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Panegírico a las almas perdidas

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Por Aglaia Berlutti
(fotos originales de la autora)





10 de abril de 1850

Estoy a punto de morir. Lo sé, aunque nadie me lo diga. Aunque las enfermeras vuelvan la cara al verme sonreír, con mis encías negras y rotas. Aunque los médicos insistan en que, de nuevo, me levantaré de la cama. Pero moriré, claro que sí. Conozco la muerte tan de cerca que percibo su cercanía como una caricia lenta, deliciosa. Dolorosa. De ser más joven… oh, de ser más joven, mis dedos harían un pequeño recorrido indecoroso ¿No lo hacía así el gran Marqués de la Bastilla? Eso dicen, eso dicen. Que rozaba con las manos abiertas su virilidad cuando escuchaba los gritos de las ejecuciones a través de su ventana. Cuando el bochorno y el deseo no es todo, sino recuerdos de la vida que se abre como pétalo podrido. Así es la muerte para mí, es tan deliciosa como un bocado misterioso, el pecado mismo. Cristalizada en cera. Convertida en rostros perdidos, temibles, rotos, embaucados por la promesa de la eternidad. 

Soy una gran tramposa, y lo pienso con una sonrisa, mientras escribo esta carta que nadie leerá. De mi vida se sabe muy poco. Incluso mi nombre está envuelvo en esa masa lenta y caliente del misterio que modelé para mí. Como una de mis estatuas, como una de mis preciosas y queridas efigies. Esa Marie Grosholtz vive bajo las capas de cera derretida de mi rostro, de esta Madame Tussaud tan falsa, tan mentirosa. Ah, reírme hace que el pecho duela, los hombros rígidos de dolor. ¡Pero es que me gusta mentir! Tanto, que escapé de mi nombre real. La “Dama de la muerte”, así me llaman, por ocultar su historia personal bajo capas de delicadas y atractivas ficciones. Pequeñas y grandes mentiras que convirtieron mi vida en un misterio dentro de un misterio. He cumplido los ochenta y de pronto, deseo tanto recordarme, que escribo estas memorias chuscas, sin valor, sin sentido, para encontrar a la mujer que fui. Pero, ¡la mentira sigue allí! Incluso cuando tomé la pluma y la sostuve, la tinta goteando entre los dedos, no pude recordar mi verdadera historia. “Madame Tussaud nació en Berna en 1761”, mentí de nuevo. Tendida entre brocados, consciente del peso de la historia que estaba a punto de contar, hablo de misma como el más elaborado personaje fantástico. Y tal vez lo soy.

Miento de nuevo: claro que recuerdo cuando nací y quién era antes de ser esta entelequia de cera, recuerdos y maldad convertida en una criatura infame. Un brillo seco: las calles de piedra, los cristales isabelinos alargándose en medio de las sombras. Estrasburgo en el año 1761. Allí nací, en el seno de una familia asolada por la desgracia: no llegué a conocer a mi padre y mi madre se trasladó a Berna unos meses después de su nacimiento, en un intento de huir de los estragos de la Guerra de los siete años. Ah, esa pequeña Marie que miraba a los soldados muertos en las calles con golosa satisfacción. La entrepierna húmeda ya a los ocho, a los nueve. Los ojos entrecerrados. Una vez me mojé los dedos con esa sangre infecta, casi coagulada y me dibujé arabescos en el rostro. Pensé en que la vida era muy corta, que conservarla era un pensamiento ruin. ¡Que endiablado espíritu debía ser por entonces, ya pensando en semejantes horrores! Pero todos somos monstruos. La sangre pesa. La muerte está allí.

¡Oh, estaba tan obsesionada por la muerte como para tener pesadillas recurrentes que me fascinaban y aterrorizaban a partes iguales! A mí, a ella. A la niña, a la Marie que robaba a los cadáveres, que se escondía en los salones de los muertos recientes. No sólo se trataba de una curiosidad natural por lo inexplicable sino un verdadero interés enfermizo que no hizo más que aumentar y hacerse cada vez más morboso con el paso del tiempo. ¡Lo confieso! Mi primer amor fue la muerte y mi primera traición, ¡tratar de vencerla! Me intrigaba el trabajo del Doctor Philippe Curtius, para quien mi madre trabajaba como ama de llaves. El cirujano y anatomista se especializaba en esculpir con cera el rostro de los muertos y era famoso en la ciudad por la delicadeza y belleza de su trabajo. Lo miraba a escondidas pasar la navaja repleta de carne viva y cera, creando. Lo miraba a escondidas toqueteando los cadáveres, dándoles vida en la muerte. Lo miraba a todas horas. Tantas que el viejo terminó por creer que la flacucha adolescente que era albergaba sentimientos por el Señor de la casa y una noche me llevó allí, para desflorarme sobre los cadáveres y las ceras. Y lo hizo, empujando fuerte, mientras yo gemía de dolor, los dedos abiertos, mirando el ojo del muerto, la boca torcida, el grumo de cera blanca. El placer explotó, se extendió, creció, me llenó como la semilla del doctor decrépito. Pensé en la muerte y en la vida. En mi sangre derramándose en primavera, bendiciéndolo todo, al cadáver, al viejo que me violaba, a la mezcla redentora. 

Después, Curtius se sintió culpable. Siguió llevándome a la mesa para tomar de mí lo que no le daban las putas por su infecta obsesión con la muerte, pero también decidió enseñarme el viejo oficio con la misma paciencia de un padre. No sólo se trataba de un lucrativo negocio  - las efigies mortuorias se habían convertido en un símbolo de lujo -  sino, además, en un arte por derecho propio. Algo bello, algo vital allí donde la vida acababa. Aprendí a abrir la vena del hombro, para que la sangre fluyera del cadáver. Aprendí a masajear la piel, hasta que brotaba el humor amarillento, preludio de la muerte silenciosa. Y por supuesto, también aprendí a extender la cera sobre los rostros. Lo hice con cuidado, lo hice con amor. Lo hice mientras el viejo me manoseaba y se sacudía contra mí. Pero en tanto era esclava de sus deseos, también me convertí en su mejor aprendiz. Como si la transmutación del pecado y la muerte fueran una sola efigie, una única mirada al horror. Un deseo violento que sólo podía satisfacerse a través de la cera. 

Tenía una especial habilidad para el modelado: mis retratos en cera captaban facciones y también, cierta e indefinible emoción que Curtius insistía era “el espíritu mismo” del modelo. El viejo me amó, a su manera. Me hizo su heredera, a su manera. “Pacientemente se ponían en manos de la hermosa artista”, contó Curtius en una breve carta a un colega que alcancé a leer, inclinada sobre su hombro. “Tiene una habilidad inquietante para captar la vida”, añadió.

Lo que no sabía el viejo es que también salía por las noches para recorrer la ciudad y llevar a cabo prácticas inconfesables que aún ahora, en esta misiva sin destinatario (al olvido ¿quizás?) me cuesta admitir. De pie, en los hospitales de raso, esperaba que las parturientas trajeran al mundo a sus bastardos para robarlos. Y mientras lloraban a gritos, enajenados y envilecidos por la pobreza, los cubría de cera, los envolvía en gruesas capas de caliente eternidad en donde iban a morir sus gritos y llantos. Criaturas perfectas. Tan vivas, pero a la vez muertas. Las dejaba abandonadas, envueltas en encajes, fascinadas por el pensamiento que quizás seguían vivas en su caparazón de cera. Oh la belleza, la muerte, pensaba en mis poluciones nocturnas. ¿Se llamaría también onanismo el pecado que yo cometía? Porque no era fuente de vida. Era dolor y deseo. Como el que viejo me daba, como el que me proporcionaba matar. 





Nos hicimos famosos pronto en esa Berna crepuscular repleta de nuevos ricos. Para mis manos abiertas, posaron celebridades intelectuales y de enorme reconocimiento universal como Voltaire y Benjamín Franklin. Pronto pude crear toda una nueva percepción sobre cera que iba más allá del mero registro y retrato. Traía a la vida la vida. Ocultaba la muerte en la cera. Oh, algo me habían enseñado esos pequeños recién nacidos moribundos. Los extraños homúnculos que aparecían de vez en cuando en la puerta de iglesias y hospicios, que ya suscitan miedo en los rincones más ocultos de la ciudad. Había algo místico y semi ritualista en la forma en que captaba los rostros, pero además, a los otros, les confería una particular importancia el hecho de ser inmortalizado como parte del pequeño grupo de privilegiados que podían acceder al arte. Pero sólo eran máscaras, pensaba con despecho. Sólo eran copias de la vida.

Y yo quería, sin duda, otra cosa.

Me llevaría años conseguirlo. Ya por entonces, la exposición del Boulevard Du Temple estaba abierta. Que pomposo el título en la marquesina: “Caverne des Grands Voleurs”. Esta fue la precursora de la que sería la Cámara de los Horrores. Ya había en sus rincones las efigie de uno que otro niño recién nacido. ¡Que realistas!, decían las mujeres con miriñaque y los ojos fruncidos detrás del abanico. Me miraban, sólo un momento, y se hacían preguntas. Silenciosas. Los hombres jamás notaban nada, señalando con algarabía infantil los rostros de las esculturas, las finas manos, el detalle en las ropas. Oh, pero ellas… lo notaban enseguida. Y a mí me gustaba que lo hicieran. Me recuerdo de pie, tan feliz, las manos cruzadas en la espalda, esperando que notaran que había ocurrido, como habían llegado al mundo esas horrendas criaturas exquisitas que moldeaba por las noches, entre los gritos de las madres en los sótanos, con el viejo ya senil, mirando tembloroso y horrorizado. Oh, la sangre. La vida. La cera. Todo envuelto en el misterio. Sin nombre. Perdido y roto. Un infierno particular. 

Con la llegada de la Revolución Francesa, el mundo se transformó en un escenario inquietante y sangriento: poco antes de que estallara la revuelta en las calles, ya había retratado en cera a nobles y aristócratas, entre quienes se contaban el ministro de finanzas de la Corona Jacques Necker, el hermano del rey Luis XVI, el duque de Orleans. ¿Alguien lo puede imaginar? Me rio otra vez, el pecho flaco lleno de flemas. ¡Yo, la puta del viejo maestro, la hija huérfana, eternizando a la nobleza! Pero nada podía ser tan bueno, ¿cómo serlo? Eran símbolos de decadencia y pronto se convirtieron en motivo de escarnio. Incluso fui detenida durante Reinado del Terror y sentenciada a muerte por guillotina por mi “colaboración con los opresores del pueblo”. Escuché la palabra muerte con el corazón latiendo rápido, las manos tensas de pura expectativa. Nadie haría una máscara de mi rostro, pensé con tristeza. Y, ¡ah, qué idea dolorosa era esa! No creo en Cielos e Infiernos prometidos y me hirió la mera idea que desaparecería con el crepúsculo, como tantos otros. En la mazmorra esperé la muerte sin temor, atormentada por una profunda y morbosa curiosidad durante las horas previas a la ejecución. Sin embargo, el viejo apareció de entre mis recuerdos  para salvarme la vida. ¿Hacía cuánto que no nos dirigimos una palabra, una mirada? ¿Desde que mi piel se marchitó o cuando descubrió mis apetitos inconfesables?  Gracias a la intervención de Collot d’Herbois  -muy cercano a la familia de Courtois -  fui puesta en libertad. La cercanía de la muerte me hizo más consciente de la vida y de su extraña belleza. Recorrí la París de ensueño convertida en una tumba, de nuevo rozando con los dedos la sangre de otros, paladeando con placer su sabor. Una tumba y yo era la reina. Una tumba y yo conocía sus secretos. 

Volví con Curtius, ahora viejo y encogido de horror por la muerte, pero que me invitó a su lado, como un cómplice en medio de la mortandad. Y llegó entonces el momento que había esperado toda mi vida: comenzamos a crear efigies de los condenados y decapitados que morían a decenas durante los juicios públicos que se llevaban a cabo a diario. Oh qué placer lustroso como el de una criatura muerta y aplastado bajo las ruedas de la carreta, cuyas entrañas brillan bajo el sol, la de tomar las cabezas y las manos para llevarlas a la vida eterna. El arte y los límites tétricos de la muerte llegaron a confundirse durante el momento más sanguinario de la Revolución. Me asombró el fervor que despertaba el odio y el resentimiento en las calles de París y creé bustos y retratos que trataron de reflejar lo que ocurría con una belleza tétrica que marcó mi impronta. El público se empezó a congregar en las calles demandando bustos de los ídolos del pueblo; yo se los di, a diario. Cada día más vívidos, más realistas, más bellos.




Porque las máscaras mortuorias de Luis XVI, María Antonieta, Marat y Robespierre, fluían en cera, pero también en la piel de los desgraciados que el viejo y yo tomábamos de las calles y que nadie extrañaría después.  Secuestros rápidos, violentos. La mano en la boca, la navaja en el cuello. Pero sólo para asustar. Yo los necesitaba vivos. Y vivos les cortaba la piel para verter la cera caliente. Vivos me inclinaba sobre las heridas que sangraban, los órganos relucientes como pequeñas joyas. Estaban vivos, por obra y gracia de mi mano. Pero también muertos. La vida en un fluir tan enigmático que llegué a confundir ambas cosas. Los muertos con los vivos. La carne desgarrada con la cera bendita. Las ejecuciones en la calle con las que acometía en privado. La hachuela levantada, el horror de la muerte convertido en algo por completo distinto, un espectáculo infinitamente cruel que se confundió con el ardor de las proclamas revolucionarias y la sed de sangre que se encendió por París. Las piezas se mostraban como estandartes de protesta y la mayoría se convirtieron en símbolos de victoria revolucionaria. Pero nadie sospechaba que detrás de las máscaras había hombres y mujeres vivos, que se pudrían con lentitud, calcinados en un fuego eterno delicado que incluso consumía el fuego blanco del gusano. ¿A quién le importaba el olor de la podredumbre cuando toda París sucumbía a la muerte? Los muertos yaciendo a la intemperie en las orillas de las calles y canaletes, los vientres rajados, las gargantas abiertas. Las cabezas torcidas en picas. Toda París era veneno puro de un infierno imposible. Y mis esculturas lo representaba: ah, la cera viva, ardiente en carne real. De pronto, las obras de Marie y Curtius dejaron de ser consideradas símbolos de decadencia y se transformaron en una forma de reconocer el triunfo del pueblo en las calles manchadas de sangre. La exhibición de las figuras de cera con los rostros de los decapitados se convirtió en una especie de espectáculo público en el que se mostraba al pueblo los acontecimientos del día. ¡Besaban mis manos, mis labios marchitos! Era la Reina de la muerte: recibía las cabezas decapitadas apenas separadas del cuerpo, los ojos vueltos hacia arriba, tan vivos como las de mis víctimas anónimas. Estuve a punto de enloquecer de miedo y fascinación a medida que la violencia se hacía más virulenta e incontrolable. Llegué a creer que las cabezas de los condenados me culpaban por sus horrorosas muertes. Eso me hacía feliz. 

Duró poco aquel reinado de horror. Curtius y yo huimos a Inglaterra, donde él fue a morir. Y como último desagravio, le dejé desnudo, sin máscara ni muestra de respeto. Sólo un viejo regordete y arrugado que murió en mi cama, mirándome horrorizado. El veneno le tuvo que haber provocado dolor, un bello dolor que no quise inmortalizar. Pero él lo hizo, de alguna manera. Me obsequió nuestra colección de víctimas, ese secreto compartido a la tumba quién describió como un largo recorrido por el horror y lo temible en medio de lo hermoso. La noche de su muerte, me quedé de pie en medio de nuestras figuras. De nuestros hijos engendrados en el mal. Eternizados en la cera. Comprendí el milagro que nos unía y nos uniría: un amor infecto, con el olor de las tumbas abiertas; ojos muertos y vivos mirándome desde la cera vidriada; un museo de muerte y vida que nos pertenecía a ambos, como una recámara de un infierno privado. 

No le conté nunca nada François, quién contrajo matrimonio conmigo a pesar de mi fama maldita y me dio su apellido Tussaud. No le dije a nadie sobre el tesoro que se escondía en el sótano de mi museo. Para cualquiera, sólo eran esculturas, sonrientes, eternizadas en frágil belleza. Los ojos blancos, las manos extendidas. Pero yo sabía que bajo la capa cristalizada y vítrea había vida. ¿Quién podría decir si el alma de mis víctimas no continuaba allí, atrapada, convertida y disecada en algo más añejo y peligroso? ¿Quién podría decir que ejércitos de malditos no habitaban en mis obras? Ahora que lo escribo, que me lo confieso, me hace reír. No creo en el cielo o en el infierno, pero si a los monstruos que sobreviven a la muerte. Como los míos.

Por eso escribo esta carta, que nadie leerá, puesto que esconderé entre los festones de mis criaturas, vivas y muertas. Será otro secreto entre los secretos. Lo hago porque comprendí que mis esculturas de cera eran una forma de recordar la maldad y el núcleo de la belleza confesaría en su lecho de muerte. Una magia lóbrega que vivirá después de mí, a pesar de mí. Vida después de la vida. Una mirada al olvido. La obra de un Dios maldito que encarno, una deidad imposible que vive y quizás morirá en mí.

Marie


No hay día que no me duerma pensando en Heráclito

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Por Emilio J. Martín Vargas




Soy el único poeta del mundo que se ha hecho multimillonario con un solo libro. Lloráis porque sois jóvenes salió a la venta el 19 de Noviembre del 2016, fue el número 968 de la prestigiosa colección Visor de Poesía.


El 20 de Noviembre compré un número de lotería de Navidad que acababa en 968, concretamente el número 25968, a la sazón premiado con el Gordo en el sorteo de lotería de Navidad del 21 de Diciembre del 2016.


Todo el mundo me decía entonces que estaba loco, no solo porque escribía poesía, sino sobre todo por el negocio en el que quise invertir aquel dinero llovido del cielo que no apestaba a rencor ni a cansancio.


