Lo que no sabía el viejo es que también salía por las noches para recorrer la ciudad y llevar a cabo prácticas inconfesables que aún ahora, en esta misiva sin destinatario (al olvido ¿quizás?) me cuesta admitir. De pie, en los hospitales de raso, esperaba que las parturientas trajeran al mundo a sus bastardos para robarlos. Y mientras lloraban a gritos, enajenados y envilecidos por la pobreza, los cubría de cera, los envolvía en gruesas capas de caliente eternidad en donde iban a morir sus gritos y llantos. Criaturas perfectas. Tan vivas, pero a la vez muertas. Las dejaba abandonadas, envueltas en encajes, fascinadas por el pensamiento que quizás seguían vivas en su caparazón de cera. Oh la belleza, la muerte, pensaba en mis poluciones nocturnas. ¿Se llamaría también onanismo el pecado que yo cometía? Porque no era fuente de vida. Era dolor y deseo. Como el que viejo me daba, como el que me proporcionaba matar.
Nos hicimos famosos pronto en esa Berna crepuscular repleta de nuevos ricos. Para mis manos abiertas, posaron celebridades intelectuales y de enorme reconocimiento universal como Voltaire y Benjamín Franklin. Pronto pude crear toda una nueva percepción sobre cera que iba más allá del mero registro y retrato. Traía a la vida la vida. Ocultaba la muerte en la cera. Oh, algo me habían enseñado esos pequeños recién nacidos moribundos. Los extraños homúnculos que aparecían de vez en cuando en la puerta de iglesias y hospicios, que ya suscitan miedo en los rincones más ocultos de la ciudad. Había algo místico y semi ritualista en la forma en que captaba los rostros, pero además, a los otros, les confería una particular importancia el hecho de ser inmortalizado como parte del pequeño grupo de privilegiados que podían acceder al arte. Pero sólo eran máscaras, pensaba con despecho. Sólo eran copias de la vida.
Y yo quería, sin duda, otra cosa.
Me llevaría años conseguirlo. Ya por entonces, la exposición del Boulevard Du Temple estaba abierta. Que pomposo el título en la marquesina: “Caverne des Grands Voleurs”. Esta fue la precursora de la que sería la Cámara de los Horrores. Ya había en sus rincones las efigie de uno que otro niño recién nacido. ¡Que realistas!, decían las mujeres con miriñaque y los ojos fruncidos detrás del abanico. Me miraban, sólo un momento, y se hacían preguntas. Silenciosas. Los hombres jamás notaban nada, señalando con algarabía infantil los rostros de las esculturas, las finas manos, el detalle en las ropas. Oh, pero ellas… lo notaban enseguida. Y a mí me gustaba que lo hicieran. Me recuerdo de pie, tan feliz, las manos cruzadas en la espalda, esperando que notaran que había ocurrido, como habían llegado al mundo esas horrendas criaturas exquisitas que moldeaba por las noches, entre los gritos de las madres en los sótanos, con el viejo ya senil, mirando tembloroso y horrorizado. Oh, la sangre. La vida. La cera. Todo envuelto en el misterio. Sin nombre. Perdido y roto. Un infierno particular.
Con la llegada de la Revolución Francesa, el mundo se transformó en un escenario inquietante y sangriento: poco antes de que estallara la revuelta en las calles, ya había retratado en cera a nobles y aristócratas, entre quienes se contaban el ministro de finanzas de la Corona Jacques Necker, el hermano del rey Luis XVI, el duque de Orleans. ¿Alguien lo puede imaginar? Me rio otra vez, el pecho flaco lleno de flemas. ¡Yo, la puta del viejo maestro, la hija huérfana, eternizando a la nobleza! Pero nada podía ser tan bueno, ¿cómo serlo? Eran símbolos de decadencia y pronto se convirtieron en motivo de escarnio. Incluso fui detenida durante Reinado del Terror y sentenciada a muerte por guillotina por mi “colaboración con los opresores del pueblo”. Escuché la palabra muerte con el corazón latiendo rápido, las manos tensas de pura expectativa. Nadie haría una máscara de mi rostro, pensé con tristeza. Y, ¡ah, qué idea dolorosa era esa! No creo en Cielos e Infiernos prometidos y me hirió la mera idea que desaparecería con el crepúsculo, como tantos otros. En la mazmorra esperé la muerte sin temor, atormentada por una profunda y morbosa curiosidad durante las horas previas a la ejecución. Sin embargo, el viejo apareció de entre mis recuerdos para salvarme la vida. ¿Hacía cuánto que no nos dirigimos una palabra, una mirada? ¿Desde que mi piel se marchitó o cuando descubrió mis apetitos inconfesables? Gracias a la intervención de Collot d’Herbois -muy cercano a la familia de Courtois - fui puesta en libertad. La cercanía de la muerte me hizo más consciente de la vida y de su extraña belleza. Recorrí la París de ensueño convertida en una tumba, de nuevo rozando con los dedos la sangre de otros, paladeando con placer su sabor. Una tumba y yo era la reina. Una tumba y yo conocía sus secretos.
