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Carta abierta de un terraplanista indignada a Neil Tyson Desgracia

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Por Mario Morenza


No se vayan a creer que para mí ha sido fácil toda esta absurda situación a la que hemos llegado. Al principio de todo, debo confesar y para nada me avergüenzo, no me lo creí. Y no es para menos. Luego dudé. En esa fase escéptica, porosa, entre creer y no me estanqué un par de años. Un par de años de duda. Tiempo suficiente para entender y desentrañar toda la farsa tejida por los poderosos de este plano, sí, de este mundo plano. Finalmente, una tarde prodigiosa de febrero, hace ya cinco años, durante un exangüe Carnaval en el que me la pasé mirando videos sobre las grandes mentiras de la historia, me topé por pura casualidad con un programa que me lo reveló todo. Me reservo el nombre del programa y el de su conductor con el único fin de resguardar su seguridad física.

            Cualquier cosa que uno se imagine puede ser llevada a cabo por esta cuerda de sinvergüenzas, más si disponen de todos los medios económicos posibles: desde censurar tu modesto canal de YouTube hasta desaparecerte de la faz de la Tierra… De la Tierra Plana. Ya sabemos lo que pasó con Lennon. En la actualidad Jim Carey teme por su vida…

            Cuando ya había entrado en razón no prolongué más la espera y decidí hacer algo, aportar algo. A los pocos días me uní a la secta. Ya todo rastro de duda había sido borrado. Pero, vamos, quién se lo puede creer. Cómo revertir todo aquello que nos han inyectado a más no poder en el cerebro desde que el mundo es mundo. Y a eso voy. Cómo es nuestro mundo. La primera pregunta que te hacen antes de unirte a la secta es: ¿ciudad de origen?, Caracas, escribí. ¿Qué forma tiene la Tierra? No esférica, escribí. A los pocos minutos recibí en mi correo una notificación. Había sido aceptado. Sin más. Sin fastidiosas dilaciones burocráticas.

            Ya soy un terraplanista y sé que la lucha será larga, pero somos incansables. Cada día estamos más cerca. Cada vez que la infame nasa quiere lucirse en nombre de la ciencia con un nuevo satélite que lanzan al espacio o una nueva photoshopeada imagen de la Tierra no hacen otra cosa que hundirse. Ni un niño de cinco años se cree ya aquellas ingenuas imágenes de Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin Aldrin dando brinquitos en una atmósfera a todas luces artificial, de estudio descuidado de televisión, con cables enredados entre sus brazos y una deficiente, incluso para la época, gama de recursos técnicos de efectos especiales. Cuando observo estas imágenes me dan ganas de vomitar. Cuánto engaño, cuánta mentira. No puedo evitar que me venga a la cabeza aquella frase de Mark Twain que citó uno de nuestros más célebres hermanos, Iru Landucci, en el i Congreso LatAm sobre la Tierra Plana: «Es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados».

            Solo basta darte un paseo por Google News y leer las ingenuas reacciones de la gente ante los nuevos descubrimientos de la nasa, la fábrica de mentiras más grande que se ha creado en la historia de la humanidad, una máquina de lavar dinero con supuestos viajecitos interestelares a millones de kilómetros de distancia. ¿Por qué las imágenes que conocemos de los planetas son generadas por computadoras cuando existe el supuesto Hubble?

            A ver, les citaré lo primero que me ha aparecido en esta maravilla llamada Google… Y, por cierto, nunca se preguntaron dónde están los satélites de Google. O algún satélite. Cuántos satélites hay «circundando» la Tierra… Hablan de miles… ¡Miles…! ¡Como un enjambre de abejas! Y, claro, muy eficientes estos satélites pues hasta ahora ninguno ha chocado con otro… ¡Por qué carajo nunca los hemos visto! Pero, en fin, eso es tema para otra carta. Una que va directamente dedicada a los heliocentristas, nuestros más acérrimos rivales. No crean que esta será la única.

            Entonces, tenemos, pues que entre tantas discusiones y ridiculizaciones por parte de los heliocentristas hacia nosotros, los terraplanistas, nos hemos adiestrado en el difícil arte de la retórica y en la no menos ardua disciplina de la argumentación. Hemos aprendido que no basta con decir que la Tierra es plana y esperar que todos crean. El precio de la verdad es sacrificio. Por ejemplo, miren a este que se cree muy inteligente, apenas lo leí y fue cuando sentí la irrefrenable necesidad de escribir esta carta abierta. Leamos, porque sé, hermanos terraplanistas, que ustedes también me acompañan solidariamente en esto, leamos lo que nos dedica este pobre ser hipnotizado: «¿Cómo es posible que en pleno siglo xxi existan estos charlatanes, fervientes seguidores de lo misteriosamente oculto, entusiastas apologistas de absurdas conspiraciones, apasionados fanáticos en la irracional negación de lo que la ciencia afirma? ¿Qué estúpido propósito les guía? Y lo que es peor… ¿Cómo puede haber quienes den tribuna y aviven tantas ignorantes conclusiones sin sentido?». Puras flores las que nos lanza… La humanidad está muy mal si para este señor la ciencia es sinónimo de nasa.

            Pero, caramba, sigamos con otro punto… Y yo que creía haberlo visto todo… Se pasaron con lo de la sombra del auto: no se molestaron en investigar para no dejar cabos sueltos de sus propias mentiras. Y aquí tenemos el Auto Tesla lanzado por el cohete de la SpaceX, perteneciente a la supuesta agencia espacial privada, que no es otra cosa que una sucursal de los mafiosos illuminatis de la nasa. La sombra del Auto Tesla ni siquiera coincide con la supuesta posición del sol para ese día. Nosotros conocemos al enemigo. El historial de mentiras del mentiroso. Sus cuartadas. ¿Hasta dónde va a llegar esta gente…? A qué quieren seguir jugando que ya ni les importa contradecirse. Aparte de mancillar la memoria de David Bowie nos han visto a todos cara de tarados. Preguntas al aire: ¿quién fotografió el auto conducido por el maniquí astronauta? Y ni hablar de la imagen de la Tierra falsa al fondo. ¿Se les olvidó dibujar los continentes? O resulta que ahora la Tierra es puro océano. ¿Dónde se metieron ese día sus pasantes genios en efectos especiales para que presentaran semejante barbaridad? Ah, ¿y los satélites? No se ve ni uno solo de los cientos de miles que orbitan su falsa tierra (sic) minúsculamente esférica… Cualquier persona con conocimientos rudimentarios de iluminación y fotografía se daría cuenta del gravísimo error de mostrar una Tierra toda iluminada… ¿Acaso cuántos soles tenemos? ¿Tres? O ya se los olvidó. Una grosería tras otra. Un montaje realizado por un miope que ni siquiera sabe siluetear. Dios mío, esa Tierra. ¿Acaso no es que era achatada en los polos? ¿Con qué compás trazaron esa imagen?

            Les diré, heliocéntricos, de la manera como les llama un hermano argentino, luchador incansable de esta causa, les diré de ahora en adelante: ¡globoludos!

            Los juicios por estafa durarán años…

            Y lee bien esto último, Neil, lee bien y reflexiona… No Neil Armstrong, aunque creo que ese fanfarrón ya se murió, o lo asesinaron para que no revelase la verdad… Quién sabe si en las últimas le daría por hablar, todo arrepentido, sobre esas situaciones extrañas que vieron en su supuesto alunizaje o no… Hablar del viaje que en realidad nunca hicieron… Que en realidad ese viaje fue a los estudios de Walt Disney en compañía de Kubrick y el nazi de la nasa von Braun. Pero eso es tema para otra carta… Esta carta va contigo… Neil… Lee bien, Neil Tyson deGrasse… O como le dice acertadamente un buen hermano terraplanista: Neil Tyson Desgracia. Es contigo. Tanto que te gusta burlarte. Eres cómplice de semejante atrocidad. Pensábamos que Carl Sagan había ido demasiado lejos con seti, pero tú… Tú lo has superado en estas atrocidades. Superaste a tu maestro… Y esta carta es contigo. La Haya te espera. El juicio de la Historia ya empezó a contabilizar tus faltas. Y las de Kerry, y las de todos ustedes. Comenzando por Cristóbal Colón hasta Obama que humilló a millones de hermanos terraplanistas en una rueda de prensa desde su Casa Blanca.

            Solo te digo una cosa más, Neil. Únete a nosotros. Tienes todos los recursos para salvarte. Ya las evidencias están recorriendo las redes sociales de una manera desorbitante (¿Te gusta esta palabra?). Creo que estás metido en un problema de gravedad (¿Te gusta esta otra?). Ya gran parte de la humanidad sabe, solo necesitamos una voz autorizada que desenmascare a la nasa. Sálvate, Neil, o pagarás muy caro todas las ofensas a la verdad de las que has sido cómplice.

            Neil, háblanos de lo siguiente… Como tú lo has afirmado en tus programas y entrevistas que has concedido muy alegremente como portavoz de la nasa, háblanos, Neil, de por qué no se evidencia la curvatura de la Tierra, si supuestamente, la Tierra tiene cuarenta mil kilómetros de circunferencia… De ser así, el horizonte que avistamos desde la orilla de cualquier playa del mundo debería desaparecer a un ritmo de ocho pulgadas por cada milla de distancia al cuadrado. Háblanos, Neil, porque en el fondo sé que eres un buen hombre, con familia e hijos, háblanos, por ejemplo y sin forzadas explicaciones ni videos cgi, porque aquellos individuos que se encuentran a un lado u otro de los supuestos hemisferios de la Tierra observan las mismas estrellas; háblanos más bien de cuánto mide el cinturón de hielo que rodea el mundo conocido o qué hay más allá, ¿o acaso a ti también te lo han ocultado? ¿Hay otros mundos…? ¿Se pierde la atmósfera? ¿Tu amada gravedad se extingue? ¿Por qué ninguna aerolínea sobrevuela la Antártica si de esa manera se ahorrarían millones de dólares en combustible? Son muchas preguntas, Neil. ¿Por qué apoyas esta farsa? ¿Hasta cuándo satélites para destruir meteoritos? ¿Por qué aún en 2018 no tenemos ninguna imagen que testifique la transición entre nuestra atmósfera y el vacío del espacio? ¿Hasta cuando imágenes en fish-eye tomadas desde las ventanillas de aviones para dar la impresión de que habitamos un mundo esférico? Son muchas preguntas, Neil, y mejor no hablamos de ese 9,8 que tanto nos cacareaste el otro día. Y tú mejor que nadie lo sabe: si hay cosas que no se pueden probar en este 2018 es que no existen.