Alquilé un bajo cerca de mi casa que antes había sido un gimnasio, grande y espacioso, y contraté al equipo de profesionales que realiza las figuras del museo Madame Tussauds para que se encargara de hacer réplicas en cera de todo el mundo que había pasado por mi vida con algún motivo para ser recordado: mi primera profesora del colegio, Rosa de la infancia, cuya confianza en mí se traducía en gritos; de todos mis amigos, los que permanecen y los que fueron intensamente hermanos pero acabaron marchándose; de las mujeres a las que quise y que me quisieron, por compasión o por derecho; de todos los miembros de mi familia, y son muchos, mi padre tiene once hermanos y mi madre cinco; del entrenador del equipo de fútbol en el que era suplente.


Busqué en internet fotos de todos, porque todos estamos en internet hoy en día, y se las pasaba al equipo (formado por una escultora, un operario, una maquilladora y un encargado de vestuario), que fabricaba en apenas diez días una figura más o menos parecida a la de la foto.


Tuve algún problema para encontrar a la gente más mayor, profesores de mi instituto, al día de hoy jubilados, por ejemplo, pero de la mayoría pude encontrar alguna foto averiguando simplemente el nombre, y con unos pocos datos que tengas se puede averiguar el nombre de cualquier persona en pocos minutos.


Prueba a encontrar a esa chica con la que trabajaste un verano de la cual no recuerdas bien su cara, aunque sí su navegable sonrisa, ni mucho menos su nombre. Recuerdas en cambio que escribieron una crítica en un blog de restaurantes alabando su trabajo como camarera y que se puso feliz y te abrazó. Escribes el nombre del hotel en el buscador del blog y repasas el historial y encuentras la reseña de aquel tipo: “encantador servicio de Sara, profesional y atento”. Sara, claro, cómo olvidarla. Ya tienes el nombre, la edad aproximada, dónde trabajó hace unos años, todo lo que te contó mientras cerrabais juntos la cafetería, ya vacía de turistas y escritores. Tienes suficientes datos para encontrar al menos una foto. Y por lo tanto allí estaba, tal y como la recordaré para siempre, inerte y bella en El Museo De Cera De Mi Vida.


Mis antiguos jefes, los que me explotaron para poder mantener el bar abierto y los que no me pagaron; mis compañeros; la gente que conocí en la Facultad de Filosofía, las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura; clientes a los que amé, porque yo amé a todo el mundo, eso es cierto, amé con pasión y esperanza y así amo todavía a todo aquel que se cruza en mi camino y tiene un gesto, una palabra, una ofrenda para este hombre con miedo a morir solo: todos estaban allí, eternamente con los ojos abiertos, y yo me paseaba entre los pasillos del museo y les daba las gracias en silenciosa letanía.


El negocio no fue tan mal como mi mujer y mis padres y todo aquel que conoció la idea antes de llevarla a cabo auguraron. He trabajado en miles de sitios, he salido mucho, tengo una familia muy numerosa, he viajado, me he movido en diferentes y variados ambientes: conozco a mucha gente. Todo el mundo que me conocía vagamente entraba para buscarse o buscar a alguien que conociera. El revuelo mediático que tan peregrina idea levantó en las redes y en las televisiones hizo el resto. Se convirtió en un pequeño triunfo social publicar un selfie junto a tu propia figura de cera en el Museo De Cera De Mi Vida, así que conocí a un montón de gente más y esa gente venía al museo a verse y los amigos de toda esa gente también venían.


Yo al final solo iba al museo por la noche, cuando estaba cerrado, para no ver a nadie. No quería conocer a nadie más, ya no cabían más figuras.


Me gustaba pasar allí un par de horas cada atardecer, fumando tranquilamente, pensando nuevos poemas, antes de volver a casa con mi mujer y mis hijos, radiante de santidad y desmemoria.


Me despertaron de madrugada los bomberos, un cigarro mal apagado.


Cuando llegué, aún estaban derritiéndose los muñecos, borrado ya de sus caras cualquier rasgo parecían fantasmas. Toda una vida deshecha ante mis ojos, plata quemada.


Tendría que empezar, otra vez, de cero, y en eso estoy: espero al menos que con mi nuevo libro, Todo arde menos los dientes de oro, tenga más éxito.

Biblia para superdotados

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 Por Iván Rojo




No sabía qué hacer y eché a andar y anduve unos buenos kilómetros y seguía sin saber qué hacer cuando vi un bingo y entré.


 Eran las cuatro de la tarde. Aforo 610 personas, leí en un cartel mientras una mujer tecleaba mi dni en el ordenador.


Dentro no habría más de cuarenta, puede que cuarenta y un clientes. En su mayoría mujeres. En su mayoría mayores y con cabezas de un rubio cegador.


Me senté solo en una mesa redonda. La butaca era cómoda y verde. Verde esperanza. Se me acercó una azafata, si es que se las llama así. Compré un cartón.


La partida empezó. Salió un número y luego diez más. No estrené el rotulador hasta la décimo segunda bola. Era de un bonito color azul eléctrico.


Cantaron línea. Era una señora rubia. La partida prosiguió. Vino un camarero. ¿Desea tomar algo? Pedí un 7up por tocar los huevos. Pero tenían. Maravilloso.


Cantaron bingo. Otra señora rubia, me pareció en un primer momento. Pero me fijé un poco más, y no: se trataba de un señor asombrosamente parecido a la señora de antes y también a Donald Trump.


El camarero me trajo el refresco al tiempo que la azafata me ofrecía otro cartón. Le pedí tres. Pagué. Y esperé mi dosis de suerte.


No llegó. Pero yo no me rindo a las primeras de cambio. Yo siempre gano. Me agencié nuevos cartones. Me pedí dos refrescos más.


Diferentes monitores emitían videoclips veraniegos en modo mute. La luz caía del techo de pladur. Luz uniforme, luz fría. Luz de museo, pensé, barnizándolo todo. Cera.


Y en ese momento el mundo se detuvo. La mujer que cantaba los números, las azafatas, los camareros, los clientes, las cabezas rubias de mentira. Todo menos yo.


Fue como en la secuencia final de Fat City, ya sabes, la de Huston. La vida se congeló. Pude ver su verdadera naturaleza, preciosa y muerta, como lo haría un espectador.


Supe entonces que debería levantarme y salir de allí, acabar así este poema. Pero no lo hice, porque hay poemas que no tienen principio ni final, y quería que este fuera uno de ellos.


De modo que permanecí sentado en mi butaca verde, seguí abandonando poco a poco mi persona para transmutar en personaje de aquel museo hiperrealista.


Me pasé al gin tonic. Canté un par de líneas. Se me olvidó qué tiempo hacía en la calle, se me olvidó mi aburrimiento. Se me olvidó mi nombre.


Me quedé en el bingo hasta las 3 a.m., hora del cierre. Y cuando las luces se apagaron no me moví. No moví ni un puto músculo. Los demás tampoco.


Al cabo de un rato, no sé si corto o largo, una silueta entró en la sala por un extremo. Llevaba una linterna. El vigilante hacía su ronda. Se me acercó. Me enfocó a los ojos. Seguí actuando.

Hay una grulla dormida en el camino

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Por Enza García Arreaza




Where do the gone things go
When the child is old enough (…)?
Kimiko Hahn

A Jacobo Villalobos


Querida Olivia:

Sé que mereces una llamada y la más espléndida de las disculpas, sé que mereces a un tipo mejor que yo, pero me niego a mentir: no estoy arrepentido de haber acudido al llamado, no después del informe que recibí sobre la situación en Fukushima. Sabías bien desde el principio que esta era la gran investigación de mi carrera, pero, sobre todo, sabías que esto me mantuvo con vida en medio de las peores circunstancias que un ser humano puede atravesar. Asumo que estás cansada de que te recuerde que fui encarcelado en Vladivostok, te imagino harta de que mencione que el gobierno sepultó las pruebas que obtuve en Chernóbil; sé que a veces no me crees con esa mirada tuya tan tierna y con esa compasión que me abría la cremallera cuando preferías hacerme callar mientras tú misma te llenabas la boca. Pero, por favor, debes escucharme una vez más y comprender que lo ocurrido en Fukushima era la clave y que quizás ahora sí probaré de una vez por todas que no estamos solos.

Haznos saber que, al menos, tu pasado como investigadora se enternece por mi compromiso.

Escribo este email mientras te niegas a responder la llamada, pero está bien, mi orgullo puede esperar, ahora necesito decírtelo todo.

Llegamos a las ocho de la mañana en un vuelo hasta Sendai. Anatolia y Somalia, ambos doctores, no quisieron identificarse. Comprenderás que todos íbamos encriptados, por así decirlo. Se logró convencer al delegado ruso de que sólo íbamos a una pesquisa rutinaria. Por suerte, Anatolia patrocinó el soborno y nos trasladamos por tierra con la asistencia de Lady Karasu, una anciana que también estaba al tanto de los rumores. De inmediato nos informó de su interés en adquirir un ejemplar, cueste lo que cueste. Alguien me tocó por el hombro y anunció, con sombrío acento francés, “oiga, Dr. Lobo-Strauss, esto nos mata por donde se le mire”. Si bien la radiación había descendido satisfactoriamente en la última década, todavía los temores se atragantaban incluso en las mentes más eficaces. Al cabo de cuarenta y cinco minutos divisamos la localidad y era todo lo que se puede esperar de un pueblo fantasma: un bosquejo de indolencia y penumbra, un proyecto de realidad donde nadie puso el corazón.

Entonces vimos al primero.

Era alto. Cosido con hilos dorados. Se levantó de una mecedora y ladeó la cara mientras nos estudiaba rigurosamente a medida que nos acercábamos. Pronto sentimos que otras miradas nos recibían con el mismo interés, a pesar de que los ventanales sugerían corredores vacíos. El rumor del mar enmarcaba la deshora, ya sabes lo que la gente suele decir sobre el mar cuando se oye pero no se ve. Uno cree que se trata de un libreto onírico o de todos los ácidos que te quebraron la química de la percepción. 

Sí, sí. Quieres que me atenga a los hechos, pero no me contestas, apareces offline, me pregunto si te habrás ido a casa de Celeste para comerle el dulce también.

Nuestro anfitrión se mostraba avergonzado luego de los saludos y presentaciones de rigor. Aunque parecía que nos esperaba, un leve temblor descomponía su rostro. Era de una hechura consciente, noble, se podría decir. Quien le confeccionó el semblante, no cabe duda, le prodigaba afecto. Luego vendrían las explicaciones, pero en ese momento adiviné que la vergüenza era producto del hecho de que algunas de sus costuras lucían estropeadas. El hilo dorado no era inmune al paso del tiempo ni del encierro.

En total eran veintisiete, ocupando nueve casas que se mantenían en pie por algún extraño encantamiento, aunque supongo que ello era lo menos extraordinario. 

Tenía por nombre Okami. Olía a carne recién cortada, olía a sangre menstrual o a saliva seca sobre un codo; también creí que olía a pasta dental, pero quizás era yo. Okami compartía el sótano con Akira, que en todo momento se mostró indiferente. En realidad, vivían en los sótanos, ya que fueron dotados con un sistema respiratorio caprichoso que no hizo buenas migas con la luz y las migraciones de aves. Su ojo derecho era de lapislázuli y el izquierdo de algún otro material menos distinguido. El cuero cabelludo, sin duda, era orgánico.  

Por otro lado, debo acotar que en este punto ya sabrás que llamé a tu madre y que me informó que sacaste mis cosas del apartamento. Olivia, por favor. ¿Dónde está, al menos, tu lucidez científica? ¿Qué hay de la mujer que diseccionó conmigo más de cinco mil páginas de datos y especulaciones? ¿Qué hay de la sagaz heroína que sobornó con un tentempié anal a los guardias del Instituto Tecnológico de Cienfuegos? ¿Todo este escándalo porque me fui en vísperas de tu cumpleaños? Supongo que mentías cuando asegurabas que no eras como otras mujeres, mucho menos como las estudiantes daddyissueseanascon las que solía pernoctar. En fin. Aquí viene lo mejor.

Había otro motivo, el único realmente fundamental, por el que esta población se escondía con tal dedicación, a pesar de que no había indicios de que el resto del país quisiera devolver la mirada a los escombros que palpitaban como un recordatorio de aquel día feroz. Sucede que un selecto grupo lo sabía. Y quería sacar provecho. Todo empezó en un pequeño círculo de la prefectura Fujino. Hambrientos y fastidiados, aburridos de todas esas niñas disfrazadas y con los ojos operados, se encontraron ávidos de experimentar en los límites de lo ignoto. Takeshi Von Ming fue el primero en apoderarse de la mercancía; se llevó a un joven ejemplar con partes de arcilla y ojos de jade. Llegaron noticias de que lo despedazó tras la primera noche.

Okami intentó explicarnos, pero cada tres minutos rompía en llanto o vomitaba unas plumas blanquísimas. No resistí la tentación y cogí una para mí. Deja que te adjunte una foto. Garo me confirmó que ya estás instalada en casa de Celeste. No lo puedo creer, apuesto que lo tenías bien planeado desde hace un tiempo.

Tiempo. El tiempo es un milagro, supongo, y un milagro es una mutación de la realidad, es un perro que carga un cometa en la boca, que además requiere que actúes como si no estuvieras prestando atención. El tiempo es un perro que tararea cuando tocas un abismo que se eriza. Y yo que simplemente quería contarle al mundo la historia de este mundo. Pero tenías que irte, en lugar de decirme que soy valiente, que mis agallas eran necesarias.


Okami se ha sentado muy cerca, su indumentaria parece limpia y eso me inquieta. Preparó una habitación, que daba hacia lo que pudo ser un jardín, para que me instalara a trabajar. El resto del equipo optó por volver de inmediato a Sendai cuando descubrieron la fórmula, vaya cobardes. Okami se ha sentado a mi lado mientras intento culminar esta misiva. Estoy cansado, Okami lo nota y nos sirve una bebida caliente de aspecto oxidado, pero su sonrisa me convence; es una sonrisa que solo se adivina con gran esfuerzo del interlocutor, sabes que siempre he preferido los desafíos. Aunque estamos en verano, la luz se escatima, tal vez porque los vidrios están percudidos, tal vez porque a este barrio lo protege un domo imperceptible pero eficaz. Quizás no, porque los aristócratas siguen viniendo, añade Okami, que subrepticiamente se acomoda cerca de mi cuerpo a fin de regular su temperatura.   

Entonces me cuenta sobre la noche en que se llevaron a las tres hermanas. Tres rutilantes gracias de silicona escarlata con filamentos de seda y copiosa lubricación, cada una más estrecha y aguda que la otra. Habían nacido ese mismo día cuando Lord Kawakubo las raptó para entregárselas a un comisario iraní. Querían más, querían todo, a pesar de que la fórmula maestra se estaba acabando, gracias a que ya nadie vivía cerca de la planta, gracias a que el mar no se levantó de nuevo y no había cadáveres disponibles. Sin el licuado de órganos era imposible continuar con la producción.   

Okami sirvió más té. En realidad, me temo, es alguna clase de bebida alcohólica, supongo que prefiero no obtener los detalles. Imagínate lo que este desprendimiento puede significar para mí. Empiezo a desconocerme. Ni siquiera sé por qué insisto en llamarte, aunque aparezcas offline, aunque resulta evidente que bloqueaste mi usuario. ¿Por qué insisto? ¿Acaso te imploro? Un perro se asomó y le faltaba un pedazo de cara. De hecho, a ese pedazo le faltaba mucha cara de perro, pero estaba mareado y Okami volvió a sentarse a mi lado ¿Acaso era bilingüe? ¿Acaso los de su tipo saben leer? Su mirada estaba atenta a la pantalla, a lo que intentaba anunciar. Quise más detalles sobre sus actividades. ¿Por qué resultaban tan atractivos para ciertos individuos, a pesar de que era evidente que podían ser un agente patógeno?

Porque volvemos. Siempre. Las veces que sea necesario.

Cuando sus palabras penetraron mi entendimiento, me di cuenta de que había tomado mi rostro entre sus manos de papel y esquirlas. Tenía miedo de que me cortara, pero solo consiguió adormecerme al mismo tiempo que sentía un leve hormigueo en todo el cuerpo, como si un milagro quisiera emanar de mis profundidades. De pronto creí que lo más lógico era participar en un abrazo, medir la rigurosidad de su torso, palpar esa espina dorsal que combinaba huesos de diversas índoles. Hay una grulla dormida en el camino, mira, me ordenó, pero no podía moverme, ahora mi cabeza reposaba sobre su hombro.


¿Sabes? Quizás pensé en pedirte auxilio. Lamento mucho no haberte regalado aquel collar de perlas, aunque siempre insististe en que no eras como otras mujeres. Habla con mi madre también, si no es mucho pedir. Hay una cama tibia y el mar refulge a nuestras espaldas. Esta mañana vomité mis primeras plumas, pero eran negras. Okami dice que es un milagro y que quizás pronto pueda acomodarme en el sótano.

Las manos de Madame Tussaud

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Por Tibisay Vargas Rojas








recibe el corazón las impresiones
como la cera al toque de las manos.

Elías Calixto Pompa



Corto un retazo de organdí. Con las tijeras finitas bordeo la figura pentacular de un azahar de naranjo que he trazado sobre el género a grafito. Enhebro la aguja punta roma con sedalina verde pálido, hago un nudo atando los dos cabos, y paso una mostacilla color caña. La fijo con otro nudo en la base, y procedo a atravesar mi pentaclo justamente por el centro. No bajo hasta la cuentecilla, sino que dejo un centímetro distante de la tela. Fijo el revés con otro nudo, y recorto el hilo cinco centímetros más abajo. La hechura es aún un esbozo de flor. Enciendo una velita achatada con olor a jazmín, lo más cercano al azahar (mi corazón requiere de rituales), y la introduzco en la parte inferior del sachetero. He colocado unas hojuelas de cera de abejas purificada en el contenedor de la parte superior. No tarda en derretir. Menos de los tres minutos en que infusionó mi té de jazmín, que he endulzado con miel. Me maravillo de la complicidad de las abejas en mis días. Una revolotea en la lámpara sobre mi cabeza, seguramente atraída por los aromas. Ya la cera es un pálido y nacarado pozo en el contenedor. Tomo la florecilla de tela por el tallo, y la sumerjo una, dos, tres veces, espaciando cada inmersión, y procurando al sacarla separar los pétalos, que tienden a cerrase en una especie de reminiscencia de botón, por el peso que cobraron con la cera. Uso para ello un palito de naranjo de manicura. Mis ojos no se despegan de la labor, requiere toda mi atención, pero la pericia, toda, está en mis manos.