Volví con Curtius, ahora viejo y encogido de horror por la muerte, pero que me invitó a su lado, como un cómplice en medio de la mortandad. Y llegó entonces el momento que había esperado toda mi vida: comenzamos a crear efigies de los condenados y decapitados que morían a decenas durante los juicios públicos que se llevaban a cabo a diario. Oh qué placer lustroso como el de una criatura muerta y aplastado bajo las ruedas de la carreta, cuyas entrañas brillan bajo el sol, la de tomar las cabezas y las manos para llevarlas a la vida eterna. El arte y los límites tétricos de la muerte llegaron a confundirse durante el momento más sanguinario de la Revolución. Me asombró el fervor que despertaba el odio y el resentimiento en las calles de París y creé bustos y retratos que trataron de reflejar lo que ocurría con una belleza tétrica que marcó mi impronta. El público se empezó a congregar en las calles demandando bustos de los ídolos del pueblo; yo se los di, a diario. Cada día más vívidos, más realistas, más bellos.
Porque las máscaras mortuorias de Luis XVI, María Antonieta, Marat y Robespierre, fluían en cera, pero también en la piel de los desgraciados que el viejo y yo tomábamos de las calles y que nadie extrañaría después. Secuestros rápidos, violentos. La mano en la boca, la navaja en el cuello. Pero sólo para asustar. Yo los necesitaba vivos. Y vivos les cortaba la piel para verter la cera caliente. Vivos me inclinaba sobre las heridas que sangraban, los órganos relucientes como pequeñas joyas. Estaban vivos, por obra y gracia de mi mano. Pero también muertos. La vida en un fluir tan enigmático que llegué a confundir ambas cosas. Los muertos con los vivos. La carne desgarrada con la cera bendita. Las ejecuciones en la calle con las que acometía en privado. La hachuela levantada, el horror de la muerte convertido en algo por completo distinto, un espectáculo infinitamente cruel que se confundió con el ardor de las proclamas revolucionarias y la sed de sangre que se encendió por París. Las piezas se mostraban como estandartes de protesta y la mayoría se convirtieron en símbolos de victoria revolucionaria. Pero nadie sospechaba que detrás de las máscaras había hombres y mujeres vivos, que se pudrían con lentitud, calcinados en un fuego eterno delicado que incluso consumía el fuego blanco del gusano. ¿A quién le importaba el olor de la podredumbre cuando toda París sucumbía a la muerte? Los muertos yaciendo a la intemperie en las orillas de las calles y canaletes, los vientres rajados, las gargantas abiertas. Las cabezas torcidas en picas. Toda París era veneno puro de un infierno imposible. Y mis esculturas lo representaba: ah, la cera viva, ardiente en carne real. De pronto, las obras de Marie y Curtius dejaron de ser consideradas símbolos de decadencia y se transformaron en una forma de reconocer el triunfo del pueblo en las calles manchadas de sangre. La exhibición de las figuras de cera con los rostros de los decapitados se convirtió en una especie de espectáculo público en el que se mostraba al pueblo los acontecimientos del día. ¡Besaban mis manos, mis labios marchitos! Era la Reina de la muerte: recibía las cabezas decapitadas apenas separadas del cuerpo, los ojos vueltos hacia arriba, tan vivos como las de mis víctimas anónimas. Estuve a punto de enloquecer de miedo y fascinación a medida que la violencia se hacía más virulenta e incontrolable. Llegué a creer que las cabezas de los condenados me culpaban por sus horrorosas muertes. Eso me hacía feliz.
Duró poco aquel reinado de horror. Curtius y yo huimos a Inglaterra, donde él fue a morir. Y como último desagravio, le dejé desnudo, sin máscara ni muestra de respeto. Sólo un viejo regordete y arrugado que murió en mi cama, mirándome horrorizado. El veneno le tuvo que haber provocado dolor, un bello dolor que no quise inmortalizar. Pero él lo hizo, de alguna manera. Me obsequió nuestra colección de víctimas, ese secreto compartido a la tumba quién describió como un largo recorrido por el horror y lo temible en medio de lo hermoso. La noche de su muerte, me quedé de pie en medio de nuestras figuras. De nuestros hijos engendrados en el mal. Eternizados en la cera. Comprendí el milagro que nos unía y nos uniría: un amor infecto, con el olor de las tumbas abiertas; ojos muertos y vivos mirándome desde la cera vidriada; un museo de muerte y vida que nos pertenecía a ambos, como una recámara de un infierno privado.
No le conté nunca nada François, quién contrajo matrimonio conmigo a pesar de mi fama maldita y me dio su apellido Tussaud. No le dije a nadie sobre el tesoro que se escondía en el sótano de mi museo. Para cualquiera, sólo eran esculturas, sonrientes, eternizadas en frágil belleza. Los ojos blancos, las manos extendidas. Pero yo sabía que bajo la capa cristalizada y vítrea había vida. ¿Quién podría decir si el alma de mis víctimas no continuaba allí, atrapada, convertida y disecada en algo más añejo y peligroso? ¿Quién podría decir que ejércitos de malditos no habitaban en mis obras? Ahora que lo escribo, que me lo confieso, me hace reír. No creo en el cielo o en el infierno, pero si a los monstruos que sobreviven a la muerte. Como los míos.
Por eso escribo esta carta, que nadie leerá, puesto que esconderé entre los festones de mis criaturas, vivas y muertas. Será otro secreto entre los secretos. Lo hago porque comprendí que mis esculturas de cera eran una forma de recordar la maldad y el núcleo de la belleza confesaría en su lecho de muerte. Una magia lóbrega que vivirá después de mí, a pesar de mí. Vida después de la vida. Una mirada al olvido. La obra de un Dios maldito que encarno, una deidad imposible que vive y quizás morirá en mí.
Marie