Para aquellos que aún dudan o sencillamente no creen en que la Tierra es completamente plana, bueno circular, pero plana, como un disco compacto, tal como es logo de las Naciones Unidas, sí, sí, esta gente es así de descarada; para todos aquellos que aún dudan o no creen, les mando un hasta luego, y gracias por leer; les aseguro que pronto sabrán de mí de nuevo.


Cada vez estamos más cerca de que todos sepamos la verdad.



Alberto Suárez, terraplanista.

La última mujer y el último hombre

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Por Fedosy Santaella


Nos respetamos tanto, fuimos tan cool, tan políticamente correctos, nos temimos tanto que nos aburrimos y, al tiempo, nos extinguimos.


La última mujer y el último hombre sobre la Tierra se encuentran por casualidad en una avenida de la ciudad desolada. Él la mira, sonríe, la saluda y camina hacia ella. Ella se tensa, se hace de su celular y, aunque este ya no sirve (porque llegó el fin del mundo, porque ya no hay internet) hace como si escribiera en Twitter que un hombre la está mirando con ojos de acosador.

Finalmente, el hombre llega a su lado, y ella, que está entregada al posteó de su tuit, no se mueve. Él le mira el vestido y comenta:

—Ese vestido está hecho con una tela de tintura número 234 de Gravina Luchoria contaminante de compuesto flexopolietimetano de punto 7 asbesto rosado. Eres una asesina del planeta, de los animales y de las personas.

Ella lo mira asombrada:

—Pero si ya no queda planeta… ni personas.
—Animales sí.
—Sí y no me los como.
—Bueno, yo también estuve de acuerdo y luché por la definitiva prohibición del consumo de carne, y hasta apoyé las ejecuciones de los carnívoros, en especial las de los comedores de hamburguesas… Pero… este… ya sabes, se acabó el mundo, y me he visto obligado a comer uno que otro animalito…
—¡Me indigno! —espetó la mujer.
—¡Y tú, que usas ropas altamente contaminantes!

Callaron.

—Pero igual te quedan muy bonitas —se atrevió a decir el hombre.

La mujer irguió la columna y dio un salto hacia atrás. Miró a los lados, escribió en un tuit en su celular sin baterías.

—¡Auxilio! —gritó, además.
—Oye, es sólo un simple halago.
—¡Auxilio!
—Ya nadie puede oírte, tonta. Jejeje.
—¡Además te ríes y me llamas tonta, descarado! ¡Sabes que reír está prohibido!
—Sí, sí… Con eso es algo que nunca estuve muy de acuerdo, por cierto.
—El humor es ofensivo, discriminatorio, criminal.
—Sí, pero es bueno reírse de vez en cuando, ¿no?
—¡No! Y mira este texto en el que estamos.
—¿Cuál?
—¡Este que el lector está leyendo! Pretende ser gracioso, pero soy yo la que está quedando mal en este texto machista.
—Tienes razón. Ya voy a tuitear y a denunciar al escritorcito de este texto del patriarcado.

El hombre sacó a su vez su celular inservible y empezó a mover sus dedos sobre él, como si escribiera. Terminó y miró a la mujer:

—¡Oh, qué gusto! Tenía tiempo que no me ofendía contra alguien. De verdad, este texto del que somos protagonistas es indignante.
—¡Yo también lo denunciaré!
—¿Y viste lo que escribió en el encabezado, apenas comenzando?
—No, ¿qué?
—Puso esto: «Nos respetamos tanto, fuimos tan cool, tan políticamente correctos, nos temimos tanto que nos aburrimos y, al tiempo, nos extinguimos».
—¡Qué horror! ¡Estoy indignada!

Ahora fue la mujer la que movió rápidamente sus dedos sobre la pantalla apagada de su celular.

Volvieron a quedarse en silencio.

—¿Por qué se habrá acabado el mundo? —dijo el hombre como para sí mismo.
—No sé, todo iba tan bien. Habíamos logrado penalizar el piropo, encarcelar y ejecutar a los comedores de carne y a los tomadores de leche, habíamos sentenciado a muerte a todos los irrespetuosos humoristas, a los que usaban esponjas para lavar platos, a los que no limpiaban sus teclados con frecuencia, a los que no emitían opiniones por Facebook y Twitter, a los que ponían objeciones a nuestras causas.
—Sí, habíamos hecho mucho… Después empezaron a decir que esos logros nuestros estaban acabando con la humanidad.
—¡Tonterías! Estábamos llenos de buenas intenciones.
—Bueno… Recuerda que en cierto momento dejamos de tener sexo y por lo tanto de reproducirnos.
—Nuestras razones tuvimos. ¡Eran justas!
—¿Sí?, ¿cuáles?
—Este… ya no recuerdo, pero el Gran Tribunal de Opiniones Indignadas de las Redes Sociales tuvo razón en prohibirlo.
—No sé, si uno deja de reproducirse, pues…
—¡Ay no, los hombres siempre pensando en la lujuria! Seguro que estás teniendo esta conversación sobre el sexo como forma de excitarte y acosarme.

La mujer tomó su celular, empezó a mover sus dedos sobre la pantalla.

—¿Qué escribes?
—Que empezaste una conversación sobre sexo no deseada.
—¡Y tú usas ropas contaminantes! ¡Lo pondré en las redes!
—¡Hablas de mi ropa, de mi vestido, de lo que me pongo para ocultar mi cuerpo de tus ataques! ¡Conviertes mi ropa en tu fetiche! ¡Eres un depravado que estás de parte de todos los depravados del mundo!
—¡Por favor! ¡Como has dicho tú: ya no queda nadie! Además, no es cierto lo que dices. ¡Exageras!
—¿Exagero? ¿Exagero? ¡Qué descaro!
—Me parece que exageras, esa es mi opinión. ¿No puedo opinar? ¿Crees que tú tienes la verdad? ¡Mi opinión es mi verdad! ¡Y parece que te molesta que opine, que no esté de acuerdo contigo! ¡Eres una tirana que crees que sólo tú tienes la verdad!
—Todo lo contrario, hombres como tú siempre creyeron tener la verdad, y apoyaron a los monstruos de la humanidad.
—Eso no es cierto… ¡Eso no es cierto!
—¡Sí lo es!

Volvieron a quedarse callado unos segundos.

—¿Por qué se habrá acabado el mundo? —dijo la última mujer como para sí misma.

El último hombre la miró con tristeza y luego respondió:

—No sé, a lo mejor no se ha acabado, y es el escritorcito de este texto que nos puso en esta situación.
—Es un texto indignante.
—¡Sí, lo es! ¡Ofensivo, indignante, poco serio, patético, irresponsable, patriarcal y egoísta!

Ambos se pusieron a mover sus dedos sobre sus celulares inservibles. Mientras lo hacían, ella pensó que quizás podría andar con él por un rato, pero con cuidado, claro, porque aquel tipo sin duda era todo un acosador. Él pensó que la mujer le gustaba, a pesar de que era una irresponsable que usaba esas ropas con tinturas contaminantes y de que no lo dejaba que sus opiniones fuesen sus verdades. 

      Al final, cuando terminaron de escribir en sus celulares inservibles, ya habían decidido que no valía la pena, que no andarían con persona tan indigna…



Y así, se alejaron uno del otro, indignados.

Sesión del maniático del cine (y del ofendido para muchos)

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Por Alejandro Rojas


El cine es arte, por dónde se le vea. Puede tratarse de la película más intima, de la producción más comercial, de la obra de culto o de autor más compleja, poco importa. Lo que vemos en pantalla es sagrado y hay que entenderlo así.


Entonces, ¿por qué carajo hay gente que no se comporta a la altura?


Desde que tengo uso de razón, mis idas al cine son parte esencial de mi vida. Lástima que, en la mayoría de las ocasiones, a medida que pasa el tiempo, estas experiencias se ven mermadas por actitudes de personas, que claramente, entienden ir a ver una película de una manera completamente diferente.


A continuación, una descripción general a lo que es ir al cine en mi lugar (y lo que sufro).


Escoger el asiento

Si llegara a ser un cine en el que no se reservan los asientos, procuro llegar con anterioridad.  Busco un asiento —dependiendo de la sala sé cuál asiento me va mejor en relación a la pantalla y el lugar. Si la sala se llena, pues se llena y mejor. Pero hay veces en las que no se llena, y la gente busca sentarse delante de ti, a los lados o detrás de ti. ¿Para qué? Si tienen bastante lugares para escoger. Será que sin saberlo, ¿la gente busca estar cerca de los demás? Si tienes suerte, te tocan personas que respetan la experiencia del cine. Pero la mayoría de las veces no es así y más adelante sabremos por qué.

Aunque reservara los asientos por internet o en taquilla también llego con tiempo de sobra. Es cuestión de principio sentarme y prepararme. Lo que ocurre con la gente es que al saber que tienen su asiento reservado, entran a último minuto. Y nada más fastidioso que te pasen una y otra vez por delante minutos antes de que empiece la película.


Esperar por la película
Mientras esperas por el inicio de la película, te das cuenta de quienes tienes a tu lado. Si son habladores o no, si son compulsivos del móvil, si comen hasta no dar más, si son de los que guardan asientos hasta el último minuto para alguien más de su partida, si se levantan y salen de la sala una y otra vez antes que empiece, si son enamorados, en fin, ya les conoces algo.