Cuando niña, una de mis lecturas recurrentes al visitar la casa de mis abuelos maternos, era la biografía de Marie Grosholtz. Figuraba en una enciclopedia de personajes famosos que incluía imágenes a todo color, lo que permitía a mi escrutadora mirada de cinco años no perder detalle, y más aún, disparar la imaginación. Es complicado el control parental sobre un lector precoz. Para el momento ya había repasado en las líneas sobre la escultora, todo el horror de la revolución francesa, y el drama de tener que usar su arte para los macabros fines de la misma. Irónicamente mis padres, tía, y abuelo materno habían visitado una exposición itinerante de figuras de cera que se exhibía en Caracas para la época. Por supuesto que no me llevaron, bajo la advertencia de no ser apta para niños, pero mi gran curiosidad pescó en conversaciones sobre el particular, que necesariamente surgieron al regreso del viaje, retazos de lo que habían visto. Además, que los aspavientos de mi abuelito, arrepentido por lo que vio, eran como para enterarse la cuadra entera, y es que él, devoto gardeliano que en 1935 viajó expresamente a Caracas en compañía de mis tíos, sus dos hijos mayores para ver presentarse al “Morocho del Abasto” en el teatro Rialto, no esperaba ver la grotesca imagen de su ídolo, quemado y mutilado por el accidente que le costó la vida, plasmado en cera. En aquella ocasión de la presentación de Gardel, para mi abuelo, el mes de mayo fue realmente un mes florido. Devoto del “Zorzal Criollo”, conocía sus temas, que interpretaba terriblemente por su sordera musical, produciéndole dolores de cabeza a mi abuela, quien procuraba distancia cuando arrancaba la euforia de su esposo. Nunca imaginó el pobre que un mes después lo lloraría como si de un familiar se tratase. Se apagó aquella voz… mejor dicho, se apagaron dos voces. Mi abuelo nunca más cantó sus temas. Imagino la impresión que le causó al pobre la vista de la contrahecha figura de cera, pero mucho más terrible debe haber sido la de Marie, la escultora francesa, cuando sostuvo obligada en sus manos prodigiosas, la primera cabeza cercenada por la guillotina, que debía reproducir en cera.

Marie, discípula del médico cirujano Philippe Curtius, a quien llamaba tío, había nacido en la Francia de los “Luises” en 1761, y desde adolescente demostró cualidades asombrosas como retratista en el difícil arte del modelado en cera, lo que le valió la invitación de la familia real en 1780 a Versalles, para ser profesora de arte de la hermana del rey Luís XVI, Madame Isabel. Esto fue motivo, iniciada la Revolución, para que se le arrestara, y estuviera a punto de ser guillotinada. Se salvó gracias a la intercesión de Jean Marie Collot d'Herbois's, actor y revolucionario francés, conocido de Curtius y su familia por vínculos artísticos. Una vez libre, Marie y su madre fueron contratadas por el régimen para modelar en cera las cabezas guillotinadas de las víctimas de una de las épocas más terribles de la historia. Así pasaron por sus manos las cabezas de casi todos los que una vez fueran sus cercanos conocidos. Ya sólo le quedaba a la joven poner todo su esfuerzo creador en la fidelidad del modelado, en el que quizá se esmeró como homenaje póstumo a sus amigos. Quizá Marie, en ese momento, renegó profundamente de su talento. Cuántas veces entrelazaría sus manos en oración rogando valor antes de que le presentaran su próximo trabajo… Tomo un largo sorbo de mi té, casi frío… me sabe amargo…

Como el tiempo todo lo transforma, La revolución amainó. En 1795 Marie contrae matrimonio con François Tussaud, del que tiene dos hijos, Joseph y François. Su maestro Curtius había fallecido un año antes dejándole su colección de obras de cera. Ya para 1799 la Revolución era una herida restañada, que dejaría una terrible cicatriz… Otra herida estaba a punto de abrirse por las guerras napoleónicas. Marie, ahora Madame Tussaud, se establece en Londres, donde a pesar de ser estafada por un teatrero, y abandonada por su marido, quien regresa a Francia, y a quien no verá nunca más, inicia una exposición itinerante de sus figuras, fundando en 1835 una colección permanente en Baker Street, que devino como el gran Museo de Cera de Madame Tussauds, cuya fama le dio un sitial en el mundo, reconocido hasta por la realeza, otrora víctima propiciatoria de sus inicios. El museo en cuestión, una vez fallecida Madame Tussaud, pasó a manos de sus herederos, siendo hoy el museo de cera más reconocido, y que además de su sede en Londres, posee establecimientos en otras grandes ciudades alrededor del mundo.

Estoy infusionando otra taza de té. La velita del sachetero se ha consumido. Irónicamente el mismo fuego construye, y destruye… Recuerdo la película Terror en el museo de cera, que vi en los sesenta, sensiblemente impresionada ante el televisor en blanco y negro. Tampoco hubo control parental. Fue un remake de 1953, de una estrenada veinte años antes. La nueva catapultó a Vincent Price como actor del género del terror, y lo hizo uno de mis favoritos, hasta como el Cascarón, del Batman de los 60. En la citada película personifica a un sádico y desquiciado escultor de figuras de cera que queda impedido luego de un incendio a su museo, y, que como no puede usar sus manos para moldear, asesina y sumerge a los cadáveres en cera derretida para exponerlos, logrando gran fama, hasta que se descubre su macabra obra. Ya llevo tres azahares concluidos. Me ha tomado dos horas, y ni siquiera diez gramos de cera. Pienso en la ingente cantidad que se necesita para moldear cuerpos humanos… o por lo menos partes. El rostro y las manos son el mayor reto, y el fin a moldear. El resto, alambres, madera, arcilla y papel, constituyen el esqueleto que el traje terminará por hacer cuerpo. ¿Se detendría Madame Tussaud ante el pecho de sus figuras, sintiendo lo mismo que yo en este instante?, ¿Habría alguna vez modelado un corazón de cera la exquisita escultora?, de ser así, ¿qué sintieron sus manos?

Esperma sobre esperma

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Por José Urriola C


José Urriola

¿Tú viste Shame, la de Steve McQueen? Es que hay una escena ahí que es importante. Vela si puedes. La película no tanto, pana, la escena de la ventana. La escena es la que es crucial para que entiendas.

Lo otro que tienes que entender es que yo nunca superé lo de Maricela. Que yo sé, coño, que han pasado los años, que prácticamente te estoy hablando de otra vida y de otra gente que fuimos pero que ya no somos, pero es que no tengo ningún control sobre ese asunto, es más fuerte que yo, me rindo, acúsame de incapaz y de incompetente, lo que te dé la gana, está bien. Porque yo me hago el que ya no le importa, el que dejó todo atrás a años luz, yo disimulo y a veces hasta me lo creo, pero la verdad es que a mí esa mujer me sigue doliendo. Esa vaina no se cura, no cicatriza, un día de estos, calladito y sin que se entere nadie, me van a encontrar muerto en el baño, seco, muerto así de varios días, víctima de Maricela.

Y hubo un tiempo en que la busqué y le rogué y me le arrodillé. Le pedí que volviera, que yo me convertía en su esclavo, en su siervo de la gleba, en su perro, que pusiera las condiciones que quisiera, que si quería ni le hablaba, le limpiaba las suelas con la lengua, le llevaba el desayuno a la cama, me le ponía de alfombra o de mesita para los pies.

Que no, que estaba en otra, que se le había apagado la llama, que había conocido a otro, que prefería estar sola o con otras compañías, que a lo mejor le gustaban las mujeres, que no sabía nada, que lo único que sabía era que conmigo no.  Yo estuve a punto de decirle que si a su pareja quería yo podía ser esclavo de los dos. Bueno, está bien, sí se lo dije. Se lo llegué a decir, dos veces. Y por eso fue que me amenazó con la orden judicial para mantenerme en un radio de quinientos metros de ella si algún día llegaba a insistir.  


Así que con los insignificantes residuos de mi aún más insignificante dignidad, me fui con la cola entre las piernas a comprarme una muñeca inflable y una peluca con los pelos idénticos a los de Maricela. Y vestí a la muñeca empelucada con la ropa que había dejado Maricela en la casa –porque salió tan huyendo que hasta la mitad de sus cosas dejó–  y me monté una vida con mi Maricela inflable, mi Marinflela, así como en Tamaño natural, la película de García-Berlanga. Esa es otra que tienes que ver para que entiendas. Berlanga, española la película, con B de burro. Ajá.

Pero hay un problema ahí como de textura, pana, y de temperatura también. El plástico es como frío y urticante y maluco. Te funciona al principio, pero es como un placebo que va perdiendo efecto, porque con el tiempo te vas sintiendo un poco ridículo y luego bastante ridículo de tener una pareja inflable que te deja inflamadas las partes. Es como estarse cogiendo a un salvavidas, ¿entiendes?. Por más que le pongas peluca y la bañes con el champú de Maricela, eso es como un flotador para chamos que pudo tener forma de delfín.


Entonces me dieron el dato de la impresora 3D. Que había un carajo en el centro, por Madero, que te la alquilaba por horas en un sótano clandestino. Tú ponías los reales y los materiales y las fotos de la modelo y listo. El tipo no hablaba jamás a nadie de lo que mandaste a imprimir, y a ti te mataban –literalmente, te mandaban a unos carajos de esos que cortan lenguas y luego te cuelgan medio muerto de de un puente– si llegabas a abrir la boca con quien no debías. Entonces estuve investigando y me estuve asesorando y al final lo que mejor resultaba era comprar velas. Velas, bróder, velones como de esos de los santos de las iglesias. Los suficientes como para derretir y luego con la esperma hacerte una mujer de cera de 58 kilos. Mi propia y personal Maricela de cera. Claro, lo de la textura quedaba solucionado pero seguía estando el problema de la temperatura; entonces el carajo de la impresora 3D me dijo que se le podía instalar por dentro un motorcito que mantenía la cera a 37 grados. Sabrosos, cálidos y humanos 37 graditos. Que cuidado con elevar la temperatura porque era cera y la cera con calor bueno…

Entré solo a aquel sótano de Madero una noche y salí al día siguiente muy bien acompañado. Con Maricera. Mi hermosa, riquísima y personalísima Maricera privada, con su peluca recién lavada, con sus ropas salpicadas con gotitas del perfume de la Maricela original. Con sus pantaleticas diminutas, las que tanto me gustaban y tanto le pedía que se pusiera. Paré un taxi y le dije que me llevara directo al hotel St. Regis de Reforma. Al llegar pedí una suite, que fuera en el último piso, eso sí, puse la tarjeta sobre el mostrador sin dolor de mi alma. Cargué a mi muñeca en brazos y subí por el ascensor hasta la habitación. Descorrí las cortinas, el día estaba radiante y despejado, el sol se metía a raudales por el ventanal recién pulido.

Aquí llega la parte en que es importante Shamede Steve McQueen, no la viste, ¿no? Es que hay una escena que es crucial. Es un polvo de los centenares que echa Michael Fassbender en esa película pero en éste están en un rascacielos en Singapur, que si en el piso 35, tirando de pie, con la mujer apoyada del vidrio panorámico con las dos manos y Fassbender dándole con todo desde atrás, como queriendo partirla en dos. Bueno, pues imagínate la vaina igualita pero conmigo y Maricera. Y Maricera que no podía aguantar más de 37 grados con ese solazo de frente, con los vidrios creando un miniefecto invernadero, apoyada contra los cristales calientes y yo como un energúmeno poseído y sudado más atrás. Es que te digo una vaina, la locura se parece un montón a la mezcla de lujuria con venganza.

Métete ahora en Google Maps, busca esta dirección: Paseo de la Reforma 439, Cuauhtémoc, en Ciudad de México. Ajá, entra ahora en la función de Street View para que puedas caminar por Reforma en 3D. Párate ahí frente al St. Regis, mueve el cursor ahora hacia arriba, apunta hacia el cielo. Ahí está, mira la ventana del hotel. Ahí estoy. Ahí estamos Maricera y yo. Y la vaina se ha vuelto viral, ya hasta me reconocen en la calle: no mames, cabrón, pero si tú eres güey que coge muñecas de cera. Pero es que dime tú, qué me iba a imaginar yo que estos hijos de la gran puta estaban tomando las fotos para Google Maps y Google Earth ese día, cómo me iba a imaginar yo que todas esas cámaras, algunas en aviones y otras en la calle, me estaban capturando para la posteridad justo a esa hora, en el preciso momento en que por fin volvía a coger con Maricela y ella se iba fundiendo al mismo tiempo que yo me derretía en ella. Justo cuando los dos licuábamos para hacernos esperma.  

Semana

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Por Martha Durán


Simone Webb / Silence is Golden

Día uno
Eugenio esparce por el suelo cien flores amarillas. El piso de su casa totalmente amarillo molesta un poco en los ojos. Mariana desearía tener lentes oscuros.

Mariana pinta en las paredes soles de colores con el dedo. Primero un sol amarillo, grande, con una redondez torcida, ahuevada.

Eugenio sonríe mientras mira a Mariana hacer soles de formas extrañas, estornuda.

Mariana tiene reflejos amarillos en el cuerpo: fragmentos de luz que rebotan antes en las flores, los dibujan en el cuerpo de Mariana. Tiene también rayos azul-rojo-verde en el rostro, rastros de sus dedos pintados y un cierto descuido, el olvido coloreado.

Mariana y Eugenio se lavan las manos.


Día dos
Mariana llega corriendo y se lava las manos. Eugenio no está en casa todavía.

El olor de las flores ya se ha ido. Recoge todas las flores amarillas esparcidas por el suelo, se queda mirándolas deseando que pudieran estar ahí siempre, pero las ve pálidas y un poco arrugadas. Termina de recogerlas. Se queda sentada en el suelo frío, un poco triste, pensando en el espacio vacío, en el amarillo que ya no está.

Eugenio llega tarde. Mariana duerme.


Día tres
Mariana llega corriendo y se lava las manos. Eugenio la espera en silencio, con las manos en la espalda.

Mariana cierra los ojos, como le pide Eugenio. Y espera.

Eugenio esparce cien flores violetas por el suelo. Mariana abre los ojos y el color de las flores entra dando saltos y sale por su boca. El olor le pica en la nariz, pero le gusta. Estornuda. Una sonrisa violeta hace que Eugenio compruebe que ha valido la pena.

Mariana pinta soles de colores con el dedo, con las manos.


Día cuatro
Mariana llega corriendo y se lava las manos. Busca por toda la casa a Eugenio, piensa que la espera escondido. No lo encuentra.

El color violeta de las flores también se ha ido poco a poco. Flores lánguidas, cansadas, siguen acostadas en el suelo. Parecen dormidas, pero enfermas. Mariana se entristece de nuevo.

Mientras espera a Eugenio, comienza a recoger una a una todas las flores del suelo. Llena otra vez una bolsa grande, la deja en la puerta.

Se sienta en el piso ya vacío, limpio. No tiene ganas de pintar soles de colores.  


Día cinco
Eugenio llega corriendo, no se lava las manos.

Comienza a recortar flores de papel y las va amontonando en una esquina. Recorta cien flores de papel.

Mariana llega corriendo y se lava las manos. Grita de emoción al ver que Eugenio la espera.

Mariana y Eugenio pintan una a una las flores de papel. A Mariana le gusta el amarillo y el naranja, le recuerda a un sol que hace tiempo no ve. A Eugenio le gusta el azul, le recuerda un mar que antes era suyo.


Eugenio y Mariana esparcen por el suelo las flores de papel ahora vivas, amarillas, naranjas, azules.

Se acuestan cansados.


Día seis
Mariana llega corriendo y se lava las manos. Eugenio no ha llegado.

Estornuda. Abre la ventana para que entre un poco de aire, huele a pintura. Estornuda. El viento entra fulminante y desordena todas las flores. Algunas salen por la ventana, otras se amontonan en esquinas y muestran sus reversos pálidos.

Mariana cierra la ventana y recoge una a una las flores de papel.

Quiere contarle a Eugenio por qué tuvo que recoger todas las flores. Se sienta a esperarlo. Detalla las líneas torcidas de los soles estampados en la pared. Se fija en la ausencia de pintura en algunos trazos, en sus bordes irregulares. Se queda dormida.


Día siete
Eugenio llega a casa con muchas velas de colores y varios moldes con forma de flor.

Eugenio derrite la cera, no deja que Mariana se acerque. Ella solo ayuda a retirar la cera, ya hecha flor, del molde.

Las flores de cera ocupan todo el piso de la casa. Mariana entiende que han ganado, aunque ya sabe, lo descubrió pintando soles, que nada estará ahí por siempre. Seguramente – piensa – yo misma recogeré las flores cuando me canse de verlas.

Eugenio ha logrado por fin amueblarle la casa a Mariana, lo ha intentado desde que dejaron el horror, las raíces agarradas feroces a la tierra de lo cotidiano, lo familiar. Ahora son solo dos, y cien flores de cera esparcidas por toda la sala.

III (De Salvoconducto)

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Por Adalber Salas

Januz Miralles




Esta mañana, Caracas amaneció
repleta de muñecos de cera.

Estaban detenidos en las esquinas,
sentados en los techos, tumbados
en los parques, plantados en las puertas
de los edificios, en las escaleras de los barrios.
Miles. Todos estábamos desconcertados, era imposible decir
de dónde provenían, quién los había traído o por qué
estaban desnudos y cargaban con esa actitud
de penitentes. Desde una distancia prudencial
la gente miraba sus ojos nublados, la superficie
brillante de sus cuerpos, escamada e inhóspita
como el deseo.

Era difícil encontrar en ellos un rasgo, una
línea que los uniera. Sus pieles eran una cartografía
mutilada, como si todos hubieran sido escritos por  
la misma mano temblorosa. Los brazos, las piernas
dispares, las cabezas sin ojos, sin boca o a medio
formar. Ninguno de ellos tenía el descuido
de poseer una historia.