He llegado a comprender que, en esta espera por la película, tiempo que incluye promos y trailers, hay que dejar que la gente haga lo que sea, no importa. Que hablen, se cuenten cualquier cosa de la vida, hablen por el móvil, se engullan lo que se hayan traído a la sala, porque se trata del momento justo antes de que empiece, ¿cierto? No señor. Lamentablemente, no es así.

Empieza la película
Entre las muchas cosas que me molesta, es que una vez empezada la peli, así sea con logo inicial de la compañía de la que la produce, hay gente que sigue hablando de la fulana o el fulano, o de lo que pasa en la vida. Por lo general, me atrevo a susurrarles que hagan un poco de silencio.  Funciona poco.

También sucede que a veces sigue llegando para sentarse. ¿No debieran cerrar la sala una vez que empiece la sesión? Bastante tiempo ha pasado entre la espera y el inicio como para que además busques asientos mientras la peli ha dado inicio. ¿Qué se hace? Peleas un poco para que tomen asiento, sobre todo, si están bloqueando parte del cuadro de la pantalla. Lo más probable es que te respondan qué te pasa como si el desconsiderado fuese uno.


La película lleva media hora
Con suerte, la gente ha parado de hablar. Están inmersos en la historia, en los personajes, en lo que han venido a ver. Pero… comen. Todo lo que tienen a mano. Las palomitas de maíz —ese sonido que cruje cuando la ingieres. No importa la delicadeza con la que pueda desempeñarse tal acto, es que sigue crujiendo. Una por una, y son miles. O comer un trozo de pizza, inclusive peor, un hot dog. El aroma a salchicha y kétchup invade una película que poco tiene que ver con esta nutrición. La verdad es que, ¿quién carajo dijo que se podía comer en el cine? ¿Cómo se puede comer y a la vez ver algo? Son dos experiencias muy distintas.

Mitad de película
Por si fuera poco, y pese a las advertencias especificadas de las mil y un maneras antes de la película, hay otro factor en contra durante la proyección: el móvil. La historia ya ha dado un giro importante, sobre el cual encamina el resto de la película. Debiera enganchar al espectador, o por lo menos, interesarle. Cómo es que justo durante una escena de crucial importancia, de silencio incómodo entre personajes, se dispara un móvil con el ringtonemás despiadado al son de una pobre música y a todo volumen. Cómo es que aunque el público se queje y manda a silenciar el móvil, se escucha justo después el “hola” de la persona respondiendo a la llamada. Cómo es que la persona sigue hablando diciéndole “estoy en el cine”. Cómo es que no cuelgan. Ya se perdió la magia de esa escena, secuencia, momento que quieres ver con cuidado, respeto y admiración por el trabajo de todos los que hicieron la película. ¿Y por qué se perdió? Porque era la primera vez que veías la película. Hay otros que no sueltan el móvil y piensan que porque no hablen, lo están haciendo bien sin molestar a nadie. Cuando éstos recurren al envío de mensajes, se le pasa de largo que una luz brillante como si fuese un foco de salida de emergencia irrumpe en la visión de una porción de la sala. Es como si nublara lo que estamos viendo. Y cuando te percatas del que tienes el foco a tu lado, hay mucho otros focos en el resto de la sala, como si se tratara de la balada de un concierto (no entremos en detalle cómo se viven los conciertos hoy en día, sería para describirlo en otro escrito). Cuando les dices que por favor no envíes textos, algunos intentan cubrirse un abrigo, pero entienden que la luz sigue presente, incide de otra manera, y no le vas a poder quitar el ojo. Otros hasta pudieran amenazarte con unos golpes. En es serio.

Hacia el final de la película
Asumo que todos los que llegan hasta el final de la película es porque les ha cautivado, ¿cierto? Pues a algunos le ha dado por criticar la historia, decir lo poco que les gusta, o la desilusión que han llevado, como si necesitaran descargar contra lo que van viendo… ¡y la película no ha terminado! No debiera hablarse, y si se hiciera, lo correcto sería hacerlo después. Y punto.
Añado que aquellos que comen, siempre tienen algo guardado para el final, como si no hubiesen comido todo lo que pudieran —ese abrir de cualquier bolsa que contenga papas, golosinas, y demás. Ese ruido estruendoso que sucede fuera de la película en escenas de clímax.

Los créditos (y la salida)
Sabemos cuándo la película va a terminar si conocemos su duración. Si se está viendo el reloj. Si la secuencia o desenlace de la historia lo está presentando. Pero qué placer es dejarte llevar y la historia termine cuando termine, sin que tengamos nada pre-concebido. Pareciera que hay gente que se huele el final de la película, y están ávidos de salir de la sala – y algunos lo hacen minutos o segundos antes la pantalla se vaya a negro o aparezcan los primeros créditos de cierre, abriendo la puerta de la sala para que entre la luz de afuera y sencillamente te quedes sin ver por completo lo que pase en la pantalla. ¡Qué manera de cortarle a uno lo que ha venido a ver! Ni hablar cuando aparecen con propiedad los créditos, es como una estampida de gente de fiesta tradicional arrollándose los unos a los otros a como dé lugar. Entiendo que la gente se vaya, y no se quede viendo créditos. Pero para aquellos que sí queremos quedarnos, bien sea para rendir homenaje a todos los que trabajaron o para de alguna manera ir “saliendo” del trance de la película poco a poco, es un bajón. Pero lo dicho, todos son libres “salir” de la sala como quieran hacerlo. No hay nada que hacer.


Ir al cine hoy en día se ha convertido algo difícil. Por supuesto, hay lugares y eventos en los que aún se siente ese ida al cine como algo importante. Ciudades en las que aman el cine, festivales de cine en los que el público busca un cine nuevo, etc. Yo sé que hay gente así, las conozco y también no las conozco porque cuando voy no todos se comportan de esta manera irrespetuosa. Y pienso además que lo mejor del ir al cine es que, justamente, estés rodeado de extraños compartiendo una experiencia colectiva, que a cada quien le va llegando de distinta forma, de reír, llorar, emocionarse. ¡Es único! Como lo fuera una pieza de teatro, de danza, ópera y conciertos. Lo que no entenderé es que la experiencia vaya acompañada de un móvil, de comida y la incesante necesidad de hablar y comentar durante la experiencia. Quizá es porque ir al cine ya se le cataloga como entretenimiento, y lo es también en ocasiones, pero no el tipo de entretenimiento en el que se pueda permitir esto. Esto ofende, y mucho. Porque aunque se lo tomen a la ligera, lo que sucede en la pantalla es sagrado.

Vamos a medias

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Por Diana Medina



Fue una noche. Porque los asesinatos en el barrio tardaron un poco más en hacerse de día. Cuando ocurrió fue de una vez, desvirgando todo, deshaciendo cualquier otro espacio o tiempo conocidos hasta convertirlos en un polvorín. No volvimos a ser los mismos cuando el hijo del carpintero asesinó a un par de abuelos en el bloque 10, él y un amigo suyo, hartos de mierdas en las venas. No sabían lo que hacían, pero nos dejaron saber que las paredes de un apartamento podían salpicarse de sangre si ondeas los cuerpos como banderas o si clavas el cuchillo cerca de ellas; entonces, todo es una salpicadura –sin nada de arte televisiva ni serial de hoy día–, pura realidad, inhóspita, irrespirable. Eso fue a plena luz del día, para ser más exacta, en la tarde, cuando los abuelos descansaban y parece que abrieron la puerta cuando los golpes de los muchachos los despertaron, y así, medio dormidos, los dejaron entrar porque esa era una comunidad donde todos nos conocíamos a medias, lo suficiente, lo necesario. El hijo del carpintero inició las muertes diurnas, y entonces el miedo abarcó las horas de trabajo y lucidez de los vecinos. Aún nos queríamos por costumbre de los mismos inquilinos y dueños en apartamentos que entonces eran herencias antes que guaridas o cáscaras.

Poco después las muertes tomarían las horas de la madrugada, pero eso fue cuando empezaron a matarse entre los fumones, los vendedores y los militares. En esta época, los militares entraban a mansalva contra  los que se mataban a cualquier hora porque el negocio cambiaba de jefe en un tris apenas dos horas después de la muerte del anterior, y este más joven que el anterior, que fue más violento que su jefe, a quien terminó ahorcando mientras dormía, o al anterior jefe a quien encontraron desangrado y sin manos porque, además, el que lo mató, se cobró que le hubiera metido mano y huevos y pistola a su novia; uno que nunca fumaba ni vendía de noche, el más tranquilo, decían, con novia muerta por hemorragias del jefe.

Pero esto también sería tiempo después. Es decir, no sé, imagínense una película rodada durante veinte años y cada cierto tiempo alguien ordena este desmadre colocando subtítulos 1900, 11 de mayo, 9 de septiembre, 1996, 10 de octubre, 25 de diciembre, 8 de abril, 2 de agosto, 2001… y ustedes y yo creemos que la vida fue ordenada, pero créanme que los cineastas no hacen nada diferente a nosotros en este asilo de almas insufribles: arreglan sus historias, ajustan tiempos,  personajes y acciones como mejor les conviene para demostrar que son capaces de entender que somos ilógicos, absurdos y contrahechos: nada ocurrió en orden –salvo la muerte– ni hubo subtítulos, y si los hubo nunca fue para traducir lo que vivíamos sino para que hablaran los que nos aterrorizaban, aunque fuéramos vecinos del alma de toda la vida, aunque nosotras –mis hermanas y yo– hubiéramos ido a la escuela con la mitad de los que mataban y se mataron entre ellos, añadiendo siempre más carajos que solo querían vivir a punta de vértigo. El Negro me enseñó mi primer bugy bugy en la vida. Ahí estaba él, bello, con su novedad del mes, su mujer, su otra novia, su otro levante, sus perfumes, sus zapatos. Jeva, le decían la jevita del 15, y te la tiraste, Negro, como a ninguna otra, aunque te gustara de verdad mi hermana. En esa época o un poco antes, el Negro y los demás hablaban en jergas y señas. Jevita mía, decía el Negro a gritos, y mi vecina me contó que esa era una palabra vieja que significaba novia; así terminé llamándolas yo porque quería ser eso y no una jevita del barrio, una novia con culo resuelto, pero más o menos mío-tuyo sin que fuésemos solo unos más del barrio tirando como todos.

Que tampoco me veían ni querían cogerme, aunque mi papá decía que seguro nos violarían en cualquier momento. Después, o sea ahora, me pregunto si eso sería verdad. Creo que ellos nos miraban como carajitas medio tontas. Las tipas, las que mucho tiempo después supe que les gustan a los hombres y que yo nunca pude ser, eran las que se ofrecían con tetas y culos bien plantados, mujeres de verdad, que no iban a la universidad y si iban y raspaban el año nada pasaba porque habían estado en la playa con los vendedores, los tipazos. Y se vestían súper de pinga con pantalones apretados y salían de fiestas con ellos. Y todos los demás, arrinconados en nuestros números de apartamentos, sin saber si ellos realmente me hubieran querido así como era yo o si ellos solo anunciaron que yo, una preuniversitaria tímida o asustadiza, tanto da, me empezaría a quedar sola ya desde entonces, cuando todos teníamos que estar arrejuntados, alegres, cantando, follando, comiéndonos las lenguas en las habitaciones a escondidas de nuestros papás en sus cosas, de abuelas aburridas de sus nietos pobres o de tías desaparecidas luego por el cáncer.

No supe cómo se le preguntaba al compañero de clases si quería algo diferente cuando aparecía con una moto nueva, con armas escondidas en las chaquetas. Cómo le preguntas a un carajo que se pasa el día en la acera si quiere acompañarte a la universidad o si quiere leer a Dante. Les digo una cosa: si hay una diferencia entre ellos y nosotros, es que ellos nunca creyeron que hubiera algo más allá de la acera del abasto.

Lo que no olvido bien es a  mi primer muerto de noche antes de que, como les digo, el tiempo en minutos o en horas comenzara a crecer peligrosamente como una hiedra y nos atrapara en nuestras casas –ahora enrejadas–  y que me obligó a vivir lejos de allí con una hija de puta –y yo lo fui en ese entonces– porque a las dos nos unía que nos sacaron de las casas los que asesinaban y mataban a cualquier hora, y no supimos qué hacer con dos necesidades juntas hechas de deseos de superación, miedos y mala cabeza pero, sobre todo, mala bebida.  No sé ustedes, pero ya en esa época todos vivíamos cansados en nuestras casas rememorando ofendidos que el día anterior, apenas, había sido menos sangriento.

Mi primer muerto creo que fueron tres o cuatro, no lo sé con precisión, pero sí sé que fue una familia que murió en el acto de un solo golpe. Eso fue una afrenta de la vida a los que solo queríamos permanecer en ella. Una familia que estaba dentro de un carro estacionado detrás del bloque 11 –quien sabe por qué, y esto vale para la oración anterior y la que viene–  y unos tipos lanzaron la tapa de un tanque de agua inmenso desde el piso 15 y les cayó encima aplastándolos.

Vi y escuché esto a pesar de que era de noche y las luces amarillas de las calles nos engañaban; me la pasaba asomada a la ventana viendo a mis amigos que vendían drogas y que dejaron de verme y de saludarme no sé si para protegerme o para atacarme en cuanto me descuidara. Así que ya sabía ver entre las sombras de esas noches desde la ventana con la luz apagada dentro.

Ustedes se quejan de sus cuñadas que los robaron o de sus padres que se fueron a buscar mejor vida y los abandonaron; se quejan y es lo correcto.  Pero mi queja es pretenciosa e intangible: ves muertos tras muertos y sabes que hay algo que te ronda y te arrincona sin perder por eso la compostura, los buenos días, el ve a comprar café, el nos vemos mañana. Se tejía el tiempo de muertos a costa de nuestro deseo de subir las escaleras sin correr de pavor. 

Mi primer muerto fue entonces un golpe al que le siguió una mudez, un silencio que nos decía que sí, que esa tapa lápida le había caído encima a esa familia que de noche se detuvo detrás del bloque donde solo había contendedores de basura (en la época en que había cosas así y los vecinos creíamos que nos iban a adecentar la vida), y no sabemos por qué los de arriba les lanzaron esa lápida y se hizo un silencio nuevo como un boquete insonorizado que retumba apenas uno susurra. Yo era una niña y a esa edad uno comienza a llorar por todo, sobre todo si antes, cuando se es más pequeña, ya te habían dado suficientes correazos para no llorar por nada. A la mañana siguiente recuerdo a la policía alrededor de un carro gris, grande y aplastado. Solo estuvo la policía porque si yo soy impresionable, como un papel ante un sello, mis vecinos ya se borraban, ya eran sigilosos. Y eso que apenas comenzaban los muertos a romper el tiempo.

He olvidado cómo era de niña, he borrado todo lo de esa época porque creo que me decían que nada de lo que se me ocurriera podría ser realidad o posible. Los Reyes Magos traían caramelos porque el Niño Jesús había dejado una muñeca. Entonces mi primer muerto fue un silencio y una mudez ahogada en el disimulo o en el olvido de mí misma porque para qué preguntarse sobre el camino de vuelta. Un espacio de muerte y angustia donde todos los vecinos supimos que estábamos encerrados en un barrio al que los militares después entrarían a masacrar a los vendedores de lo que fuera, a reventar las puertas de los apartamentos de las abuelas que –forzadas o no– guardaban la mercancía a cambio de vida y comida, a emboscarse entre ellos.

Así que ahora yo aún lloro y siento que alguien me ofendió o que yo ofendí y no supe ni cómo ni por qué. Mi primer muerto apareció para advertirme sobre uno al que quise mucho porque olía a pasado recuperado. Uno que ocupaba el tiempo con gente que cortaba manos o pies y que, si hubiera podido, hubiera vendido hasta a su propia madre o hubiera lanzado lápidas desde azoteas con tanques de agua vacíos. Uno al que los generales no le iban a perdonar el pasarse por alto la cadena de mando, uno que, como nunca me había querido, apenas si alguien supo de mí y no me buscaron sus deudores cuando lo atraparon para quitarme la coca cola y las cotufas que me brindó la única noche en la que parecíamos como antes, amigos de la infancia que se querían, pese a todo. Terminé sabiendo cómo era eso de estar adosada en la acera de las pistolas desarmadas no sé si para protegerme o advertirme, mientras le hablaba de Dante, de mis clases en el colegio y la locura del fin del trimestre, y él solo quería buscar la cerveza en la nevera. 


Lloro con cursilería, pero sin espanto; sin saber si es por justicia o por venganza. Un primer muerto no se olvida tan fácilmente y deja una veta irregular de señas para recordar el precipicio que se viene encima cuando una menos lo espera. Aprendí a huir mil veces como lo haré de este asilo en cuanto termine de hablar.  A mis primeros muertos los emboscaron, nadie pudo ayudarlos. Ellos, a mí, sin embargo, me han recordado que si estoy viva es por pura suerte.  El tiempo deja surcos, eso dice uno que me espera en la acera de enfrente, tiene lengua larga, mano suave y un carro para ir juntos a dar clases. Uno al que puedo hablarle de mis hermanas emigrantes, de mis padres viejos. Uno que me besa abriendo los ojos para que no me asuste y yo le susurro besos que le alivian la ira que trae de su media memoria. El tiempo deja surcos donde uno llora o ve las ofensas que tasajean cualquier dulzura posible. Mis primeros muertos de tarde y de noche, sin embargo, me avisan que hay un tiempo –siempre polvorín, siempre sordera repentina–  de superficie lisa con letras negras para ser una ofensa menos y un recuerdo a medias. 

Alimento a los lobos

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Por Oriette D'Angelo



Disculpe, señor, si le hablo de esto
es que hoy amanecí angustiada
ajustando versos 
sacando de aquí para poner allá
contando mis estrías una a una
para su entretenimiento

Disculpe si le hablo
ya sé que no debo molestar
con tanto reclamo sinsentido 
perdone toda la deshonra
este ataque a su moral  a sus buenas costumbres
no supe entender a dónde iban sus manos
                                                   su tiempo
                                                   su lengua suelta

Disculpe, entonces
si le ofendo
de todo hago un ritual
un grito un sacrilegio
no reconozco no
su necesidad primitiva de lamer gargantas 
sé que esto no le interesa
porque yo no le intereso
solo quiere probar este cuello carnoso
y estas piernas
convertidas en hashtag de Twitter

Disculpe,
si le hablo 
de esto

qué exagerada soy por quejarme de los lobos
qué bruja qué intensa 
                                                                  claro        ¿cómo no van a ofenderme?
                                                                  claro        ¿cómo no van a insultarme?
                                                                  claro        es que esto siempre pasa     ha pasado    pasará
                                                                                  ¿para qué quejarme ahora?

Disculpe, 
ya no quiero soportar la herida
y usted se sale con la suya
sigue su vida    diciendo que nos odia
sigue su vida    tocando lacerando
                         sacudiendo mi garganta
                         apretando las manos
                         escupiendo

y yo sigo aguantando
prendiendo inciensos     plantando acebos     dosificando el llanto

Disculpe, señor, si le ofendo.

Disculpe, señor.

Disculpe.

Alianza por el respeto

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Por Mirco Ferri


3 de abril
Un ojo me vigila. Un ojo, istriado de vasos capilares agrupados como una tupida telaraña, me vigila. Un ojo, de iris marrón verdoso, pupila dilatada y córnea amarillenta, me vigila. Siento su mirada enfocada en mi espalda. No necesito voltear para saber que Polifemo –no es su nombre real, pero es el que mejor lo representa– está allí, observando cada uno de mis movimientos. No sé a cuál espíritu burlón se le habrá ocurrido la extravagante idea de utilizar a un cíclope como vigilante. Un solo ojo para la muchedumbre que alberga este recinto. Sin embargo, la ocurrencia parece haber funcionado. No se le ha escapado a nadie desde que comenzó sus labores. O esa es la leyenda que lo envuelve.