No parecían esperar nada. Poco a poco, la gente
empezó a acercárseles, a tocar esos miembros arrugados,
esos borradores de caras. No pasó mucho tiempo antes
de que empezaran a hablarles. Lo hacían con impaciencia
y hambre, los atiborraban de palabras que
se pudrían con el sol. Nos gustaba esa manera
de callar que tenían los muñecos,
delataba lo espesos que eran los pensamientos en sus
cabezas. También nos gustaba que no tuvieran rostro,
que nadie les hubiera abierto el tajo de una boca
o puesto alguna pupila impertinente.

Les contábamos secretos de amigos y
familiares, confesábamos nuestras miserias, 
les declarábamos un amor inquieto y brutal,
e incluso peleamos con ellos (varios muñecos fueron
abaleados, algunos por la espalda: de las heridas
manaba un líquido denso, una saliva de olor acre).

Hacia el final de la tarde, ya casi todos los muñecos
se habían derretido. Uno podía ver burbujas
sobre esa piel opaca y triste, como si se los tragara
la enfermedad de lo palpable.

Nunca fueron tan amados como cuando
sus figuras se habían diluido por completo.




(Este poema pertenece al libro Salvoconducto, publicado por Pre-Texos en 2015. El libro fue ganador del premio Arcipreste de Hita).


Citas textuales para un artículo arbitrado sobre el Museo de Cera de los Hermanos Chang

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Por Gisela Kozak Rovero



“El Museo de Cera de los Hermanos Chang cuenta con una planta de investigadores cuya labor fundamental es la de establecer la genealogía de cada figura exhibida en tan prestigiosa institución. Se trata de un trabajo ímprobo de indudable filiación erudita, pero con vocación de contemporaneidad pues se usa tecnología de punta para procesar la enorme variedad de datos obtenidos vía redes sociales, bases de datos, bibliotecas y hemerotecas” (Museo de Cera de los Hermanos Chang, 2018:0).


“En el caso de textos impresos o digitalizados el rigor metodológico exige probar no solo la autoría de cada texto sino también su fiabilidad pues es fácil caer en el encanto verboso de fabuladores de oficio.” (Un Hermano Chang, 2018:0).


“Los scholars del museo orientan su atención a cronistas de fama, dignos ellos mismos de ser inmortalizados en cera; también a investigaciones de campo, de laboratorio o de carácter documental que explicitan claramente el proceso científico por el cual se lograron verificar las hipótesis planteadas.” (Otro Hermano Chang, 2018:0).


“En el caso de documentos muy antiguos alojados en bibliotecas europeas, se cuenta con el apoyo de los expertos de las mismas, quienes son capaces de manipular tesoros de otros tiempos preservando su integridad para las futuras generaciones.  Cuando se trata de descubrimientos realizados por el staff, no se escatima dinero para aplicar la prueba del carbono 14, proponer modelos y reconstrucciones computarizadas o analizar la información de las redes sociales. Siempre en concordancia con el espíritu de los tiempos, contamos con especialistas en Big Data capaces de extraer de gigantescas masas de información un nítido perfil de aquellos personajes “dignos de cera”, como dice el menor de los doctores Chang.” (Erudito Esclavo con sueldo de profesor venezolano, 2018:-1).


“No soy digno de cera. Renuncio al honor acordado por tan connotada institución”. (Alguno de los Chang, 2018:-3).


“Se ordena al Museo de Cera de los Hermanos Chang destinar la sala más grande a las figuras de cera del presidente y sus ministros en gesto de convertir al país en patria. Las miradas, en especial la del comandante en jefe, deben dirigirse a un horizonte que no significa otra cosa que el futuro. Los ministros deben imitar hasta cierto punto los gestos de los apóstoles en La última cena de Da Vinci.” (Gaceta oficial 5000, 2018:no hay páginas).


“Mi bisabuelo y mi tío bisabuelo, los Hermanos Chang, fueron hombres amantes del conocimiento científico, las más audaces propuestas visuales, la narrativa transmedia, la antigua literatura impresa en libro. Fundaron universidades y bibliotecas de las que salieron muchos dignos de cera. Por negarse a dedicar su museo a figuras fútiles y sin talento no tuvieron más remedio que dedicarse al negocio de las velas perfumadas, pero jamás abandonaron su vocación real: inmortalizar el talento en su momento más característico. Aquí los vemos, ambos riéndose, riéndose de todos nosotros. Damos por inaugurado el Museo de Cera de los Hermanos Chang Siglo XXII.” (Chang el bisnieto, 2100:0).



Juzen Fujiwara, el guardián del hielo

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Por Jacobo Villalobos





“Has mirado tu sombra desde el puente
Y te ha extrañado”.

José Watanabe. Refulge otra vez el sol.

Entre la niebla
toco el esfumado bote.
Luego me embarco.”

José Watanabe. Mi ojo tiene sus razones

I
Más de cien años después, durante un viaje a Japón, José Watanabe hizo una serie de descubrimientos que lo llevaron a que escribiese poesía casi a diario. Primero, supo que su verdadero apellido era Hasegawa. Luego, que los paisajes que pintaba su padre eran los de su infancia más lejana, antes de que fuera adoptado por la familia Watanabe y su vida se arruinara. También, que su abuelo, Tomonozuke Hasegawa, había sido poeta como él. Se trataba de un espadachín reputado por sus haikus, los cuales, se decía, eran hechos como si la vida se le presentase como un fenómeno delante de él y el tiempo estuviese detenido. Eran poemas muy cuidados, donde cada palabra parecía encontrar su lugar ideal, después de una larga, muy larga meditación. Incluso, José Watanabe llegó a leer que la habilidad de Tomonozuke con la espada era solo superada por su habilidad con la pluma y la caligrafía.

Teniendo eso en mente, cuando Watanabe regresó a Perú, empuñó su lápiz, imaginando que era una katana, y empezó a escribir sin pausa durante todo un año.

Al termino de ese tiempo, el poeta regresó a Japón con sus textos bajo el brazo, y con la idea de dejarlos en la lápida de su antepasado para rendirle homenaje. Fue en ese viaje donde hizo el descubrimiento que lo llevaría a dejar de escribir poesía.

Durante esa segunda visita al país nipón, José averiguó, leyendo el koseki de Tomonozuke, que este también era conocido por su crueldad, y que se le atribuían un centenar de muertes: una por cada haiku, ya que, según decía su leyenda, escribía sus versos inspirándose en los asesinatos que llevaba a cabo. “Son textos hermosos escritos con la sangre de sus víctimas, muertas también hermosamente”, decía un antiguo recorte de periódico. Después de leer aquello, Watanabe entendió de forma distinta la comparación entre la pluma y la katana, y se avergonzó de haber pensado en su lápiz como en una hoja afilada. En las últimas líneas del texto biográfico, se decía que al final de sus días, Tomonozuke había asesinado más personas que escrito poemas, por ello, en su sangre se transportaba una deuda: alguno de sus descendientes tendría que nacer poeta para equilibrar la cuenta entre muertes y poemas adquirida por el samurái. “Quizá”, pensó el peruano, “por eso mi padre se dedicó a la pintura: para alejarse de la poesía”.

Lleno de indignación, Watanabe quemó sus poemas, regresó a Perú y no volvió a escribir porque le parecía que lo correcto era que su antepasado pagara él mismo su deuda en otra vida.

Fue así como se perdió la época más prolífica del poeta peruano y su carrera llegó a su fin. A pesar de que sus allegados le insistieron en que volviese a tomar un lápiz, Watanabe se negó con los labios fruncidos en cada ocasión.

No obstante, todo aquello fue un error, y el poeta dejó una huella de tristeza en el mundo de la poesía innecesariamente: por la emoción de haber tenido un abuelo samurái, Watanabe olvidó que también tenía un abuelo materno y se dedicó a leer solamente sobre Tomonozuke, dejando de lado a Juzen Fujiwara, el heladero de Iwakuni. Si hubiese leído sobre aquella parte de su árbol genealógico, quizá hubiese publicado el centenar de poemas que había redactado durante el año pasado y hubiese seguido con su oficio de artista incansable, pero Watanabe no se interesó en aquello, y aunque lo hubiese hecho era poco lo que podría haber encontrado: de Juzen solo había una foto, tomada en el Puente Kintai, donde el heladero aparecía de fondo, junto a su carrito, escribiendo sobre un trozo diminuto y cuadrado de papel.


II
Juzen Fujiwara vendía helados en el Puente Kintai, un lugar transitado por jóvenes parejas, cuando ya era entrada la noche, para jugar entre ellos sin que nadie los viese, y totalmente ignorado cuando era de día. Juzen vendía su helado cuando el sol era inclemente. Se diría que ese era el momento ideal para el oficio, pero durante el día nadie transitaba por ese puente descubierto, sin ninguna sombra. Por eso, Juzen tenía todo el tiempo para sí y su único trabajo era vigilar que el hielo no se derritiera, porque, a pesar de todo, seguía siendo heladero.

Durante esos días, en los que no veía a casi nadie, se dedicaba a escribir haikus en una pequeña hoja, una labor que podía tomarle todo el día. Como nadie lo molestaba, ni atravesaba el paisaje se le abría enfrente, el heladero podía invertir largas horas en meditar la palabra ideal que describiera la imagen que tenía delante de él, o la figura que se le aparecía en su cabeza –en esos momentos, también disponía de un largo rato para poder identificar los contornos de la ficción que creaba. Invariablemente, todos los días tomaba un papel cuadrado, muy pequeño, y lo sujetaba durante un largo rato; la pluma en la otra mano, y luego empezaba a escribir, una palabra cada dos, tres, cuatro horas. Eso hasta que el sol se ocultaba, momento en el que el puente empezaba a llenarse de parejas, y en el que Juzen comprobaba que había logrado mantener su hielo más o menos frío. Entonces se marchaba, arrastrando el carrito por los contornos del Kintai.

Como no le prestaba demasiada atención a sus haikus, el heladero, al terminarlos, los dejaba sobre el carrito, donde el viento, usualmente, se los llevaba. Así, casi siempre, cerca de las cuatro de la tarde, había un papel blanco sobre la madera del puente. Un cuadrado blanco que era barrido por la brisa hasta caer en el agua, desaparecer entre las tablas o esfumarse en la distancia.

Fue por eso que un día, a mitad de tarde, el espadachín Tomonozuke terminó con uno de los haikus de Juzen. El samurái iba corriendo, tarde para la llamada de los Kikkawa, uno de los clanes más poderosos de la zona. Por el miedo a perder su empleo, y por su reputación de espadachín poco responsable, decidió cortar camino por el Kintai. Tomonozuke avanzó sin fijarse en el heladero, y Juzen, acostumbrado a no ver a nadie, ignoró el encuentro. Sin que ninguno de los dos lo supiese, ese breve instante cambió el curso de la vida de ambos a partir de esa misma noche: el haiku que había escritor Juzen ese día fue pisado por Tomonozuke con tanta fuerza que el papel se adhirió a sus sandalias. Al llegar al recinto de los Kikkawa, el samurái fue despedido por su incompetencia. Pero en el momento en que se levantó del piso, aún cabizbajo y dispuesto a dejar la sala, el papel se zafó de su calzado y cayó a los pies de Tsunetake, cabecilla de clan. “¿Qué es esto, Tomonozuke?”, preguntó el señor, y luego, tras leer el haiku y hacer una larga pausa: “Por dios, Tomonozuke… esto es precioso. Cada palabra está en su lugar ideal”. El samurái no entendía; se quedó viendo a su antiguo empleador con gesto confuso. “Un haiku así te ha debido llevar varias horas, quizás días… Es perfecto y afilado”, continuó Tsunetake. “Eso explica por qué has llegado tan tarde y porqué siempre estas distraído: estás pensando en estas bellas obras”.

El haiku de Juzen salvó el empleo de Tomonozuke, quien de inmediato se convirtió en el favorito de Tsunetake; este le invitaba a comer, a pasear, a discutir textos… y la torpeza del espadachín lo llevaba a responder palabras al azar que el jefe del clan interpretaba como destellos de genialidad a ser interpretados.

Sin embargo, todo aquello amenazó con acabarse cuando el jefe de la familia le pidió al samurái que le llevase otro de sus poemas extraordinarios. Excusándose, Tomonozuke respondió que por el momento no tenía ningún otro que fuese presentable. Tsunetake contestó que aquello era extraño, porque seguramente un artista de su nivel tendría un gran número de haikus escritos. “Yo solo quiero volver a leer algo tan afilado como tu katana”. Tomonozuke volvió a excusarse y le aseguró que pronto le llevaría alguno para leer. Esa misma excusa la repitió a diario, cada vez que su señor le pedía por otro poema, tiempo durante el cual el samurái anduvo sus pasos en reversa intentando ubicar de dónde había salido aquel haiku.

Fue casi una semana después, cuando ya Tomonozuke volvía a su hogar, con aspecto derrotado y avergonzado, que anduvo por el Kintai justo en el momento en que el heladero se alejaba con su carrito y dejaba tras de sí un papel cuadrado con tan solo unas cuantas palabras. Tomonozuke sujetó el cuadrado blanco entre sus manos y sonrío, abriendo los ojos por completo. Se viró sobre sí mismo y se enrumbo al palacio de los Kikkawa. El señor de la familia le dijo que toda aquella espera había valido la pena, porque aquel poema era una joya, una proeza que lo llevaba a cuestionarse a sí mismo y a ver a toda la humanidad cristalizada en un diminuto papel. Después de eso, Tsunetake abrazó a Tomonozuke y empezó a llorar en su hombro.

El samurái comenzó a frecuentar al heladero a diario. En un inicio, solo se aparecía cuando las tardes acababan, pero para entonces, el haikuya había sido soplado por el viento y había desaparecido. Por ello, cambió su horario y se propuso visitar a Juzen cada media hora, cruzando el puente de lado a lado, haciéndose el distraído. No le decía nada al heladero, solo veía de reojo el papel que este tenía entre sus manos y esperaba a que lo dejara caer para, con velocidad, intentando que Juzen no se percatara, tomarlo para sí. Por sus ansias, el tiempo de espera se hizo cada vez más corto: cruzaba el puente cada veinte minutos, luego cada diez, esperando encontrar el haiku terminado y llevarlo apresurado ante su jefe.

Durante el primer mes, aquello se repitió a diario y el samurái pudo darle a su empleador un poema cada día. Parecía que así iba a ser durante mucho tiempo más; no obstante, después de ese mes, la producción de haikusdel heladero empezó a mermar y ahora requería de hasta cuatro jornadas para su culminación. Hubo casos en que un solo poema podía demorarse una semana entera, durante la cual, Juzen podía pasar días sin anotar una sola palabra.  La razón era que, sin que ninguno de los dos se diese cuenta, la continua presencia del samurái en el puente distraía al heladero e interrumpía la vida como fenómeno que se abría delante de él: cortaba su paisaje, su perspectiva, y con ello, como si la intromisión fuese una katana fantasmal, cercenaba su ficción.

Y, sin embargo, aquello no fue lo más lo terrible. Otra consecuencia que trajo la presencia continua y perturbadora de Tomonozuke, fue que Juzen empezó a dejar de cuidar de su hielo como debía: con la exactitud de un heladero; por lo que este empezó a derretirse sin que Juzen se percatara.

Las primeras veces, la diferencia fue muy leve: el hielo solo había llegado un poco disminuido a su hogar. Luego, después de algunas semanas, ya para inicios de la tarde, todo el hielo se había hecho agua.

A pesar de que intentó volver a cuidar de su hielo, tal y como había hecho durante toda su vida en el puente Kintai, algo que ignoraba hacía que su trabajo preciso estuviese interrumpido, como si alguna presencia lo estuviese trastocando y lo hiciera trabajar equívocamente. Se esmeraba, pero su hielo se derretía a paso apresurado. Por ello, los días siguientes no hizo más poemas, sino que se avocó a cuidar de su hielo. Aquello desesperó a Tomonozuke, quien, ahora sin disimulo, se quedaba muy cerca del heladero, vigilándolo para pescar sus haikus, los cuales nunca llegaban. Su presencia, cada vez más incisiva y acosadora, solo traía más inquietud para Juzen, cuyo hielo ya casi no sobrevivía la mañana.

Así, tras casi dos meses, Juzen decidió rendirse y admitir que ya no podía seguir siendo heladero porque había perdido lo que hace que un heladero sea uno: mantener su hielo frío bajo el sol. Su última jornada en el puente Kintai, la pasó llorando ante la mirada incrédula de Tomonozuke, quien pensó que todas aquellas emociones producirían un poema increíble, muy superior al resto. Pero en el fondo, el samurái sentía un agujero profundo en su estómago porque aquello le indicaba que algo se había quebrado: como si el puente Kintai se hubiese desplomado y caído al agua.

Los días siguientes, Tomonozuke los pasó solo en el puente, esperando por Juzen, el cual nunca llegó. El heladero había dejado su puesto. Y aunque el samurái lo buscó por todo Iwakuni, no pudo encontrar rastro del guardián del hielo. Juzen se había retirado, había colgado la toalla y dejado que el hielo, todo, se derritiera por completo. Se quedó en su casa, deprimido, sin volver a tocar su carrito o su pluma.

Aunque su familia intentó animarlo, nada parecía devolverle la alegría. Se pasaba los días en cama y aunque su hija hacía el esfuerzo por avivarlo y sacar de él una sonrisa, nada de lo que hacía tenía éxito.

Así se sucedieron los meses siguientes, luego los años. Durante ese tiempo, la familia de Juzen terminó por abandonarlo, por dejarlo solo en casa y marcharse; también se asentó la leyenda de que Tomonozuke había dejado de escribir haikus y que ahora, siendo él un samurái, la cantidad de asesinatos por su espada era mucho mayor a la cantidad de sus poemas, por lo que alguien debería pagar aquella deuda. Para ese entonces, ya Tomonozuke gozaba de una posición bastante respetable, obtenida por los casi 50 haikus perfectos que había dado a la familia Kikkawa, y ya no dependía de Tsunetake. Se casó con una buena mujer, vivió de su reputación de artista consagrado y admirado, y tuvo a un hijo, que, luego de la temprana muerte del samurái, fue adoptado por la familia Watanabe.   

Más de una década después, sin que nadie supiese de la coincidencia, y como Juzen no había dejado su hogar y Tomonozuke yacía muerto, la hija del heladero y el hijo del samurái se encontraron y unieron sus vidas, las cuales se trasladaron a Perú bajo el apellido Watanabe. El hombre, hijo del espadachín, se dedicó a hacer cuadros, pinturas sobre Japón, porque le recordaban a su infancia más lejana, cuando aún era feliz, y porque aquello lo mantenía alejado de la poesía y de la deuda de su padre.

De esa unión nació José Watanabe, quien, más de 100 años después, revivió la historia errada de Tomonozuke, olvidando por completo a Juzen, y terminó por convertirse en el miembro más infeliz y lleno de frustración de su árbol genealógico: un poeta que ya no podía escribir y que pasaba los días cuestionándose su identidad; caminando por la calle durante todo el día para distraerse, andando bajo el sol y sintiendo cómo este lo iba derritiendo a pesar de que él hacía el esfuerzo por mantenerse entero. “Diluyéndose (…) en su ardiente y perverso reino”.

La muchacha de los ojos de esmalte

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Por Liliana Lara

Mi Copelia está hecha de retazos. Como un Frankenstein, ahora que lo pienso. Nunca nadie me contó su historia, por eso tuve que irla armando con lo que pude conseguir aquí o allá, dentro o fuera del escenario. Yo tendría diez años en aquellos días y bailaba con tutú rosa todas las tardes junto a otras niñas, de tutús rosas o blancos, mientras un chico de veinte tocaba el piano y una rígida maestra de ballet marcaba el ritmo y sus cambios. Un dos tres, un dos tres, las tardes se iban entre vueltas y vueltas, y el tan esperado momento de esconderse a comer chucherías. Un dos tres, un dos tres, todas las niñas parecían muñecas de cuerda, graciosas y acompasadas. Un dos tres, un dos tres, la maestra siempre tenía algo que corregirme: endereza las piernas, esconde el brazo, baja los hombros, levanta la cabeza. En aquel entonces no me podía explicar por qué me había escogido entre todas las bailarinas chicas para bailar junto a una de las grandes, una que hacía de solista. Bailaría junto a la que haría de Sunilda, en la escena en la que se hace pasar por Copelia, en el acto de fin de curso.

Yo, que de entre todas las niñas, era la que peor bailaba. Yo, la de las piernas más largas pero torcidas y el brazo de cera, acompañaría a una de las protagonistas. Tal vez porque la chica que hacía de Sunilda era tan bella como un cisne, necesitaba ser revoloteada por un patito feo para resaltar más aún su belleza y su dolor en el preciso momento en el que se quiere hacer pasar por una autómata. Eso lo pienso ahora, por supuesto. En aquel momento yo no sabía ni de autómatas ni de bellezas. Y no me imaginaba qué pasaba en Copelia.

La chica que hacía de Sunilda se llamaba Gracia y tenía una gracia única recorriendo el escenario tan llena de tristeza en algunas escenas, pero con tanta fuerza y alegría en otras. Yo trataba de descubrir el motivo de su tristeza, como si fuese cierta, y la perseguía bailando tras ella, casi corría para poder seguirle el ritmo a su agilidad y su destreza. La maestra me hacía señas con las manos para que frenara. Todo el tiempo la maestra me hacía señas y muecas. De tanto correr, parecía que yo bailaba, pero no, la verdad es que lo mío no era el baile, sino la historia. Yo estaba allí por insistencia de mi madre y de algún médico, nada más, de lo contrarío hubiese preferido estar tirada frente al televisor. Cada tarde, corriendo y corriendo tras Sunilda, olvidaba la coreografía porque todo el tiempo estaba tratando de entender la trama. Pero la historia era un misterio que solo la rígida maestra de ballet, las protagonistas de la obra y alguna que otra chica conocían bien. El resto éramos solo niñas que debían memorizar pasos y posiciones. Bailar vestidas de chinas o de bailarinas flamencas. Y luego posar, para el beneplácito de los padres.

            Había algo en Sunilda tratando de ser Copelia que me fascinaba. Había algo en Copelia queriendo ser humana que me llenaba de curiosidad. Era como si la una quisiese ser la otra y viceversa. Les preguntaba a las demás niñas por la historia del ballet, pero ninguna sabía decirme a ciencia cierta de qué se trataba, o poco les interesaba. O tal vez si conocían el cuento, pero ninguna me lo contaba, ocupadas en odiarme por ser la elegida para bailar con una bailarina grande. Yo, la de las piernas raras y brazo muerto, acompañando en el baile a una de las bailarinas grandes. Yo, a pesar de mi tiesura, o tal vez por eso. Tal vez por eso.

Tantas veces corrí tras una Sunilda que quería ser Copelia. Quería alcanzarlas a ambas, ser las dos al mismo tiempo.

Cada tarde algún pedazo de la trama se me revelaba: Copelia era una muñeca de cera con mecanismos de cuerda que algún relojero loco le había instalado para que se moviera. Su nombre real era Miri y vivía cerca de mi casa, por eso algunas veces volvíamos juntas en el autobús de la escuela, aunque nunca nos hablábamos. Miri apenas me miraba, siempre estaba en su papel de figura mecánica, demasiado viva y demasiado muerta. Gracia en cambio era toda efusión y pellizcos, por eso daba tanta grima verla transformada en muñeca.

Miri bailaba en el escenario como si no fuese humana. Sus muslos parecían articulados por verdaderos artefactos mecánicos. Sus manos eran auténticas manos de palo. Sus ojos se ponían fríos como vidrios y no miraba hacia ninguna parte. La maestra le había dicho: "Copelia tiene ojos de esmalte". En el autobús, me sentaba detrás de su moño y la observaba durante todo el viaje. No sé qué edad tenía, pero a mi me parecía grandísima. Era una chica muy alta y callada. Vivía a pocas casas de mi casa y solía pasar un rato de las tardes con un abuelo que hablaba una lengua extranjera. A veces los miraba en el jardín de su casa, sentados, conversando muy poco. A veces escuchaba la voz de la muchacha de ojos de esmalte, hablando en esa otra lengua que la hacía a ella misma parecer otra, más metálica. El abuelo era un relojero ruso, me imaginaba yo mientras pasaba frente a aquella casa, camino al abasto o a cualquier otra parte. Copelia en la ventana, como ocurría en el escenario, cada tarde en la escuela de ballet. Copelia en el jardín, sentada un minuto al lado del viejo, antes de entrar al encierro definitivo de su casa y perderse de mi vista y de mi imaginación hasta la siguiente tarde.

Miri se llamaba María y muy pocas veces tenía las medias rotas. A las otras, en cambio, solo les compraban medias para el día de la presentación final, el resto del año iban con medias de hilos idos por todas partes. Yo misma tenía unas medias desastrosas, mucho más luego de pasar tantas tardes corriendo tras la agilidad de Sunilda. La maestra me miraba con mala cara mientras me corregía. No podía imaginar yo realmente por qué me había elegido. Algo en su mirada me decía, además, que pronto se daría cuenta de su error.

Era para que Franz la quisiera, entendí luego de tanto correr-bailar tras ella, que Sunilda se hacía pasar por muñeca. La suerte de las autómatas, las bellas las desean. Franz era otra chica que se había cortado el pelo al ras para la ocasión, porque no había ningún bailarín en aquella escuela que pudiese tomar el papel. Tenía brazos y muslos muy fuertes para poder levantar por los aires a Sunilda o a Copelia, y se veía muy contenta en su rol. A las gordas -había dicho Sunilda una vez en algún descanso- siempre las ponen a hacer de hombres. No era de extrañar entonces que Franz se hubiese ofendido y hubiese preferido amar a una autómata. No era de extrañar que todas amásemos a Copelia, la callada, la artificial, la que nunca metía la pata.  

Así transcurría el tiempo mientras yo corría cada vez más veloz tras mis elucubraciones. Algunos días antes de la presentación, la maestra me frenó completamente. Sunilda volaba por el escenario y yo, a pesar de mi pesadez, corría en estampida tras de ella, cuando de pronto sentí una mano en mi brazo-bueno que me haló con fuerza hacia fuera de mi circuito de mosca, arrancándome así de esa historia para siempre y metiéndome en otra en la que yo era la protagonista. Entonces lo entendí: yo era la verdadera muchacha de ojos de esmalte, la autómata, la de movimientos mecánicos, la que se quedaría sentadita en su silla detrás del escenario, con su brazo de cera. Tendría que estar allí, inmóvil, esperando las poquísimas escenas en las que solo sería una cabecita por allá atrás, otra chinita más, entre todas las niñas a quienes les tocaba bailar la danza china.

Mi Copelia está hecha de retazos igual que mi cuerpo. Por más que corrí, nunca alcancé su historia completamente y tuve que armarla con lo que fui recogiendo en las esquinas, en las conversaciones del vestidor, en los pasos y en las posiciones, en los entretelones y en mis propios movimientos.


Medidas

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Por Luis Guillermo Franquiz



      El cantante llegó con dos horas de retraso y una resaca descomunal. Había acudido sólo por las insistencias de su agente, preocupado por la publicidad del asunto, y por el compromiso firmado varios meses antes con la gente del museo; pero el recuerdo de la fiesta en el hotel agudizó el dolor en su cabeza y el deseo de beberse algo muy frío. En el vestíbulo fue recibido por varias personas de la institución, con sonrisas estáticas que él imitó sin problemas, y posó junto a ellos frente a un grupo de fotógrafos que gritaban peticiones y llamaban su nombre para atraer esa célebre mirada camuflada detrás de los lentes oscuros que caracterizaban su imagen alrededor del mundo. Supo luego que existían diferentes categorías entre los invitados y que él pertenecía al grupo de los que denominaban A1; algo así como un Very Important Person, pero con una atención más personalizada. Entonces, en pleno mediodía, la gente del museo quiso saber si prefería comer o beber algo allí, en la sala donde sería atendido, o en algún otro sitio específico de la ciudad. El almuerzo correría por cuenta de la institución, por supuesto. El cantante volvió a pensar en la fiesta de la noche anterior, en los diminutos frascos de cristal que le entregara el DJ y en las pecas en el pecho de la rubia sin nombre. Sobre todo en las pecas del pecho de la rubia sin nombre. Una constelación de manchas oscuras que prometía varios viajes siderales. Las comisuras de su boca se alzaron en un intento de sonrisa y la gente del museo intercambió miradas de tranquilidad y complacencia. Parecía que ya lo peor quedaba atrás.

     El cantante fue escoltado a través de varias plataformas donde se exhibían distintas figuras bastante realistas de personas famosas. Alguien ofreció explicaciones, detalles técnicos, pero todo eso sonaba amortiguado dentro de la cabeza del cantante. Asintió varias veces y alzó las comisuras de la boca en otras oportunidades. Al final del paseo, tras preguntarle si deseaba algo en particular en cuanto a bebidas o comidas, lo condujeron hasta una sala amplia llena de mesones alargados, un par de butacas enormes y muchas cortinas blancas. El color predominante era el blanco. Un blanco centelleante que empeoraba el dolor de su cabeza. Una plataforma lateral atraía las miradas y, custodiándola, un par de aparatos fotográficos que se asemejaban a dos enormes paraguas negros y abiertos. Decidió dejarse los lentes mientras pudiera jugar con las negativas implícitas de su celebridad. En la sala abundaba el verde y el blanco.

Desde un rincón sobresalían varias cabezas con la vista fija en el vacío. Ojos vidriados. Miradas sintéticas. Una sonrisa en algunas bocas, como colgadas con alfileres. Varias muestras de tela estampada sobre uno de los largos mesones de patas hinchadas. Varias herramientas metálicas en el otro mesón. Y en el centro, con la vista baja, un hombre corpulento de piel oscura. La gente del museo se despidió con muchos ademanes, asegurando que habían arreglado la sala especial de mediciones según los requerimientos de privacidad del cantante. Él asintió con movimientos lentos de su adolorida cabeza. Ni siquiera hizo el esfuerzo por alzar las comisuras de la boca. Uno de los directores preguntó si el cantante deseaba algo en particular, si prefería que alguno de ellos se quedara para responder a sus preguntas o…

—¿Quién es él? —quiso saber el cantante.

Uno de los directores dijo su nombre, lo pronunció dos veces en voz alta, agregando que el hombre corpulento de piel oscura se encargaría de tomarle las medidas antropométricas. El cantante movió la cabeza con un vago gesto afirmativo. El séquito del museo se dispersó con un murmullo de las suelas de sus zapatos. En el silencio de la amplia habitación quedó colgado el sonido metálico de las puertas al cerrarse. El hombre corpulento de piel oscura levantó la mirada y se detuvo en el cabello largo y lacio del cantante, de un color indefinido, similar a la tonalidad burbujeante del champaña. Luego bajó los ojos hasta la mano derecha del artista, el lento movimiento de sus dedos, como si formularan una pregunta muda y prolongada.

—Allí hay un biombo —dijo el hombre corpulento de piel oscura, señalando un tríptico de tala blanca ubicado cerca del rincón junto a la plataforma—. Si quiere, puedo ayudarlo a desvestirse. También hay una bata.

Habló en voz baja, con temor a equivocarse. Tragó saliva. Sus ojos se pasearon por la piel luminosa y descubierta del cantante. El pantalón oscuro y ajustado. La camisa estrecha. Los lentes impidiendo cualquier acercamiento. Luego, con pasos lentos, el cantante fue hasta la mesa donde estaban dispuestas las herramientas plateadas y varias cintas métricas. Levantó algunas cosas con cuidado y se volteó para encarar al hombre corpulento de piel oscura.

—¿Sólo tú? —dijo.

El otro asintió antes de apartar la mirada. El cantante tamborileó con los dedos encima de la mesa. Su mano era blanca y de aspecto femenino. Los dedos largos y delicados para aferrarse al micrófono. La otra mano acariciaba una barba incipiente en su barbilla. El golpeteo sobre la mesa era el único sonido dentro de aquellas paredes.

—¿Cuánto tiempo? —dijo el cantante.
—Trataré de hacerlo tan rápido como pueda —dijo el hombre corpulento de piel oscura sin alzar la voz—; pero usted comprenderá que debo trabajar solo. Fue uno de sus requerimientos.

El cantante asintió con un par de movimientos de su cabeza. Prefería hablar poco, así podía mantener el dolor de cabeza a una distancia prudente. Parpadeó. Se fijó en el biombo y en la bata blanca colgada de una percha. Pensó que hubiese sido agradable tener allí a la rubia con el pecho lleno de pecas. Hizo una profunda inspiración al recordar la imagen de sus senos salpicados de motas pequeñas. Imaginó gotas de chocolate. También recordó las botellas diminutas que le diera el DJ en la fiesta. Polvo blanco y gotas de chocolate. Azúcar mascabado, se dijo y sonrió. Después, con un chasquido de la lengua, fue hasta el biombo para desvestirse.

—Voy a necesitar que me hagas un favor —dijo el cantante, mientras se bajaba el pantalón.

El hombre corpulento de piel oscura aseguró que trataría de ayudarle de la mejor manera posible. Ya no había lentes. Ni camisa estrecha. Ni pantalón ajustado. Sólo una figura delgada y pálida que avanzaba hacia él. Iba descalzo. Se fijó en las pestañas del cantante, asombrosamente largas; y en la simetría de un rostro tan andrógino como el de Jared Leto. Sí, los rasgos faciales del cantante, se dijo el hombre corpulento de piel oscura, eran perfectos; una cara que bien valía la pena preservar para siempre. Entonces bajó la vista. Fue un gesto involuntario. Ya había lanzado algunas miradas subrepticias al bulto dentro del pantalón, un bulto que se definía mejor bajo la ajustada tela del pantalón. Un puño apretado y contundente. Pero la entrepierna del cantante no mostraba ningún abultamiento bajo el algodón de su ropa interior. Quiso prestar más atención pero la voz del cantante lo obligó a levantar la mirada.

—Ven aquí —dijo el vocalista, apoyados los glúteos sobre el borde del mesón—. Quiero aclarar algo antes de que comencemos.

Los ojos fijos con sus pestañas alargadas en las pupilas turbias del hombre corpulento de piel oscura. Hubo un estremecimiento. Un temblor casi imperceptible en la comisura de la boca. El amago de una frase que se quedó sin pronunciar. Las celebridades y sus caprichos, se dijo el hombre corpulento de piel oscura. Debía jugar con la tolerancia y la adulación soterrada para acercarse lo más posible a su objetivo. Era como mirar directamente al sol.

—Escúchame bien —dijo el cantante—: te puedo volver mierda la vida si me provoca, ¿lo entiendes? Dime, ¿lo entiendes?

El hombre corpulento de piel oscura asintió. La exquisita vanidad.

—Acércate.

El hombre corpulento de piel oscura se acercó. Con la mano abierta dejó rodar sobre el mesón un bolígrafo y un bloc rayado. En la otra mano aún sujetaba una cinta métrica. Dijo:

—Le pido disculpas si he dicho algo indebido o…
—No —dijo el cantante—. Ven. Necesito que hagas algo por mí… No puedo concentrarme en nada más…

Pero se quedó callado. Ambos sostuvieron sus miradas durante varios segundos. Mudos. Luego el hombre corpulento de piel oscura sintió una mano posándose en su hombro con la delicadeza de una paloma. Una paloma que lo invitaba a arrodillarse con lentitud. Tragó saliva en un gesto inconsciente, temeroso de preguntar o decir cualquier tontería. El cantante lo miró como si hubiese sido una estatua precipitándose desde un alto pedestal. Los dedos del cantante agarraron la liga elástica de su ropa interior y la bajó hasta las rodillas. El hombre corpulento de piel oscura no pudo apartar la vista. Allí estaba el sol. Pero era un sol diminuto convertido en algo diferente. Le llevó un par de segundos descifrar lo que veía. De nuevo, un par de palomas se posaron junto al cuello del hombre corpulento de piel oscura. No sabía cómo referirse a lo que miraba. El cantante preguntó:

—¿Lo has hecho alguna vez?
—No.
—¿Nunca?
—Nunca.
—Es una lástima que no tengas pecas —dijo el cantante.