Claro, no es para menos. Polifemo no sólo es notorio por su particularidad visual. Su armazón, que roza los dos metros, está recubierta por una tupida capa muscular que se adivina con facilidad bajo la burda tela de su uniforme, que algún día fue gris pero ahora, por obra del tiempo y ausencia de higiene, es color terrón.  Además, el grueso garrote que no abandona nunca es suficiente disuasión para los eventuales planes de fuga que puedan ocurrírsele a alguno de los internos.

Por otra parte, la mayoría de los reclusos parece estar conforme con su situación, e incluso contenta. ¿Quién cambiaría la seguridad de tener tres comidas al día, la comodidad de contar con un camastro en donde pasar las noches, y las posibilidades de diversión que ofrece esta institución, por la incertidumbre que le espera más allá de la puerta? Además, existe una razón por la cual compartimos este recinto y, por lo menos en mi caso, no ha sido superada. O así lo confirma la junta médica que me realiza revisiones periódicas. “No se observa mejoría”, es el dictamen unánime que emiten los tres especialistas que me evalúan cada tanto. Debo confesar que esos son los momentos menos agradables en esta obligatoria estadía: los de las revisiones. Lo único bueno es que no son programadas, lo que le quita la ansiedad de saber la exacta cadencia de esas desagradables intervenciones. No voy a entrar en detalles acerca de los experimentos a los que someten mi cuerpo y mi mente. Tal vez el mero inventario de los instrumentos que son utilizados para tal fin sea suficiente para espantar al menos impresionable de los lectores. Una referencia válida sería  la que se puede encontrar en los manuales de psiquiatría de principios del siglo XX, pero también en los libros que tratan sobre los métodos de la inquisición española.

Pero por el resto del tiempo que transcurro en este particular encierro no me puedo quejar. No sé a quién se le ocurriría convertir estas antiguas instalaciones, dedicadas a la tonificación del cuerpo mediante los bruscos cambios de temperatura, en centro de reeducación, pero fue una idea feliz. Sí, esta casona fue en el pasado la sede de un centro de “baños turcos”, y todo el aparataje necesario para tal función fue conservado en un estado que le permite seguir funcionando, a pesar de su vejez. Las calderas, las estufas, las duchas, todo está en funcionamiento, a pesar de la pátina marrón-verdosa que recubre las baldosas de los cuartos de vapor, y las paredes y bancos de madera de las saunas.

Mis mañanas transcurren entre el rigor de las temperaturas extremas que se alcanzan en los cuartos de sauna (yo, en lo particular, prefiero el calor seco a la humedad de los baños de vapor; va más con mi carácter) y los chapuzones en las frías aguas de la vieja alberca, en donde docenas de reclusos flotan al desgaire sin mayores preocupaciones que la próxima comida En cambio, durante las tardes nos reunimos en el salón de usos múltiples, en realidad una especie de galpón construido en lo que fue el jardín de esta vieja casona, en donde tenemos a nuestra disposición una destartalada mesa de ping-pong cuya malla apolillada cuelga como una hamaca entre los dos postes que la sostienen, pero igual cumple su cometido si se tiene el cuidado de no tocarla mucho; unas cuatro o cinco mesas recubiertas de fórmica que ya perdió el contacto con la base de visopán y más bien parece la superficie de un cuerpo lacustre sacudido por el viento, en las cuales se puede jugar alguna partida de cartas o dominó; una pequeña biblioteca compuesta de libros carentes de ilustraciones; y un aparato de televisión que nunca se enciende, es más, sospechamos que en realidad es apenas la carcasa y está vacío por dentro, aunque nadie se atreve a acercársele desde la vez que Polifemo, tras un par de advertencias, descargó su garrote sobre la espalda de un interno mala conducta que quiso encenderlo. Al hombre no lo volvimos a ver jamás, ni se mencionó, por lo menos en público. Según algunos rumores que corrieron, subterráneos, el garrotazo lo había dejado inválido. Yo creo que son exageraciones, pero por si acaso me comporto de la manera más discreta que me sea posible.

20 de abril
Aunque generalmente los días transcurren apacibles, salvo las veces que toca revisión, no han faltado episodios violentos, típicos en poblaciones reclusas. Hace quince días ocurrió uno de esos casos: en su ronda habitual, Polifemo notó que la puerta de uno de los cuartos de vapor estaba atrancada por fuera con una barra de metal, que impedía su apertura desde el interior. Procedió a abrirla, y al hacerlo percibió una fuerza como muerta que hacía peso al otro lado de la puerta, y escuchó el sonido de algo que se deslizaba por ella y por fin caía al piso.

Cuando el vapor dejó ver, se pudo observar el cuerpo de un hombre cubierto por completo de ampollas. Ya no respiraba. Tuve la visión de su rostro, o lo que quedaba de él, por un instante: los ojos se le habían estallado, la piel era una sola llaga, y todos sus orificios supuraban un líquido sanguinolento. Polifemo no dijo nada, pero su cara adquirió una ferocidad que no había notado antes. No podía creer que algo de tanta gravedad hubiese podido ocurrir bajo su guardia. Lanzó su monoscópica mirada hacia los internos que andaban cerca, tal vez buscando culpables,  y luego cargó el cuerpo sobre su hombro, como si fuera un saco de naranjas. Y se lo llevó, siendo su destino final una interrogante irresuelta para nosotros. Los más imaginativos sugirieron que las calderas del lugar, siempre encendidas, eran un perfecto lugar para desaparecer cualquier evidencia. No me tomé muy en serio esa aseveración, pero por si acaso me abstuve de frecuentar los cuartos de vapor y las saunas durante algún tiempo.

5 de mayo
En este recinto uno no hace amigos, en realidad. O, por lo menos, yo no lo he logrado. A pesar de tener ya una gran cantidad de tiempo aquí no he podido relacionarme, más allá de los asuntos cotidianos que a la fuerza conducen a intercambios verbales, con los demás internos. Y eso que en estos momentos soy uno de los veteranos. He visto salir tanta gente como la cantidad de personas cuya entrada he presenciado. Es un flujo constante, lo que mantiene cierta homogeneidad en la demografía del lugar. Hay todo tipo de casos: los que salen enseguida, y los que –como yo- tienen años ya y no muestran signos de una pronta partida.

Estoy solo, muy solo. Solitario en medio de esta muchedumbre de parias de la sociedad. Paradójicamente, el momento en el cual siento más la soledad es en la noche, cuando, en el dormitorio común en donde se alinean unos cuarenta catres en cuatro filas de diez, se apaga la luz y ya no veo nada. Tan solo escucho los ruidos eventuales que emiten esos otros treinta y nueve cuerpos, que no sé si están dormidos o despiertos, pues nadie se atreve a pronunciar palabra por temor a que Polifemo ande por los alrededores, con su ojo solitario pero de visión agudísima, siempre vigilante. Así que esos son los momentos en los cuales me sumerjo en mis pensamientos y cavilaciones. Cosa mala, porque es justo eso lo que provocó mi reclusión. Pensar. Pensar demasiado, y luego abrir la boca para materializar mis pensamientos en palabras. Por lo menos algo he aprendido, y es dejar mis pensamientos para mí nada más. No andar soltando ningún tipo de observación por allí que pueda constituir una ofensa para alguien. Me he forzado a representar un papel que no me va, y aunque puedo engañar a los demás internos, los especialistas se dan cuenta de la impostura. Ellos, con sus artefactos, sus técnicas, sus drogas, saben la verdad. Saben que todavía pienso. Y también que mis pensamientos no han sido normalizados todavía, a pesar de todas sus intervenciones. Temo que decidan pasar al siguiente nivel.


28 de junio
Tengo tanto tiempo aquí que me cuesta recordar cómo era la vida antes de este encierro. Sé que tenía una familia, algunos amigos, estudios de tercer nivel, y trabajaba de día en una oficina para pagarme el postgrado al que le dedicaba las horas de la noche. Una vida ordinaria, tranquila. Sin sobresaltos. ¿Feliz? No me atrevo a asegurarlo. Seguro sí me sentía, en cambio. Seguro dentro de esa burbuja artificial que había construido a mi alrededor.

Eso fue antes de que comenzaran las purgas. No advertí las señales, ese fue mi gran error. Eso, junto a mi temperamento sarcástico. El hecho es que fui uno de los primeros objetivos del movimiento pro corrección. “Alianza para el respeto”, APER, fue el nombre que recibió en el país. Comenzó como un incipiente movimiento de ciudadanos “preocupados”, pero fue ganando relevancia de manera paulatina hasta convertirse en una ONG con fuertes nexos con el poder. No supe nunca bien el porqué, pero de pronto todos comenzaban a sentirse enfadados, ofendidos por los motivos más nimios. Y yo, imprudente, comencé a mofarme de esa situación. Pensaba que, como todo, iba a ser una moda pasajera y, en una oscura bitácora colgada en la red, escribía una columna con cadencia semanal sobre esa peculiaridad que exhibía la sociedad. Ácida, no lo niego. Sarcástica e iconoclasta, quería ser una alerta ante esa situación que ya comenzaba a adquirir visos de epidemia. No me imaginaba que los censores de la APER llevaran tan a fondo sus investigaciones. Pero fue así. Tal vez alguna denuncia anónima de un lector ofendido encendió sus alarmas. Dar con la bitácora y luego conmigo les fue fácil, al parecer. A pesar de estar firmada con un seudónimo, no se me ocurrió proteger de alguna manera la dirección en la que estaba anclado mi ordenador. La APER cuenta con el suficiente músculo financiero para contratar a los mejores robots rastreadores en la red, y dieron con mi ubicación física en corto tiempo. Al parecer necesitaban sentar un precedente, y yo fui el escogido. 