El hombre corpulento de piel oscura negó con la cabeza. La presión de los dedos en sus hombros lo invitó a acercarse con cuidado, con los ojos abiertos, con los ojos cerrados, para besar aquellos labios ocultos mientras la cinta métrica se desenrollaba como un ciempiés largo y tembloroso entre los tobillos del vocalista.

Crónica realista de una visita imaginaria

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Por Krina Ber

     




     El Museo de Cera —nuevo logro del Gobierno Revolucionario— ya llevaba siete semanas operando   en el centro de Caracas, cuando lograron por fin visitarlo. El problema no era el ínfimo precio de las entradas, sino las colas o la vacuna que había que pagar para llegar a adquirirlas. Finalmente, el padre dio con un buen contacto; consiguió hasta un permiso especial para traer a Manolito y blandía las cinco entradas como un trofeo en todas las colas que todavía les tocaban para entrar. Dividían el público en grupos de quince que iban a recorrer el museo bajo la tutela de dos guías, hembra y varón, de intachable preparación profesional.

   Debido a los efectos de la guerra económica, el Museo operaba, por ahora, solamente con la sección de Historia, dejando para más adelante las de Arte y de Ciencia. En el futuro, cada sección tendría una Cueva de los Horrores con sus propios delincuentes, y la de esta ambicionaba incluir a los peores villanos desde el zar de Rusia hasta Donald Trump… pero tampoco estaba lista. Entiendan, bromeó el guía varón: hay demasiados candidatos en cola.

   Algunas figuras de cera tampoco estaban listas, reemplazadas, por ahora, por imágenes tamaño natural recortadas en cartón, pero al menos sus fichas históricas estaban completas. Los guías leían esos nutridos textos con una velocidad inverosímil que, sin embargo, no mermaba la calidad de su dicción. Las hermanas mayores, a quienes les cuesta pronunciar una frase completa, escuchaban con la boca abierta, y solo Camila, la menor y la más veloz de la familia, captaba todo, pero ninguna proeza verbal pudo evitar la decepción de su corazoncito, cuando su sueño de sacarse un selfi con la figura de Taylor Swift se había convertido en cenizas. Después de recorrer en Google los museos de cera de ciudades como Londres, Ámsterdam y Barcelona, llegaron aquí con grandes expectativas —especialmente ella— olvidando que el nuestro difícilmente expondría a los superhéroes de Marvel o cantantes de moda del imperio. Papá, pendiente de Manolito, solo rezaba para que el entretenimiento no durara mucho.

     ¿Podemos pasear solos por el museo?, preguntó alguien.
  Esta opción no está contemplada en el reglamento. Pero podrán hacerlo en el cafetín al final del recorrido.
     ¿Y hablar?
  Les agradecemos no intercambiar opiniones de manera desordenada; con gusto contestaremos sus inquietudes al terminar la presentación de cada muestra.

     Aclarados esos puntos, entraron a la primera sala, donde los recibieron de frente los cuatro perfiles de los padres de la lucha revolucionaria­ —Marx, Engels, Lenin y Stalin— y debajo, varias figuras de cuerpo entero de los dos últimos dirigentes, algo destruidas, pero aún reconocibles. Eran reliquias soviéticas, explicó la guía hembra, salvadas de la hecatombe de estatuas durante la así llamada perestroika, y finalmente, veinticinco años después, donadas para este Museo. Como para contrarrestar su ruina, dos figuras jóvenes y grandiosas, El Soldado y El Obrero, levantaban los brazos entrelazados ante la pared opuesta cubierta de masa humana y estandartes rojos. Estas figuras, obra del famoso escultor… comenzó a recitar el guía varón cuando Manolito manifestó por primera vez su descontento escupiendo el chupete con que trataban de callarle la boca. La guía hembra preguntó con irónica dignidad por la madre de ese menor, y papá contestó que estaba de viaje, exhibiendo el permiso especial que le debía a su contacto. Las hijas arrullaban por turnos al bebé y no sabían dónde meterse. Por suerte, un chico con lentes desvió la atención general.

     ¿Son gays?, preguntó con la vocecita aflautada de sabelotodo precoz, provocando carcajadas del público y cierta rigidez de los guías:
     No, miamor. ¿Cómo te llamas? ¿Carlitos? La respuesta es no, Carlitos. Ellos se dan la mano en un gesto fraterno, ¿entiendes?

     Camila aprovechó esas distracciones para colearse entre las piernas de los visitantes hasta la del Obrero y pellizcarlo en la pantorrilla, pero no logró arrancar ni un pedacito de cera. Nadie lo notó aparte de Carlitos. Una chispa de aprecio brilló en el cristal de sus gafas y ella confirmó el contacto con su mejor sonrisa en la que faltaban dos dientes.

     Siguieron salas interminables donde líderes  de talla de Fidel Castro, Mao y Kim-Il-sunginteractuaban con líderes latinoamericanos como Lula y Evo Morales, mientras los guías exponían por turnos los logros históricos de cada uno, hasta que llegaron por fin a la parte de nuestra historia nacional. Manolito se resignó a dormitar babeando la camisa de papá y la joven gorda embutida en un bluyín soltó la mano de Carlitos.

     Maniobraron para encontrarse mientras la gente se dirigía en manada al siguiente recinto, dedicado a Francisco de Miranda

      ¿Es tu madre? preguntó ella en susurro.
      Hermana. Se llama Yuribel, susurró él de vuelta.
     Mis hermanas son esas tres y se llaman Victoria, Verónica y Vanesa.
      ¿Y tú? ¿Valeria?
     Camila, corrigió la niña: soy de otra generación. Tercer grado.
     Yo también… (mintió: cursaba segundo, pero quería estar a la altura).

     La mirada asesina del guía hembra que iniciaba la historia del Generalísimo los hizo callar. El prócer, con el semblante marcial y la camisa rota descansaba sobre un estrecho camastro carcelario, con un pergamino por delante y una pluma de ganso en la mano. Un cabo de vela chorreaba sobre la tosca mesita de madera. Tres escalones y un cordón separaban la muestra del público y era mucho más difícil acercarse a la figura que en las salas precedentes donde ella había logrado pellizcar algunas. La única manera era hacer como que hizo, de una vez, pese a los desesperados pssst pssst de papá, que trataba de detenerla.

      ¡Ey, niñaaaa!

     Se armó el alboroto. Los dos guías se lanzaron hacia Camila gritando que estaba prohibido tocar las estatuas, mientras ella se abrazaba a Francisco de Miranda y pedía con inocencia angelical, papi, sácanos una foto, porque ella solo quería eso: un selfi con su prócer favorito. Varias personas la apoyaron. En todos los museos de cera del mundo uno puede fotografiarse con las figuras, protestaban, mientras el guía varón trataba de agarrar a la niña sin poner un pie, él, del lado interno del cordón.

     ¡Pues aquí no se puede!, vociferó la guía hembra. Este es un museo educacional, ¡no un antro de frivolidades!

      En el intento de no ser arrastrada por los escalones la niña se asió de la cobija que arropaba al prisionero y la arrancó. Unas mujeres estiraron el cuello con la morbosa expectativa de que el prócer estuviera tan bien dotado como lo dicen las leyendas, pero el OOOH colectivo que siguió no reflejaba ese tipo de admiración. Camilita lanzó un alarido de susto.

     Porque Francisco de Miranda no tenía eso ni nada de lo que sugería la cobija: la pierna derecha doblada y la izquierda colgando con elegante abandono del camastro. De la cintura para abajo revelaba un andamiaje de cabillas con apenas un relleno de papel periódico en los lugares necesarios para que la manta simulara el resto.

     El guía varón levantó en vilo a la niña y la arrojó sobre sus tres hermanas, mientras la hembra acomodaba deprisa el estropicio. Los que estaban más cerca captaron su susurro al compañero acerca de las barandas de vidrio y el airado siseo de él con la palabra concluyente: pressupuessto. Luego alzó el tubo y se dirigió al público:

     Compatriotas, lamentamos mucho lo que acaba de ocurrir. En efecto, la guerra económica ha impedido culminar algunas obras con la perfección a la que aspiramos. Reiteramos que no está permitido interactuar con las figuras y recordamos a los padres y representantes su responsabilidad de vigilar a los menores de edad. A la próxima tendremos que evacuar a toda la familia.

     Papá le torció la oreja en un sádico silencio. Los visitantes se sentían vagamente estafados. Pero habían soportado muchas horas de cola para adquirir las entradas y estaban empeñados en seguir el recorrido. Sobre todo, porque la próxima sala estaba destinada al mismísimo Bolivar, inmovilizado —él, sí— tras el vidrio protector en el gesto de dirigir con la espada la carnicería de hombres y caballos que se libraba sobre las paredes. Los presentadores se lucieron tanto con la vida del Padre de la Patria, que los incidentes menores se olvidaron, y la asistencia cayó en estado soporífico, incluyendo al bebé, sumido en un sueño profundo, y a papá, que aflojó la mano dejando libre a su hija menor.

  Mi turno, susurró Carlitos casi inaudible cuando se encontraron al pasar a la sala siguiente, y le enseñó con disimulo un lápiz bien afilado. Pero se quedó con la boca abierta, al igual que los adultos.

     La próxima sala, la más suntuosa de todas, estaba destinada a los Forjadores de la Historia Actual: el presidente y la primera dama desplegaban su seguridad confiable sobre un pódium mucho más alto que los precedentes, acompañados por sus más destacados ministros (que ya no ostentaban las carteras anunciadas en las pancartas, pero seguían con otras); y a todo el grupo dominaba la imponente figura del Comandante Eterno, espíritu sagrado del destino de la nación. El trabajo de los escultores, la escenografía y la iluminación ameritaban de sobra el sonoro aplauso que les dedicaron los presentadores y algunos de los visitantes. Rodeaban la plataforma guardaespaldas armados en diferentes posturas de alerta: figuras dispuestas allí (explicó el guía varón) como recurso psicológico para disuadir cualquier acto de vandalismo de los posibles enemigos infiltrados en el público.

     Ouau. El recurso funcionaba conmigo: qué pava me dieron esos uniformados, sobre todo el que apuntaba su ametralladora directamente a Manolito. Traté de empujar un poco a papá, pero se burló de mí: son muñecos de cera, Camila. Encima, la guía hembra me tenía en la mira desde lo del Generalísimo, y el amiguito había dicho que era su turno, no el mío. Así que me quedé inactiva, siguiendo con disimulo las maniobras de Carlitos que se desplazaba a hurtadillas hacia la muestra, evitando el ángulo de visión de los guías. Dejé de respirar cuando lo vi avanzar poco a poco hacia el guardaespaldas más cercano; desde donde se hallaba le sería fácil pinchar la figura. Yo sabía que cera era solo cera, pero aun así me decepcionó la cobarde prisa con la que Carlitos se devolvió al grupo y solo recobré el interés cuando vi que algo no estaba bien: temblaba, todo pálido y pegado al trasero de su hermana hasta el final de la presentación.

     Lo pillé cuando terminó el alboroto de aplausos y el grupo se dirigía hacia el cafetín. Yo quería un refresco, Vanesa helado y Verónica gomitas; papá advertía que no éramos millonarios. Además, ya avisaron que no había agua, así que tampoco habría café y los baños estarían cerrados. Menos mal que Victoria metió un dedo debajo del pañal y Manolito aún no se hizo; en el cafetín íbamos a calentarle su tetero. Carlitos casi corría, escondido detrás de Yuribel.

     ¿Te pasa algo?
     Sí, me pasa, Camila… No son figuras de cera.
     Pero ¿qué dices?
     Eso. Que no lo son.  
     ¿Y qué son, pues?
    ¡Qué sé yo! Serán guardaespaldas de verdad-verdad. Al menos ese… Será un brujo o un robot, mira que le clavé el lápiz en la pierna y no se ha movido ni un poquito, nada, Camila… pero me habló. Te lo juro, ¡me habló! Super bajito, así, como de debajo de una máscara.

     Eso fue lo que más asustó a Carlitos. Que no chillara, que ni un ay… Y sin embargo dijo algo que solo él pudo escuchar, una frase que tenía un acento oriental y no parecía propia de un robot:

      Vuelve a hacelo, niño, y te alanco una pielna.

     Y quién dijo que nuestro Museo de Cera no tenga atracciones emocionantes. 



Museo Misterioso y Oculto de Coyoacán

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Por Fedosy Santaella



            Este es el museo de cera Misterioso y Oculto de Coyoacán. No tiene dirección en mapa físico, no aparece en Google Maps. La calle donde queda no tiene nombre. ¿Conoce usted el mercado de artesanías? Bueno, allí no es. ¿Sabe de la cantina La Guadalupana, ahora cerrada? Puede ser que por esos lados, pero tampoco. Se encuentra en un zócalo dentro de un zócalo, al doblar esta esquina, un poco más allá de esta tienda de tatuajes, por acá por esta taquería, un poco la izquierda de aquella otra tlapalería. Tan sólo tiene que perderse, comenzar a caminar al revés y con los ojos cerrados, pensando siempre en pingüinos de papúa (sólo de papúa) y en la estatua de barro de un niño apodada El Federal, decir tres veces el nombre de Raymond Roussel cuando toque la grieta de una pared rosa y listo, lo encontrará, el Museo Misterioso y Oculto de Coyoacán.

            Acá, una pequeña muestra no más de las figuras que usted se puede encontrar en nuestro dilecto museo. Pásele.


Erzsébet Báthory. De pie, con larguísimo vestido y dos trenzas cayéndole a los lados del pecho, sacando la lengua, lamiéndose una paleta de helado, roja, roja sangre. Un hilo del líquido le corre a un lado de la comisura derecha. Es muy pálida, blanca, hermosísima.


Batman. Vestido de Guasón, pero con la máscara puesta, Batman nos mira. Su boca no sonríe; por eso suponemos que es realmente Batman y no el Guasón quien está debajo de la máscara. Pero ya sabemos, Batman también es un desquiciado.


Leonora Carrington o Chavela Vargas. Un espejo, y dentro del espejo otro espejo donde, ya anciana, Leonora Carrington o Chavela Vargas mira hacia su reflejo y descubre a la otra, es decir, Leonora a Chavela o Chavela a Leonora. Quizás entonces la pintora canta o la cantante pinta; ambas fuman, eso sí. El cuarto del espejo se llena de humo. Ese cuarto, ambos cuartos se vuelven una tierra imprecisa. A veces, algo de ese humo se escapa a la sala, alcanza los detectores de incendio y se encienden las alarmas.


Johnny Cash. Echado en el suelo, contra una pared de la caverna Nickajack, vestido totalmente de negro, desesperado, perdido, con ganas de escuchar el canto de la muerte, de ponerse su anillo de fuego, de arder y, de tanto arder, acabar con el dolor o más bien, por fin sentir algo, así sea dolor.


Aleister Crowley. Hace unos años metimos su figura en el museo. La misma noche de su llegada, el edificio se encendió. Entre los escombros carbonizados, sólo quedó el muñeco de Crowley, chamuscado, negrísimo, pero allí estaba. Los bomberos, aunque no sabían quién era el personaje, se llenaron de pavor al verlo y lo destrozaron a picazos y palazos. Por supuesto, levantamos otro museo, y pusimos en el lugar de Crowley la figura de Walter Mercado… ni modo.


            Lila Downs. La diva vino de visita. Caminaba entre las figuras, movía las manos con encanto de diva. Se detuvo ante su figura, la miró admirada, realmente emocionada. «Idéntica», dijo. Se echó a reír de contento, nos cantó un pedacito de «La cruz del olvido», y se fue, tan rápido como vino. Ese día, sacamos de la sala la figura de Lila Downs. Qué vergüenza, pero Lila Downs… Lila Downs hay una sola, la que camina por el mundo, la de carne y hueso, aquella de la que estamos enamorados todos en el museo, hasta las figuras de cera. Por cierto, la figura de Lila fue secuestrada del depósito. Nada sabemos de su destino.


Anton Chigurh. No exactamente con el rostro de Javier Bardem, y acá sí con los fríos ojos azules de la novela. Chigurh alza el brazo donde sostiene una pistola de matar ganado. A las tres de la mañana, un mecanismo interno hace que su dedo se mueva y el arma se dispara. Los vigilantes procuran no pasar frente a Chigurh a esa hora. Un desprevenido alguna vez lo hizo. Fue convertido en figura de cera, y está tirado en suelo, muerto, haciendo de una de sus víctimas, que en efecto lo fue.


El hombre invisible. Un cartel dice: «Salí a comer, vuelve en cinco minutos». Es un chiste: la figura de cera está ahí, pero nadie la ve.


Sherlock Holmes. Cerca de museo Madame Tussauds, sobre la Baker Street y a cinco minutos a pie, queda el museo de Sherlock Holmes. Del museo de la Tussaud, salga por Nottingham Terrace y cruce luego a la izquierda en York Terrace W. Tendrá durante el recorrido, a mano derecha, el magnífico Regent´s Park. Pase luego junto al edificio de Merlin Events (Merlin Entertainment Group es el dueño actual del museo Madame Tussauds), y cruce a la derecha en Allsop Pl. A mano derecha tendrá a la pintoresca Guesthouse Gisel y a mano izquierda la estación Baker Street, sólida en sus ladrillos rojos, antigua y llena de motivos conmemorativos del famoso detective de ficción. En la Y, tome Allsop a la derecha y ya está en Baker Street. Allí, a mano izquierda, el museo que recrea el piso rentado por Sherlock Holmes y Watson en las historias de Conan Doyle. En los cuentos y las novelas, la dirección de la residencia es la 221B. La del museo, aunque en la puerta tiene una plaquita con ese número, es en realidad la 239. Hoy día, las 221B pertenece a un extenso complejo comercial de la zona. Por cierto, en el museo Madame Tussauds puede vivirse la experiencia Sherlock Holmes, un recorrido guiado por la recreación del piso del detective, las calles cercanas, las celdas de Scotland Yard, entre otros lugares. En nuestro Museo Misterioso y Oculto, Holmes no porta gorrita ni fuma pipa, y sonríe, repantigado en un sillón, sonríe como un loco, porque está loco, perdido en su locura y en la cocaína.