Un día llegaron hasta mí. Un equipo de acciones especiales, armado como para enfrentar una célula terrorista, entró a mi apartamento, derrumbando puertas, y me halló a medio vestir, sentado frente a la pantalla, mientras redactaba la que sería mi última e inconclusa columna. Debe haber sido una imagen risible: un individuo en interiores y franela, rodeado de una multitud de efectivos cubiertos de un exoesqueleto de fibra de carbono que lo apuntaban con rifles de mira láser. No hubo fiscal, ni juez de control, ni cárcel preventiva. Mi conducta no configuraba un delito, sino que se clasificó como problema mental, lo que fue mucho peor. Por esa razón no tuve derecho a un abogado defensor y se me destinó a una institución psiquiátrica primero, y luego al centro de reeducación en donde me encuentro ahora. La APER logró silenciarme, como a otros cientos de personas. Pero no le es suficiente. Quiere asegurarse de que de mi mente se destierre cualquier pensamiento que considere pernicioso. Y tiene los medios para lograrlo.

17 de julio
El momento tan temido por mí ha llegado. Ayer tuve otra intervención, y fue la más profunda de las que me realizaran desde que comenzaron conmigo. Al parecer están experimentando con algunas drogas novedosas, de efectos fortísimos. Psicotrópicos de última generación, supongo. No sé que habré dicho mientras estaba bajo su efecto, pero me dejaron en una especie de estado catatónico durante cierto tiempo. Mientras estaba despertando, sin que los especialistas se diera cuenta, escuché una palabra que por poco no logró que se me aflojaran los esfínteres: lobotomía. Como pude, traté de simular estar dormido aún para ver si escuchaba algo más, pero sólo logré discernir una fecha: 20 de julio.


Por eso, he tomado una decisión. Estas son las últimas líneas que escribo. Aquí, en esta sala de sauna tan apartada y potente que no es visitada por nadie, termino de escribir mi diario de reclusión. No sé si alguien lo encontrará, escondido como estará en una grieta de la madera del banco en donde estoy sentado. Ojalá sea así, y que de alguna manera logre ver la luz, para que la posteridad sepa la verdad de lo ocurrido en esta oscura época de corrección a la fuerza. La puerta está asegurada por dentro, y no creo que logren abrirla fácilmente. Solo me falta esperar a que el calor cumpla con su cometido. 

Mamí, tú si estás rica

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Por Jefferson Díaz


Primero, debo aclarar que todo lo estipulado aquí cuenta con el permiso de mi esposa. Y como en esta casa no queremos muertos —aún no conozco el término que se aplica al asesinato de un hombre por el sólo hecho de ser hombre y bocón— sepa usted lector que estas anécdotas no romperán ningún matrimonio y tampoco colocan a un ser humano en peligro. Quizás, y por eso no me disculparé, puedan herir varias susceptibilidades; pero aquí todos somos adultos y podemos debatir de manera sana y productiva. ¿Verdad?

Lo segundo es que debo confesar que nunca me gustaron los apodos. Desde pequeño odié la manera en que ciertos individuos se refieren a otros: “cholo”, “cotorro”, “marginal”, “marico” y demás etiquetas que no sólo son despectivas, sino que en ciertos casos buscan crear un ambiente de camaradería que está destinado al jueguito de palabras. Como decía mi suegra: “jugando lo mete el perro”. Yo era de aquellos que se indignaba cuando escuchaba estos calificativos y peleaba por la justa medida de los nombres. Si usted se llama “Pedro”, pues yo lo llamo “Pedro”. Nada de decirle “narizón” porque tiene en el medio de la cara una especie de extractor industrial. Yo jugaba a lo políticamente correcto y me iba por los derroteros del “afrodescendiente”, “indígena”, “poco agraciado” y “étnicamente diverso”. Situación que me dejó en desventaja durante bachillerato cuando mis amigos lo menos que decían era mi nombre. Para ellos era el “negro”, “Jaimico” —busque en YouTube una caricatura que se llama “Vaca y Pollito” y entenderá el apodo— y “el sensible” que no le gusta el chalequeo.

Al crecer, mis opiniones seguían intactas y más de una vez me fui a los golpes por la falta de respeto de aquellos que crecieron con el chipdel jodedor. Pero como los seres humanos tienen tendencia a bajar sus defensas cuando se enamoran, me empepé con una señorita que lo primero que me dijo al empatarnos es: “¿te puedo decir, mi negrito?”.

¿Qué contesta uno? ¿Decirle que no? Es en esos momentos donde entran en acción la suspicacia y el raciocinio para abofetearte la convicción mientras te pierdes en un par de labios que cuando te besan te sientes como si comieras una hamburguesa “criminal” en Plaza Venezuela. Sí, así de bien. “Claro, mi vida. Por ti soy lo que quieras”, mientras en mi cabeza resonaba un: “¡JA! Soberano imbécil”. Pero, damas y caballeros, eso no es lo peor. Al avanzar la relación apareció el respectivo: “papi”. Sí, el “papi” que nos califica como el merecedor de su cariño y respeto. Ése “papi” que busca formar familia, montemos cuatro muchachitos y compremos un gato. El “papi” que nos retumba desde Petare hasta La Pastora, y por ciertos momentos nos monta en una moto con chaleco fluorescente para hacer caballito en plena avenida Bolívar. “No me gusta que me digas ‘papi’, ¿podrías no hacerlo?”. Al ver su cara después de soberana petición me sentí como los Tiburones de La Guaira al quedar desclasificados una vez más. “Tú si eres gafo, muchacho”, decían los mismos labios que me engancharon.

“Papi” siempre me sonó a cantico de los menos educados. Esos que se paraban en medio de la calle para gritarle a sus “pechugas” que se apuraran porque iban a llegar tarde a la matiné. “Papi”, el epíteto de las relaciones que quieren experimentar lo que es ser “del barrio”. Sí, así de imbécil era. Pero como mi mamá siempre ha dicho que los hombres son bastante básicos, y que sus gustos varían de acuerdo con sus lujurias, yo no fui la excepción a la regla y bajo la advertencia de que “madurara”, debía aceptar las muestras de cariño en cualquiera de sus formas. Y una vez que aceptara eso, debía empezar a usar “mami”: “Mami, ¿tú me quieres?”, “Mami, ¿te sientes bien?”, “Mami, dame un besito” y “Mami, ¿para dónde quieres ir hoy?”.

Porque ya que estamos en las aceptaciones y derrumbando creencias, no debíamos parar y completar el proceso de curación. No es mentira: soy negro. Entonces, ¿por qué no aceptar que me digan así? No es mentira: tengo la nariz grande. ¿Por qué no aceptar que soy narizón? No es mentira: soy gordo. ¿Soy tan sensible para no aceptar que me digan gordo? Una vez que uno acepta lo que es, y se siente a gusto con eso, la indignación da paso a la coherencia. Y desde la coherencia es que vale la pena luchar las batallas y aceptar los placeres que nos brinda la vida. Es un cliché, lo sé, pero ¡qué buen cliché!

Ahora, sepa usted que la coherencia no está peleada con la dignidad. Se lo explico con un ejemplo: durante mis años mozos de universidad, me tocó realizar un trabajo en grupo en una casa muy elegante al este de Caracas. La doña de la mansión, al recibirnos, notó en mi color de piel una cierta “irregularidad” en el mono cromatismo que inundaba su hogar y la única manera que ideó para hacerme saber eso, fue ofrecerme un delicioso vaso de leche achocolatada adosada con el siguiente comentario: “se ve que te gusta mucho el chocolate, por eso estás así de oscurito”. Mi reacción fue darle las gracias por la bebida y mandarla a lavarse ese fundillo. Consecuencia: no hubo trabajo, no hubo más amistad con los integrantes del grupo y mala nota en la materia. Mi indignación en dicho momento se basó en el racismo incoherente de una persona que no supo ver más allá de sus prejuicios.

Palabra clave: coherencia.

Por eso es esencial saber desde dónde se viene y lo que se quiere lograr. Saber que las palabras no tienen que ser cuchillos afilados en manos de jodedores que lo único que quieren es ver el mundo arder (muchas gracias, Guasón). Saber que la indignación, como cualquier otra creencia, debe ser canalizada por el camino de la sensatez y deslastrarla de los extremos. Si usted ve que entre dos adultos se llega al acuerdo, coherente, de que se pueden llamar “negro”, “marico”, “pendejo” y demás opciones domingueras. ¿Quién carajo es uno para juzgar? Si entre dos adultos se llega al acuerdo coherente y sin lastimar a nadie, de experimentar y romper barreras en diferentes situaciones sociales, educativas o sexuales. ¿Por qué carrizo tiene que llegar uno a joder la bicicleta?

Deje que se lo explique en otro ejemplo: si mi esposa me dice qué si no le digo “mami”, no puedo volver a tocarle las nalgas. ¿Quién carajo es usted para decirme que eso está incorrecto?

Animal realengo

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Por Carolina Lozada


            En la madrugada, mi sexo se despierta húmedo, rabioso y un poco triste. Sin pensar en consecuencias ni en pedir permiso se me desprende del cuerpo y se hace una cosa aislada, como un ovillo en búsqueda de rincones de exilio, y se lanza a suelos que no le pertenecen. Una vez abajo se escabulle por escondrijos, sin importarle tropezar con alguna mugre que lo convierta en un sexo sucio. Misu, misu, lo llamo cariñosamente para que salga de su escondite y venga a juntarse con el resto de mi cuerpo, el lugar al que pertenece. Él, que no tiene oídos, se hace el sordo, no responde. Apuesto a que me está observando desde alguna guarida oscura, burlándose al ver su espacio en blanco en medio de las piernas, completamente deshabitado. Misu, misu, ¿dónde estás?

No es la primera vez que se escapa. En realidad lo hace con insistencia: en una ocasión se deslizó en silencio y se hizo pipí debajo del sofá. Cuando lo descubrí me puse furiosa y lo increpé: ¿Te crees un cronopio o qué? Pedazo de imbécil, ahora solo falta que te hagas globito y te pintes de verde. Sé que fui muy dura, sobre todo cuando lo llamé “pedazo”; era como restregarle su condición de cosa realenga y mutilada. En principio no fue mi intención herirlo, pero él me saca de las casillas con facilidad. Esa vez asumió la culpa como un perro manso. Sentí pena, se veía tan desamparado, tan descolocado. Lo recogí del charco de meaos, lo lamí, lo bañé, lo sequé con aire caliente; le gusta mucho sentir el aire cálido del secador en todo el cuerpo peludo. Ah, mi sexo, pobrecita mi cosita loca, mi manojo de nervios.


Sus estados de humor son tan inestables que me alteran los nervios, porque nunca sé con qué disparate va a salir. A veces le gusta jugar bromas pesadas, como hacerse el incontinente, especialmente en lugares públicos. En algunas fechas deja de menstruar para que yo crea que estoy embarazada y cuando ve que ya estoy terminando de tejer los escarpines, ¡zas!, hace bajar la regla. Cuando no le gusta un amante se pone frígido y seco, espantando de este modo la posibilidad de llegar con el hombre a algo más. Lo peor es que no puedo reclamarle, si lo hago se enfurece y no me dirige la palabra durante días; al final soy yo quien debe pedir perdón. 

Una madrugada aprovechó que yo estaba muy borracha, tirada en la cama, sin ropa interior, con las piernas abiertas, y se bajó de la horcajadura e intentó matarse tirándose al escusado. Gracias a la textura esponjosa de su cuerpo se mantuvo flotando con vida a la espera de que alguien le hiciera el favor de bajar la manija del agua para ahogarse entre tuberías subterráneas; pero no hubo nadie capaz de hacerlo, en esta casa vivimos solamente mi sexo y yo.

Al despertarme con ganas de acariciarlo, noté que no estaba en su sitio, lo busqué desesperadamente por todos los cuartos hasta que lo encontré esponjado en el retrete. Con asco metí la mano para rescatar a mi sexo empapado y suicida. Al tenerlo en las manos lloré de alegría pero también de dolor: ¿Por qué quería matarse? ¿por qué?, ¿por qué? Había pasado demasiado tiempo metido en el agua, tuve que darle respiración boca a boca; fue la única manera de revivirlo. Hasta las ovejas de la pijama se conmovieron al ver que abrió la mirada y emitió un gemido parecido a un orgasmo. ¡Mi sexo estaba vivo!

Se resfrió debido al tiempo que estuvo sumergido en el retrete, así que debió quedarse en cama mientras yo iba a trabajar. Durante esos días lo arropaba, le tomaba la temperatura, le daba arrumacos, le acariciaba la cabellera hirsuta y oscura, le prendía la televisión para que no se aburriera mientras yo estaba fuera. Antes de salir me aseguraba de que puertas, ventanas y drenajes quedaran bien cerrados; trataba en lo posible de evitar que nuevos ataques psicóticos lo empujaran  a la calle o a la muerte y me abandonara para siempre. No quería que de pronto se lanzara a un carro y que el desprevenido conductor le pasara por encima sin percatarse de que estaba matando a mi sexo y lo dejara tirado en la carretera, como un pedazo de cosa muerta, y que de la intemperie viniera un zamuro y se lo llevara en su pico; mi sexo muerto volando en el pico de un ave de rapiña hasta que llegara otro zamuro y alguien, desde el suelo de su casa, avistara en las alturas los dos pajarracos negros peleando por mi sexo.

Después de su intento de suicidio se recuperó y durante un tiempo estuvimos bien, salíamos, mordisqueábamos algún uno que otro pene disponible, nos restregábamos con las cucas de otras muchachas, permitíamos que lenguas procaces nos babearan. Con todo y eso mi sexo sigue siendo inconforme, infeliz, y últimamente ha vuelto a desprenderse en las madrugadas, deslizándose tan subrepticiamente que si tuviera piernas diría que lo hace en puntas de pie, pero tratándose de él, ¿qué puedo decir, que lo hace en puntas de cuca? Lo cierto es que parece que quiere arrancarse del todo y andar por la casa y por la vida como un animal realengo. Ya no sé qué hacer para mantenerlo a salvo y contento. Cuando se desaparece suelo encontrarlo lloriqueando por los rincones, completamente arisco a mis manos y palabras; entonces debo armarme de paciencia y tomarlo con cuidado, esquivando sus rabiosas tarascadas. A pesar de todo, lo quiero, es mi sexo. Misu, misu, lo llevo a la cocina, le ofrezco un té, caldo o leche caliente y espumosa -su favorita-; le alcanzo un cigarrillo, que recibe de mala gana. Ya quisiera él tener ceño para fruncirlo, pero se resiente de esta ausencia y de tantas otras ausencias mi sexo gruñón, tan solo, tan “déjame en paz que me quiero morir”.


Es tarde, cuca mía,mañana te pongo un lazo rojo y te perfumo para que salgamos por ahí a ver qué nos comemos, le prometo. Él me mira como si tuviera ojos, con su pelo brusco, con sus labios finos, con sus ganas de ser gemido. Suspira hasta quedarse dormido arrumado en mi mano. Él y yo tan solos en este cuarto grande, en esta cama chica.    

Los ofendidos

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Por Carlos de la Cruz



Me larva que todos tengan y yo no

una calva desdentada sobria lubricada

opinión sobre el sistema

me larva tener que mandarles a la mierda

por método no por coherencia

porque no se han tomado el tiempo

y yo no voy a perder el mío

me larva hasta la médula

me patea la huesera de la verga

que todos tengan razón y yo sólo tenga dudas

me larva me patea me enerva me deshuesa

la integridad y la pureza

¿estamos pendejos?

se que sabéis ahora que nadie os está mirando

sois unos jodidos animales sucios que se lamen el culo como los gatos

que le miran los pechos a las niñas de 16 años y las manos a sus hermanos

firmamos change.org como el que desayuna hostias con un chupito de agua bendita

todos te miran todos te miran todos te miran

¿ya has dado tu opinión? opinar es posicionarse

necesitas una opinión como necesitas un culo para cagar

eres un espectador de la opinión una comparsa

escuchas a los monstruos en el bar y te callas

corres a tu casa con una erección ¡tengo una opinión!

tengo las bragas empapadas esta es mi opinión

para ti que tienes una opinión que tienes una opinión que tienes una opinión que tienes una opinión o que todavía no tienes una opinión.



fuego fuego fuego a la larva

fuego al silencio fuego al que tarda

fuego a los tibios y a los calientes

fuego al sotobosque y al rastrojo


mi opinión es un campo verde de trigo tieso como una empalizada.


Una plaza

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Por Isabella Saturno



Los espacios están hechos para pelearse.
Es decir, cuando la alcaldía construyó esa plaza
lo hizo para que Juan se peleara con Roberto sobre la prima
de Fabrizio
es que la prima de Fabrizio se lo pone difícil a uno.
No, no me vayas a malinterpretar,
no estoy dejando de ser feminista por comentar la vida de una mujer.
No, ya me estás faltando el respeto.
Yo no dije que merecía ser violada.
Yo dije que la prima de Fabrizio se lo pone difícil a uno.
¿En qué sentido?
Bueno, que a veces uno no sabe si está diciendo la verdad
¡LA VERDAD! Oye es que apelas a unas cosas…
¿Viste que Isabella se casó?
Sí, violando la ley de Dios, asco, deberían quemarla.
Mira, habló la señora del Corazón de Jesús en el avatar.
Eso le pasa por irse del país, ¿por qué no te quedaste a luchar?
Luchar, del latin lutare, que significa luto, que va de la muerte, ¿eso quieres para una joven?
LA MUERTE
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Miren, preparé estas arepitas, me quedaron deliciosas.
Suerte que tienen los que viven en Miami.
Aquí los niños se mueren, ¿sabes?
Aquí también, mira el tiroteo en la Florida.
Un venezolano fue el héroe, es que tenemos sangre de LIBERTADORES.
Ya salió el patriota, seguro en la época de protestas tú eras el que no trancaba la calle.
TRANCAR LA CALLE ESTÁ MAL PORQUE ESO NO LLEVA A NINGÚN LADO.
¿Y tú qué propones, mamaguebo?
Privatizar PDVSA.
RT.
RT.

RT. 

El reloj apunta

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Por Luis Eduardo Barraza



El reloj apunta nuevamente las dos de la madrugada; la larga faena casi termina Y como ya es costumbre, noche a noche, uno debe respirar profundo, mirar lejos y jugar una vez más a ser el vencido, uno debe asumir el rol, hacerse más bajo en la mirada, ignorar los versos que chillan como pichones hambrientos en la cabeza, exhibir la joroba de sus años y resaltar su silueta de miope bajo la lluvia, ocultar los títulos, ser el extranjero que los otros necesitan, y hundir sin rabia ni asco las manos en la basura para que los trenes vuelen y los barcos remonten los arcoíris, para que todos sonrían y la luna no se caiga, para que todos aplaudan y canten en este lugar de sordos, y coman, y beban, y puedan marcharse luego con el abdomen hinchado a ocupar sus respectivos lugares en el sueño, mientras uno, sigue aquí, en el poema, tropezando con la misma piedra a cada hora, y sigue cayendo amablemente con la soga en la garganta, sacando fuerzas del padre enfermo o del cuello insomne que lo espera

quitando la grasa

                                   sacudiendo

              y desmontando el circo

a solas por unos cuantos billetes

y las mil gracias de ese alguien
que le enseña a uno la mejor manera
de jorobarse