Michael Jackson. Por respeto a su arte, en nuestro museo no hay figura del ídolo. Jackson, excelso artista, se convirtió a él mismo en una figura de cera, ambulante, viva. Ningún muñeco de cera sobre la faz de la tierra ha de superar la figura de museo en que él mismo se convirtió. En su lugar, sobre un caballete, hemos puesto una foto de él y un cartel que dice: Michael Jackson, eximio escultor de la ceroplástica.


Un muñeco de Lego. De cera, un muñeco de Lego, de poco más de un metro de alto.


David Lynch.En realidad, es el mismo David Lynch que, desdoblado gracias a la práctica de la meditación, va y se para todas las mañanas en su puesto del museo y ahí se queda, con su increíble copete a lo Lynch hasta que el museo cierra sus puertas.


Bobby Perú. Mostrando su boca llena de encías y pequeños dientes y con una escopeta en la mano, a punto de entrar a robar un banco. Sabemos que esa puerta que hace de banco es un banco porque hay un cartel que dice «Banco». Hacia una esquina, lo que parece ser la sombra de un vampiro.


Santo. El enmascarado de plata, en medio de un extraño laboratorio, lanza un puñetazo al luchador Fernando Osés, y este, yéndose hacia atrás, tropieza con un Frankenstein inmutable que viene caminando con los brazos extendidos. El célebre luchador protagonizó en 1963 la cinta Santo en el museo de cera, dirigida por Alfonso Corona Blake y Manuel San Fernando. Allí, el enmascarado se enfrenta al Doctor Karol, un despiadado científico que pretende hacer, por medio de seres humanos, un ejército de fieras asesinas. Tras la desaparición de algunas personas, Santo acude a investigar. No tardará en descubrir que algunas de las figuras del supuesto museo del doctor Karol no son realmente de cera, sino humanos transformados en criaturas en estado de suspensión que, manipuladas por Karol, pueden ponerse en movimiento y atacar con furia.


Max Schreck. Vestido de Nosferatu clavándole los colmillos a Willem Dafoe (véase Bobby Perú).


Tin Tan.En el rol de Casimiro, cuidador del museo de cera (un museo de cera dentro de un museo de cera), enfrentando al Hombre Lobo, interpretado por Lon Chaney en el film mexicano La casa del terror del año 1959, dirigida por Gilberto Martínez Solares. Y sí, tal como lo han leído: Tin Tan contra nada más y nada menos que Lon Chaney, haciendo de Hombre Lobo. En esta cinta, Tin Tan es cuidador de un museo que en realidad es el laboratorio clandestino de un médico siniestro que busca resucitar a los muertos y someterlos a servidumbre. Cada experimento fallido termina siendo luego un muñeco para su macabro museo de cera. Una noche (siniestra, claro está) un rayo cae sobre los artefactos del laboratorio del museo y entonces una momia egipcia que el doctor ha robado vuelve a la vida. Esa momia resulta ser un hombre maléfico que, con la llegada de la luna llena, se transforma en Hombre Lobo (sí, en el antiguo Egipto también había hombres lobo). Tin Tan, el gran Pachuco de Oro, estará allí solo, en la soledad de la madrugada, para enfrentarlo.


Chavela Vargas o Leonora Carrington. Ibíd noc sojepse.


Boris Vian. Sentado en un taburete, tocando su trompineta. Al fondo, el escenario de su negocio nocturno en París, el Club Saint-Germain. A su lado, un joven desnudo, aullándole a una luna que se asoma en una ventana.


Orson Welles. Gordo, muy gordo, en medio de la luz de una nave extraterrestre, como si estuviera en medio de un escenario de sala de concierto. Está tan gordo que luz no puede con él, y lo dejan. Por eso la figura mira hacia arriba, los brazos abiertos, con cara de desesperación.


Zenón de Elea. De pie, con cara de sorprendido, una flecha atraviesa su cabeza desde su frente a la parte de atrás. Ya se ve, su paradoja no sirvió para detener indefinidamente la flecha.

Editorial petrificante

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Encontrábase (qué felicidad enorme poder utilizar esta construcción verbal) un hermano Chang acariciando al gato negro sobre su regazo (los Chang sólo tienen por mascotas gatos negros), mientras con la otra mano sostenía un libro de Poe donde precisamente leía el cuento «El gato negro», cuando en eso llegó el otro hermano Chang conduciendo un camión cargado de gente petrificada del susto. Lo de petrificado del susto no es una metáfora, es la consecuencia de una droga que deja a la víctima con vida, pero con la expresión congelada que tenía al momento de serle inyectada la sustancia. Una fórmula hecha a partir del veneno de dragón de Komodo, receta heredada generación Chang tras generación Chang. El hermano recién llegado pidió ayuda a su hermano lector, pero el lector le dijo que ya va, que estaba por terminar, que además estaba con el gato (no sabemos si el del cuento o el que tenía encima) y que se esperara. Cuando por fin el Chang lector acariciador de gatos negros dio por terminada la lectura, dejó con suavidad gato y libro sobre la silla, y se dignó a ayudar a su hermano conductor de camiones a bajar los cuerpos inmóviles y a apilarlos luego contra la pared del depósito.

—¿Y qué se supone que haremos con estos cuerpos?
—Mantenerlos con vida. Tal como están.
—¿Pero los enterramos?, ¿los sembramos en macetas y los ponemos al sol?, ¿los decoramos y los ponemos en la sala?
—Eso te lo dejo a ti. Haz lo que quieras pero que no se muevan ni se mueran. Yo me voy a buscar más.

Se fue el Chang conductor de camiones y transportador de cuerpos inmóviles a buscar más gente tiesa, mientras su hermano lector y amigo de gatos (negros) se rebanaba los sesos buscando qué hacer con todos esos cadáveres vivos apilados sobre la pared, cuando en eso sintió un ronroneo y un roce de cola peluda cosquilleándole entre las rodillas. Bajó la vista y topose con que hallábase allí (de nuevo, qué felicidad meter estos verbos) la solución a sus cavilaciones: el gato negro. Haría lo mismo que hizo el personaje de «El gato negro» con su felino doméstico. Sólo que con un toque personal Chang, con un aporte de su propia cosecha: en vez de tapiar los cuerpos tras los revestimientos de la pared los recubriría de cera. Los encerraría tras una delicada capa parafinada. Como si fuera una segunda piel de esperma pulida. Como estatuas vivientes. Como maniquíes de carne que respira.

Cuando el otro hermano Chang regresó con su nuevo cargamento de cuerpos en pausa, se encontró con la hermosa exhibición de su hermano. Una docena de cuerpos encerados y abrillantados congelados para siempre en una coreografía inmóvil.

—Te fuiste sin decirme qué hicieron estos para ganarse la maldición de Komodo.
—Pues merecérsela. Igual que los otros que traigo en el camión.
—¿Les aplico el mismo tratamiento?
—Sí, hazlos también muñecos de cera. Y abramos al público, que esto merece ser visto.

Bienvenidos al Museo de cera de los Hermanos Chang. La entrada es gratis, pero si no se comporta en vez de la salida le garantizamos un lugar en la exhibición.


José Urriola y Fedosy Santaella / curadores.


Emporio Chang (siniestros once años, por si a alguien se lo olvida)

Y este esquina... El Dragón Chino (fragmento)

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Por Carlos Zerpa



¿QUIÉN ERA EL DRAGÓN CHINO?

Los dragones tienen fuego adentro, lo producen y luego lo vomitan. Se dice, que en verano, cuando el fuego interno es de muy alta temperatura, los dragones atacan a los elefantes. Esto lo hacen para beberles toda la sangre y calmar ese fuego interno, beben sangre de elefantes, que como nadie ignora, es muy fría.

 A. Plinio  
Libro Octavo de Historia Natural


El anunciador, el popular Pepe Pedroza, prácticamente gritaba:

«¡Eeeeeen Eeeeeeestaaaa Esquiiiiiiiiiinaaaaaa Eeeeel Dragóooooon Chiiiiinooooo, con ciento diez kilooooos… y un cuarto!»

El Dragón Chino nos cuenta su historia: «Quise llamarme y tomar el símbolo del Dragón Chino, porque el dragón representa las fuerzas de la naturaleza y del universo. Puede habitar tanto en la tierra como en el cielo, en el agua como en el aire, hacerse invisible y mantenerse presente. Se le asocia con la sabiduría y la longevidad en todas las leyendas, rodeado siempre de la energía positiva y sobrenatural. Según las historias registradas en la cultura milenaria china, los seres humanos podían convertirse en dragones, en seres de luz, a través de la magia. Así se cuenta que un hombre, tras estudiar las magias, logró transformarse en un dragón al ingerir una perla. Yo también ingerí una perla negra de la isla de Margarita, me la tragué una semana antes de subirme al ring por primera vez con mi máscara y atuendo del Dragón Chino. Desde ese instante, mi mirada atraviesa muros y, si es necesario, puedo lanzar fuego por mi boca. Yo soy el Dragón. Me presenté por primera vez como luchador profesional el primero de febrero de 1959, en el Palacio de los Deportes en Caracas. Lo mío era la velocidad en la lucha y, desde mi llegada, las cosas comenzaron a cambiar en ese lugar, pues no estaba interesado en una lucha estilo sumo, de dos mastodontes gordos casi bailando bolero. La idea estaba en dar golpes aquí, vueltas allá, saltos mortales e intercambio de acciones, moviéndome más rápido que la propia intuición de mis oponentes. Me di cuenta rápidamente que la lucha era noble y que podía hacer cosas arriba del ring mucho mejores y más espectaculares que las que hacían los mejores luchadores de ese entonces. Me di cuenta que el mundo de los rudos era mi mundo, me di cuenta  de quién era y de quién soy.

»El Dragón Chino soy yo, yo mismo me inventé y me convertí en mi propia invención. Lo de chino viene por mis ojos que son achinados. Cuando era joven, las chicas de mi barrio siempre me lo decían y se enamoraban de mí aun antes de ser luchador. Cuando decidí buscar mi nombre artístico, escogí, por lo terrible, al dragón, ese ser mitológico aterrador que echa fuego por sus fauces y es temido por todos. Por mis ojos chinos, unidos a la imagen del dragón, llegué al nombre que uso y que identifica al personaje que soy. Mi nombre de hombre civil ya no interesa, ¿a quién le importa cómo me llamo? Algunos dicen que mi nombre es Jorge, otros dicen que me llamo Carlos y otros Ling. Mi verdadero rostro es el de esta máscara, éste es mi verdadero semblante, me llamo el Dragón Chino y todos al verme comienzan a temblar, pues soy malo, rudo y el mejor sobre el entarimado.

»Los organizadores de las luchas inventaron otros dragones que pelearan para suplantarme, pero eran sólo peleles, monigotes, títeres a los que les pusieron una máscara y les asignaron ese nombre para emularme. Me daban lástima, porque no tenían personalidad, no era nada. El verdadero Dragón soy yo, y si me topaba con ellos en el ring, los despedazaba y desenmascaraba por falsos. Era el Bassil Battah que intentaba sacarme del juego y poner en mi lugar a otro Dragón más manejable que yo y que no lo opacara a él. Jajaja.

»Mi papel era el de ser en verdad muy rudo y yo trataba de hacerlo bien. Hago honor al apelativo popular de ser el “rey de los sucios” y, por supuesto, nunca faltaron los insultos, las ofensas y hasta agresiones personales contra mi persona provenientes de la fanaticada, entre quienes se encontraba Paulita, la madrina de los luchadores, que se hacía la señal de la cruz apenas me veía, (“Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor, del dragón Chino líbranos señor, Dios nuestro, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén”) como si al verme estuviese viendo al mismísimo diablo.  ¡Jajajaja, cuando ella me veía me sacaba una cruz y yo cuando la veía le mostraba los dientes y le gruñía, grrrr!»

Sergio Lagardez Jr. opina: «Recordamos perfectamente su violencia, su rudeza, su extrema crueldad en el ring. Era raro que una pelea en la cual el Dragón participara no culminara en un derramamiento de sangre».

El Dragón Chino vuelve a traer sus recuerdos: «Como ya les dije, fue el primero de febrero de 1959 cuando por primera vez comencé a luchar en Venezuela, en el Palacio de los Deportes. El dólar estaba a 3,40 bolívares y la empresa podía pagarme muy bien. Yo era la estrella y ganaba buen dinero».

Las máscaras, el atavío, las batas, las túnicas y toda la imagen fueron diseñadas por el mismo Dragón. Su primera máscara la hizo el mismo, pero la confección futura las hizo siempre Wladimir Havriluk. El bordado de sus batas lo realizaron monjitas de un convento de clausura en Chile y también las monjas de la orden de San José de Tarbes de Venezuela. Ellas primero bordaron flores, faroles, nubes y rosas en el frente, pusieron mostacillas, canutillos y pedrerías; luego, un poco asustadas, los grandes dragones de las espaldas. Estas batas de satén rojo, azul marino, verde esmeralda o negro profundo eran la admiración de las mujeres, que las tocaban con sus dedos al pasar el luchador por la primera fila, como si se tratara de un santo, como si se tratara de un mago, de una divinidad. Paradójicamente, siempre alguien se las rompía, con odio se las destrozaban, el público o sus contrincantes se ensañaban contra ellas. Eran tan elegantes y bellas y aun así las hacían jirones. Luego los pedazos eran recogidos, se los llevaban los fanáticos a sus casas, como talismanes, como recuerdos, como amuletos, como cada pedazo fuese un souvenir. Recuerdo que en el Mercado Municipal de Valencia, en un puesto donde vendían yerbas curativas, plantas medicinales y cosas de santería, entre los talismanes, cruces de Caravaca, semillas de peonía y pepas de zamuro, vi en bolsitas hechas de papel celofán pedacitos de tela de seda y satén, rojos y azules celestes con fragmentos de bordados, pedazos de la bata del Dragón Chino como amuletos para el mal de ojo y otras maldiciones; digamos que como protección contra todo mal. Se decía que si llevabas dentro de tu cartera un pedazo de tela de seda de la bata del Dragón Chino, la abundancia económica y el éxito con las mujeres no se harían esperar.

El Dragón recuerda: «Es que desde pequeño siempre me gustaba lo mejor. Desde chiquitito mi madre me enseñó a andar limpio, bien arreglado. Siempre quería lo mejor para mí. Cuando comencé lo de la lucha, me dije: “Si debo usar capas, pues tengo que llamar la atención con las mejores. Me las mandé a hacer de terciopelo, tela de chifón y seda, con cara por ambos lados, todo un lujo».

Sergio Lagardez Jr. se pregunta: «¿Tuvo el Dragón alguna vez una interpelación,  invitación o manifestación de curiosidad por parte de los chinos o de sus embajadores en Venezuela o el mundo? ¿Por qué lucía tanto lujo en el ring? ¿Por qué sus largas uñas las llevaba pintadas de negro a lo mandarín? ¿Por qué al caminar sus movimientos de pasos cortos con manos y brazos movidos eran en zigzag? Eso nunca lo sabremos».

El Dragón nos cuenta: «Recuerdo una vez que vino un grupo de chinos. Venían del medio diplomático a notificarme que era el invitado de honor de una comida que me habían hecho, a mí, al Dragón Chino. Hablaron con mi valet en francés. Decidí no acudir a la invitación y dejarlos plantados, yo era el Emperador».

Wilmer Ramos nos informa: «Hay gente que dice que el Dragón estaba en China en los tiempos convulsionados de las luchas políticas, y había sido objeto de una agresión muy fuerte, que le habían cortado la lengua y por lo tanto no podía hablar. Jajaja. Esto era una gran mentira, pues siempre lo escuchamos hablar en la televisión, profiriendo amenazas a sus rivales. Lengua tenía, y viperina».

Rocco Nocella asegura: «Al Dragón Chino, cuando se enfurecía, se le ponían los ojos todos rojos, la parte blanca roja, y el iris rojo también; era algo espeluznante. Lo que pasa es que como la televisión se veía en blanco y negro y él usaba máscara, no se le notaba. Pero el contrincante sí se daba cuenta. El que lo veía descubría que eran completamente rojos, inyectados de sangre como Drácula; por eso temblaban los que lo miraban».

Nos sigue contando el Dragón Chino: «El diseño de mis batas era mío. Recuerdo que los bordados de la primera que me hice fueron, paradójicamente, realizados por unas monjitas en Chile. No fue fácil persuadirlas, pues al parecer entreveían algo satánico en la figura del dragón que tenía que ir en la espalda; así que les mandé a bordar unas rosas en el frente y luego el resto. Esa primera bata era de terciopelo en doble faz con pedrerías orientales y con los mejores bordados que han visto mis ojos. Pero al igual que todas las otras batas, me las destrozaron aquí en Venezuela».

Raymundo Valentino Asad recuerda: «Lujoso equipo de batín al estilo mandarín y máscara con alegorías sugerentes de dragón. La Lucha Libre en Venezuela jamás conoció un peleador tan lujoso en sus atuendos».



(Esto es apenas un adelanto de Y EN ESTA ESQUINA… EL DRAGÓN CHINO / CUANDO LA LUCHA LIBRE ERA DE VERDAD VERDAD, magnífico libro de crónica y ficción que gira en torno a la vida de uno de los rudos más rudos de la lucha libre venezolana, toda una leyenda que debe ser recordada y traída de nuevo a nuestros tiempos. En esa labor se encuentra el maestro de las artes plásticas, Carlos Zerpa, quien se dedicó durante años a investigar y entrevistar a todos aquellos que saben y supieron de la lucha libre en Venezuela y, en especial, del gran Dragón Chino. Pronto el libro en Venezuela y en México... Vayan con Dios, amén).





Meeting

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Por Diana Medina



Sebas53/10 de mayo de 2018
Es que a uno se le va la alegría. Es eso. No me digas más. No me llene la boca de miel que su lengua raspa cuando me deja detrás de la pantalla. Usted no fue la cita en el café. ¿Qué pasó, Jazmine? ¿No le prometí discreción? ¿Cree usted que yo sería capaz de faltar a mi palabra? Ahora viene y me dice que se tiene que ir y que dejará esto; esto que tenemos y que es también mi vida.  Ya no diga más tonterías. Usted tiene la lengua que me falta y quiere irse. ¿Le pasó algo? ¿Puedo ayudarla? Dígame y lo hago. Mire, yo creo que lo mejor es que yo me desaparezca de aquí. Me levanto y me acuesto pensando en cuándo la veré y usted me escribe -¡me escribe sin dar la cara!- solo para decirme que lo deja. Si usted cree que puede irse así, sin dar explicaciones, es porque yo no le interesé nunca. Mire, ni me diga. Ni se atreva a escribirme. Tanto que hemos vivido y ahora se va, sin más. Me quejaré a la empresa, júrelo.

Siempre suyo de usted, pero ojalá recapacite. Escríbame. Que no le guardo rencor sino solo el mismo amor de siempre.

Rony1977/11 de junio de 2017
Jazmine que sepas que lo mío es sadomasoquismo. Te lo digo así directamente porque soy un hombre que no se anda por las ramas. Te veo y me digo, coño, pero si yo a ti lo que debería es follarte y tenerte de mujer para el resto de mi vida. Mujerón donde las haya. Pero ¿para qué te voy a mentir? Por eso es que no puedo prometerte nada porque, además, la única que me complace así es la Mónica. ¿Te dije que tiene planes de casarse? Eso dice, pero yo sé lo que le gusta, y su novio no. Mónica es una adicta, como yo. Por eso no puedo prometerte nada, Jazmine. Anoche cuando te vi por primera vez me dejaste frío. Soy un tipo con suerte. Dame tiempo a ver si se me pasa lo de Mónica. Tengo que hacerlo. No me dejes de escribir y vamos a vernos la semana que viene, que sigo con el alquiler de los pisos y ya sabes que aquí en Barcelona la fiesta la están dando los turistas. Ni te imaginas lo que pagan por 40m2. Venga, chata. Te beso toda, como anoche. Escríbeme.

#Camilo’s/24 de diciembre de 2017¿Qué, si se entera mi mujer? Mira, ella ahora mismo está en la casa con las niñas ¿Tienes hijos? ¿no? Mujer inteligente, mi bella Jazmine (ya me dirás tu nombre verdadero, porque a mí no me engañas). Yo, la verdad, nunca quise tener hijos, pero, ya sabes cómo va esto.  En las entrevistas de trabajo siempre me preguntaban si estaba casado y si tenía hijos. Tonterías sobre ser serio y tal. Y yo me dije ¿pero si Marta lleva ahí, queriéndome, desde hace tanto tiempo? Listo. La mantengo, me caso, tengo un hijo –máximo- y ya. Y así de resuelto ando. Mi mujer sabe que trabajo como un asno y le doy una vida que ni soñada. Por eso, las noches son mías y hago lo que quiero. ¡Mujer, anímate! Un chupito más que la noche empieza; no me vayas a cortar así, ¿eh? Tienes unas tetas monumentales.  Mira, solo como un adelanto: me gustan las mujeres bien depiladas ¿sabes? Me pones a millón con esa boca tuya. Te voy a pillar. Ya lo verás. ¿Mañana en Casa Francia? Tranquila, mujer, que te ofrezco discreción. Nos vemos y lo que surja. ¿Otro chupito?

#Elgranduque/13 de enero de 2018¿Fumas? Pues te diré algo, no creo que lo nuestro funcione. Pero lo que me sorprende, chica, es que llevamos cuatro meses así viéndonos casi a diario y nunca te había visto fumar, o sea, nunca lo habías hecho delante de mí. No te has quitado la ropa, te he respetado, no te he pedido nada, te he seguido el juego, te he visto así día sí y otro también y te he contado todo, mis mujeres, mi trabajo, mis ejercicios, mi accidente de tránsito, y tú hoy decides conectarte a las 2 de la mañana, llamarme y ponerte a fumar ¿qué te pasa, Jazmín? No me dejes con la palabra en la boca.

#Susy20 de abril de 2018
Practico sexo tántrico porque llevo mucho tiempo sola, Jazmine, quería confesártelo. Me daba un poco de apuro, pero luego, pensé, ¿sabes? ¿qué más da? Desde que soy invisible para los hombres, decidí que no me iba a dejar, entonces, una amiga me recomendó el sexo tántrico y no sabes cuánto bien me ha hecho. Ya puedo decir que estoy superando esta mala racha, y eso también gracias a ti, a tus cuidados casi diarios. Ya te he dicho que soy tu amiga para lo que quieras. A veces me gustaría tocarte. Ya sé que tú y yo no, nada. Pero es que hay días en que ni sexo tántrico ni vibrador, Jazmine. Menos mal que al menos me veo con Fátima ¿te hablé de mi vecina casada con un empresario que viaja mucho y la deja sola cada dos por tres? ¿verdad? Si no fuera por ella, yo ya me habría muerto; por ella y por ti. Como te habías perdido estos días, no te había contado que llegó un vecino nuevo; no es guapo sino agraciado. Me vio de reojo el otro día en el ascensor. Vecino nuevo, mi zorra. Las cosas se están moviendo. Escríbeme hoy, que te extraño.

Martes 15 de mayo de 2018. 8:45 @tuyyo
Hola, ya sabes que mañana hay reunión. Corre el rumor de que echarán a unos cuantos de nosotros. Deberías pasarte por la oficina hoy a ver qué se cuece por allí. ¿Saben que te enganchaste con los clientes? Espero que no. Tranquila, que yo sé guardar secretos, mi pilla.

PD: Vanesa tiró mi móvil por la ventana anoche. No aguantó más. Ya sabes, lo de siempre. Un día de estos, cojo mis cosas y me largo. Por ahora, solo por correo, ¿ok?  ¿Nos vemos el viernes? Te extraño.

Tu pillo.

Martes 15 de mayo de 2018 9:10 @lovemeeting
Estimada Rosa Elena: estamos convocando a una reunión mañana a las 9:00 en la oficina. Necesitamos que vengas. Es urgente revisar las suscripciones de los clientes. También lo es que necesitamos hablar contigo para evaluar algunas bajas de suscriptores asignados a tu cargo.

Te agradecemos puntualidad

Atte
Maria Clara Garçon
Meetinglove Enterprise.

#Jesus2580/15 de mayo de 2018:
 Oye, hija de puta. Que te encontré. ¿Crees que vas a calentar los huevos solo por la pantalla? Que sé dónde vives. Te lo dije. O vienes o te busco. Me gustas mucho ¿sabes? Por eso te busqué. Te lo dije. No soy un tío de esos a los que les metes la lengua en el oído y ya. Te lo dije la primera vez que te vi. Ahora, jódete. Creo que te llamas Rosa y no la mierda de nombre esa. Cuando te vea, lo sabrás. Ya verás: te voy a gustar. Tranquila, mujer. Pero, eso, que te he encontrado.  

#KikoLozano88_1/ 15 de mayo de 2018 Mi cucaracha dónde te has metido, no te has conectado desde hace una semana. Quiero verte, me siento peor que nunca. Isabela quiere dejarme. Te lo dije, Cuqui, Isabela está harta de mí. Le digo que espere, que se me pasará esto y que no tengo fuerzas, pero ella me dice que soy un sinvergüenza, un vividor. Joder con la hija de puta, si hasta hace un año ¿te acuerdas? yo la mantenía, yo, joder, mi cucaracha, qué mal. Si Isabela se va, me muero. Escríbeme. Háblame. Te necesito.

#Bengalí60/15 de mayo de 2018: Mi amor: anoche te extrañé. ¿Vas mejorando del constipado? ¿Pudiste hablar con la empresa sobre lo nuestro? ¿Por qué no te conectas? Llevo días con un cansancio encima… El insomnio no me deja tranquilo. Estaré conectado hasta las tres, como siempre.  Mándame un wasap, anda. No pasará nada. Seguirás siendo Jazmine2001. Te quiero, lo sabes.

Sabe que la despedirán. Vuelve a leer todos los mensajes. Vuelve a ver las grabaciones de los chats; lleva dos días poniendo todo en orden, copiando archivos, resguardando todo. Sabe que debe dejar el piso en quince días, que este invierno ha sido largo y el frío se ha colado en las teclas y que no le pagarán el resto de mayo. Sabe que no debió hacer algunas cosas con los clientes. Que Isabela no dejará a Kiko , que sería la mujer perfecta para Bengalí, aunque no le haya podido sacar el nombre verdadero pero sí su número de teléfono y su correo. Le gustaría creer que él la protegerá, que no miente sobre guardarle el secreto. El hacker anda cerca, pero la empresa ya lo ubicó y se encargarán de él y sus jueguitos. Sabe que se le hizo realidad a algunos clientes. Solo un poco, nada más. Pero esa cláusula de su contrato con la empresa es inapelable. Sabe que se acostaría con Sebas porque la llama de usted y es un buen tipo.

Sabe que desde que vio a Bengalí60 en el bar de la calle Alcalá, al mismo hombre de sus últimas 300 noches, no ha vuelto a ser la misma. Al verlo tan alegre, le perdonó el tiempo de pausa que le dio a sus encuentros porque celebró largo rato su ascenso. Lo vio y sintió un golpe en el pecho. De pronto dejó de hacer ejercicios cada mañana; de comer una hora alejada de la pantalla, de dormir mínimo seis horas; cada imposibilidad solo aumentó la tanda de cigarrillos. Bengalí la vio, pero no la reconoció. Ella es rubia, pero su peluca es negra. La miró con curiosidad, lo hizo dudar. Pero estaba muy borracho celebrando su ascenso con sus compañeros como para detenerse en algo casual. Sabe que allí estaba su novia: una imbécil que se le restregaba en la pared. Sintió ganas de vomitar por todo. Desde esa noche, Ana Paula no ha vuelto a hablarle: una noche que te saco de la mierda de vida que llevas y vas y vomitas y lloras y no me dices nada. Anda a cagar, que yo llevo trabajo como una burra, y tú no me jodes mi noche sábado.

Sabe tanto hoy que mañana ya no tiene gracia ni espanto. Saldrá de la lista de sus clientes y todo habrá terminado. Devolverá en la mañana el ordenador y el móvil de la empresa y en quince días les dejará su puto piso aunque no le pagarán el resto de mayo. Una compensación, sabe que le dirán.

Le quedan dos cigarrillos. Sabe que son las 10 de la noche y que necesita respirar, pero solo piensa en bajar a comprar tabaco y ahogarse de humo mientras lee y relee todos los chats. Esperará a Bengalí por el wasap privado. Recuerda que tiene su correo privado. Listo. Mejor así. Ahora sabe que debe ir al cibercafé para escribirle y contarle todo por correo. Por wasap, no, mejor no; no aún. Él se ve un buen tipo; con suerte, también habrá mentido y ya se imagina celebrando a risas las medias verdades recíprocas para llegar a lo cierto de sus cuerpos, de sus deseos, de sus manos.  Eso. Le queda un cigarro y antes de cerrar la puerta, recuerda que el ciber más cercano está casi a 25 minutos y que esos pakistaníes abren hasta las 11:00. Sabe que debe apretar el paso en medio del frío.


El derecho a ser siniestro

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Por Fedosy Santaella


Nairil Name nunca se había sentido conforme dentro de ese nombre suyo que se le antojaba todo un espantajo. Pero, más allá del nombre, tampoco se sentía a gusto con ella. La infelicidad la ocupaba sin tregua por haber nacido en persona equivocada, y consideraba que todo en su vida había estado mal por causa de ello. A sus treinta se había creído condenada a la inopia, hasta que una mañana, al despertar, se encontró colmada de una rara sensación de complacencia y con un nombre dándole vueltas en la cabeza. Angelina Jolie era el nombre, y no más sus pies tocaron el suelo, aquel nombre la ocupó por completo y se hizo en ella, o mejor, se hizo ella. Ya no más Nairil, se dijo mientras caminaba al baño, y así, al mirarse al espejo, se descubrió sonriente, brillante y renovada. Por fin estaba a gusto con ella misma, con su esencia nueva.

Al cabo de una semana, Angelina Jolie, la otrora Nairil Name[i], empezó a pensar que resultaba una injusticia en extremo escandalosa que Angelina Jolie tuviese una vida luminosa de estrella de cine, y ella, que también era Angelina Jolie en nombre y esencia, fuese una pobre desdichada. Por aquellos días había visto en Facebook el video de una chica que se decía nacida en raza equivocada, porque realmente ella no era humana sino gatuna. La chica caminaba en cuatro por la casa, maullaba, se peinaba lamiéndose las manos (las patas) y pasándolas por su cara y su cuerpo, y, no faltaba más, bebía leche de un plato y comía galletas para gatos. No está de más decir que se encrespaba y bufaba cuando veía un perro y gustaba de estar subida al armario de su cuarto, aunque a veces se caía, pero eso era lo de menos, porque los gatos, es harto conocido, tienen siete vidas. También había visto en Youtube el testimonio de un chico rubio que exponía que en realidad era negro, convicción que lo llevaba a vestirse como hip-hopero, a hablar como tal y hasta trabajarse una permanente que lo hiciera lucir con un respetable afro. No era por moda que lo hacía, aclaraba, sino que su alma, su espíritu, sus átomos espirituales eran negros. Él había nacido en un cuerpo fallido, y nadie, nadie podía impedirle que se desarrollase en su plenitud de persona negra, o afroamericana, por si algún ofendido. Así que Angelina Jolie, acicateada por estos casos y otros tantos casos que aparecían referidos en el mundo virtual, se hizo a la idea de que daría a conocer a la humanidad su esencia plena de Angelina Jolie. Para Nairil, perdón de nuevo por llamar así, nadie en el mundo podía negarle el derecho a ser Angelina Jolie, e incluso de hacerse de las mismas condiciones de vida de la actriz, pues ella era de alma, ya se ha dicho, Angelina Jolie, y, por lo tanto, merecía lo mismo que aquella.

En consecuencia con esta idea, Angelina Jolie acudió a los tribunales e introdujo una demanda contra Angelina Jolie exigiéndole que compartiese con ella la fortuna que por naturaleza le tocaba. Solicitó además que se le permitiese sustituirla en sus películas e incluso tomar decisión sobre la participación de ambas en un determinado proyecto cinematográfico. También le demandó retirar la solicitud de divorcio, pues ella, en ninguna circunstancia, deseaba separarse de su adorado Brad Pitt.


La otrora Nairil Name empezó a recibir vigoroso apoyo en las redes sociales. Miles y miles de personas la acompañaban con entusiasmo en su gesta. Comenzaron incluso a aparecer las Scarlett Johansson, las Charlize Theron, las Beyoncé, las Gabourey Sidibe, los George Clooney, los Daniel Day-Lewis, los Jim Carrey e incluso uno que otro Luis Miguel y algún Tin Tan anacrónico. Pero la sensación del momento fue, sin duda, la precursora.


En ciudades como New York, Los Ángeles, Múnich, París y Madrid los manifestantes tomaron las calles y celebraron su amor por la libertad y su lucha por el derecho a la esencia. En tales paradas llegaron a verse carteles que decían, «Liberen a Angelina», «Ha muerto Nairil, qué viva Angelina», «No al capitalismo de las esencias, tenemos el derecho a ser tú», entre otros. Al cabo de unos meses, la Corte Suprema de los Estados Unidos (porque hasta allá llegó el caso) declaró válidas las demandas de Angelina Jolie.


Así, Angelina Jolie, tuvo que cederle a Angelina Jolie parte de su fortuna, y se vio además en la obligación de incluirla en las filmaciones de sus películas. Se había llegado a un acuerdo mediante el cual Angelina Jolie le otorgaría a Angelina Jolie el cincuenta por cierto (la otrora Nairil, en este sentido fue muy considerada) de su participación actoral y monetaria. Si Luis Buñuel puso a Ángela Molina y Carole Bouquet a hacer un mismo personaje en El oscuro objeto del deseo, ¿por qué no podía haber dos Angelina Jolie haciendo del mismo personaje en misma película, aunque fuesen muy distintas?


En cuanto a Brad Pitt, Angelina Jolie retiró la demanda de divorcio, tal como lo ordenó el tribunal, pero Pitt, que no estaba obligado a nada por la ley, se negó a establecer relación tanto con Angelina Jolie como con Angelina Jolie, y, a su vez, introdujo demanda de divorcio. Angelina Jolie, en respuesta a esto, empezó a salir con un chico que antes se llamara Erickson Linares y que, a partir de la exposición pública de la nueva Angelina Jolie, comenzó a llamarse Brad Pitt, pues, según él mismo, nunca se había sentido Erickson, pero sí profundamente el protagonista de Troya.


La vida cambió por completo para Angelina Jolie. Había entrado en las filas de esa nueva realeza que son los astros de Hollywood. Tenía fama, mucho dinero y a su propio Brad Pitt, aunque no le asemejase ni una pizca.


Con todo, una mañana, Angelina Jolie despertó en la cama de una de las mansiones de Angelina Jolie que por mandato del tribunal le había tocado. Se sentía vacía, pisaba con dolor, como golpeada, zaherida, ahíta de ella misma. Se detuvo frente al espejo del baño, cabizbaja. La piel reseca, las ojeras, el alma vacía. Esa en el espejo no era ella, se dijo. No, definitivamente no. Un destello se abrió en su foso y así le creció animoso hasta la garganta y se hizo una esfera de sonido en su boca sonriente.


—Anderson, Wes Anderson —dijo, ya en poder de aquel nombre y su esencia.
           





[i]Sabemos que es un gesto ego-esencialista muy perverso seguir nombrado a Angelina Jolie por el nombre equivocado con el que nació, pero en este caso lo hacemos por razones de claridad expositiva. Disculpen todos.






La merma

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Por Humberto Valdivieso



Tough Love de Aaron Fowler


(arriba Ken/ abajo Tui:
“te amo, pero ya no queremos lo mismo”)

A 1369.81 kilómetros:
1. Le dolían los dedos.
2. Cerraba los labios.
3. Solo tenía palabras para el silencio.
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Al despertar, respira profundo:
1. Reprime la cólera, refrena los impulsos.
2. Abre el pecho.
3. Busca paz.
4. Encuentra un poco de aire que no le pertenezca a ella.
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Caracas está llena de demonios:
1. Muerden los lóbulos de las orejas
2. Lamen las plantas de los pies
3. Dan golpecitos en el corazón.
                              No se cansan.
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