                                                           y le ordena

                           y lo sanciona

                                                                 y recrimina

sin siquiera
recordar su nombre



La última exposición universal de los ofendidos

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Por Víctor Pérez


Escribir es como comerte vivo al hombre equivocado.
Mis palabras nacen en mi cabeza a modo de trofeo. No existe manera de volver de ellas y se destruyen andando como a una madre.
La gente quiere ver la miseria del poeta. Sentirla. Y eso es todo.
Algún día las playas de América y de España estarán llenas de cruces con mi nombre.
Se dice que sólo aparece una persona capaz de dominar la escritura cada 10.000 años. Yo os digo que cuando el sol ilumina mi culo doy premios duros y permanentes a corazones solitarios.
Cuando estuve en América unía cervezas de la mañana a la noche. Tuve una casa. Bebía en esa casa y después salía a beber. Entraba en los bares y me volvía loco, después entraba en punto muerto al casino Silver Star porque amo los milagros encadenados.
Mi sueño es convertirme en un blanco que nunca escribe y que jamás habla. Un blanco con gafas polarizadas y zapatos monstruosos que solo piensa cosas valiosas y precisas y duraderas. Un blanco que se bebe sus buenos litros y cuya unión con la tierra es poder puro.
Yo vengo de la nada como una historia del instituto.
Pienso en ese poema fácil de pensar y fácil de escribir; ese poema natural a salvo de todo. Ese poema venerable más allá de la memoria; ese poema endurecido por la sinceridad que sólo utiliza munición excelente y básica. Ese poema siempre vigilado como las llanuras de Kansas; ese poema como un padre que hace bromas con sus hijos una mañana de sol abrasador.
Mi padre me hacía cavar zanjas sin motivo bajo el sol y ahora Dios le quitó la memoria. Mi padre me dijo que no escribiera nunca hasta que no me convirtiera en una lluvia de fuego. 
Lo más parecido a Dios es un calambre en el culo, pero lo más parecido a la eternidad es una cicatriz espeluznante en el pie izquierdo apuntando a la luna.
Pocas veces busqué la verdad, y si alguna vez la busqué, sólo fue para morirme de la risa. La verdad de los hombres no me la creo, la verdad de las mujeres me hace meneármela, la verdad de los perros me hace ahorcarlos.
Kafka debería haber acabado con una pala en la nuca bajo el océano. Yo tenía sueños puros en la Renault Express que no eran ni literatura ni cine.
La verdad brota con facilidad y nos persigue toda la vida. Nos capacita para la imagen indeleble porque somos una delincuencia sublime pidiéndole al lenguaje la perla que nos hunda.
La transparencia en la literatura triunfó en Estados Unidos porque la transparencia es una entidad poderosa alimentada de diésel y cocaína. La transparencia es el más bajo sentido humano y la gran obsesión de ese país, pero mi historia es más larga que los ojos de Texas.
Yo quiero pudrirme encima de los padres del poeta australiano Jas H. Duque como el tatuaje del Che Guevara se pudre en el torso de Mike Tyson en un barrio de Los Ángeles llamado Little Armenia.
Pienso en policías a caballo que viven la vida de Lars von Trier hundidos en el bosque.
Pienso que haré una gran fiesta para mostraros el reino de lo salvaje y no dejaré de vosotros ni un hilo seco. Es la cólera de servir a la escritura como si fuera yo una maravilla de hierro.
Llévame al desierto y adórame.
Me gustaría hundir en la belleza a los dos españoles que me curaron la mano.
En la fila de los nacidos destruye lo mejor que te haya ocurrido nunca y el cáncer será un mero gol en las fotografías.
Bebe y vigila tu país.
Yo egoísta, universal y viajero entiendo de traiciones porque soy una trampa para turistas entre la niebla. Me encontraréis en la antigüedad vestido de comunión solo solo solo.

Hablo de ser el enviado del poema pase lo que pase.

El ofendido

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Por Otrova Gomas


Reconozco que hice mal, pero no pude contener las ganas. Era algo que me había propuesto desde hacía mucho tiempo, hasta que me despojé de ciertos resquemores, de esos que martirizan la conciencia, y decidí llevar a cabo el sanguinario plan.

Debo aclarar antes que soy una persona de impecable cuidado por su presencia, agradables modales y una dicción bastante cercana a la perfección; igualmente poseo una enorme experiencia sobre los más variados aspectos de la vida, la cual es el producto de innumerables viajes por este mundo, cuidadosas lecturas y dos carreras universitarias que me han permitido el ejercicio con éxito distintas profesiones por más de treinta años. Ello me ha permitido conocer muy bien el carácter de las personas y resolver problemas de la más variada índole. Como un agravante imperdonable de mi acción, soy sumamente cuidadoso y detallista, amante de las artes y la filosofía y curioso de las ciencias, muchas de las cuales conozco más que el promedio de la gente, al igual que hablo varias lenguas, de las cuales en algunas puedo mantener amenas conversaciones sazonadas de ingenio y buen humor.

Con este handicap, propio de un alto ejecutivo destinado a desempeñar tareas de importancia y responsabilidad, esa mañana tomé la decisión de jugarle una broma a un ricachón y a su familia. Después de buscar entre los avisos clasificados del periódico y haber encontrado lo que quería, me vestí con una modesta y raída ropa que guardaba especialmente para la ocasión y, con el diario bajo el brazo me trasladé al lugar seleccionado.

Era una enorme mansión disfrazada de chalet suizo en el Country Club. Me abrió la puerta la elegante señora de la casa a la que le comuniqué la razón de mi presencia: estaba interesado en el trabajo que ofrecían como chofer y mayordomo, para lo cual llevaba amplias recomendaciones de lo mejor que se podía presentar en estos círculos.

La señora me observó cuidadosamente y en el acto me hizo pasar. Después de haber revisado los documentos, pero más impresionada por mis modales y la amabilidad con que la que hablaba, me contó su tragedia por la falta de gente competente para los trabajos de servicio. Yo le garanticé que conmigo no tendría ese problema y de inmediato, muy contenta me contrató para desempeñar el cargo. El sueldo era halagador para cualquier trabajador calificado, y mis obligaciones: atender los asuntos de la casa, hacerle las diligencias necesarias y manejar los carros.

En la continuación de mi vergonzosa conducta, acepté la oferta de trabajo y empecé con el programa trazado. Una vez instalado y familiarizado con los detalles de la casa, de inmediato propuse varios cambios, que en base a mi experiencia y a la ventaja de ver las cosas desde afuera, resultaron más provechosos para el mantenimiento general y el confort de los patronos. Inicialmente el señor los aceptó a regañadientes, pero pronto los encontró perfectos. A medida que me fue conociendo mientras lo llevaba a la oficina o de un lugar a otro, obtuvo de mi parte informaciones y consejos de los cuales, unos les salvaron mucho dinero y otros le proporcionaron pingües ganancias; ya que entre otras cosas le di datos de caballos, subidas de precios de acciones y remates de terrenos por los que le había pagado secretamente a gente muy bien relacionada.

Al poco tiempo el hombre no cabía de gozo cuando después de una amena conversación conmigo sobre las últimas tendencias de la plástica, al dejarlo en el club le abría la puerta como a uno de esos magnates de película, y deseándole que se divirtiera, le pasaba el cepillo por el saco para quitarle unas moticas; no sin antes recordarle de tres compromisos que tenía asentados en su agenda. El jefe, impresionado, de vez en cuando se asomaba por la ventana del salón del club y me veía ligeramente recostado del carro con mi uniforme y mi gorro muy bien puestos, los cuales yo mismo había pedido para mejorar mi apariencia en el trabajo. Al salir del sitio con alguno de sus amigos extranjeros yo les saludé en su propia lengua, contestando luego a sus preguntas con una profundidad, para lo cual debo admitir que no estaban preparados.

En la casa era lo mismo. Apenas llegaba de la calle me ponía el uniforme de mayordomo  que había hecho confeccionar a la medida, y cuidaba de todo con una diligencia complaciente y efectiva, igual reparaba artefactos rotos o mejoraba pequeños detalles del jardín. En el atardecer me ponía espontáneamente un smoking de servicio, y cada noche personalmente les servía la mesa de una forma en que pocas veces habían disfrutado en esa casa; como soy aficionado a la cocina, seleccionaba con esmero el vino y las comidas y cuidaba de que siempre hubiera flores. Una vez terminada la cena subía al cuarto de mis amos y les ponía en la cama los pijamas limpios, las pantuflas y algún libro que había escogido meticulosamente para cada uno de sus gustos. A él le daba un ligero masaje para revitalizarlo del trajín del día, y  la señora viendo como le quedaba el marido también empezaba a desearlo para ella; lo mismo que las dos hijas, a las cuales siempre –guardando las distancias y con respeto a toda prueba- les ayudaba en sus estudios aclarándoles problemas que para mí eran juegos infantiles.

Acostumbraba a levantarme a las cinco de la mañana y acostarme a las doce de la noche. Trabajaba sin parar los sábados y domingos, y mi única diversión era ver un poco de televisión cuando ellos no necesitaban nada. El patrono encantado de mi competencia, a los veinte días espontáneamente decidió aumentarme el sueldo; yo, en prueba de agradecimiento aumenté el ritmo del trabajo. Qué feliz se puso.

Pero a los dos meses de aquella increíble gesta de servicio, una noche, mientras le daba el masaje, le manifesté que tenía que dejar el cargo porque alguien en la casa me había ofendido injustamente y yo no quería causar problemas.

El hombre pegó un brinco. Me agarró el brazo y me pidió que no dijera eso, que fuera lo que fuera él lo resolvía. Me negué. Le dije que él no tenía la culpa y yo no me iba a aprovechar de su confianza. Insistió y me ofreció un nuevo aumento sustancioso. Le dije que no era cosa de dinero sino de dignidad. Entonces ofreció duplicarme mis ingresos. Al verlo así me dio lástima y le dije que lo pensaría. Así terminó aquella noche en la que no durmieron.

A la mañana siguiente cogí mis maletas, y aprovechando que les llevaba el desayuno a la cama –otra de las innovaciones mías- me despedí de ellos. Aquello fue una verdadera conmoción. Él me agarró del saco. Ella se puso a llorar echándole la culpa al marido por hacerme algo. Él se la echó a ella. Los dos llamaron a las hijas y a la cocinera; todos decían que no habían hecho nada, pero yo ahí parado con mis dos maletas insistí; les dije que estaba muy dolido por la ofensa y que no podía decir quién era porque no estaba acostumbrado a chismes e intrigas de ese tipo. Y diciéndoles adiós me fui con la misma elegancia y el viejo traje roto con que había llegado.

Pobre gente, desde la puerta me rogaban que no me fuera que los perdonara; el sueldo me lo llevaron a límites extremos. Después supe que se pelearon varias semanas entre todos acusándose mutuamente de ofenderme, y hasta ahora han botado como a veinte candidatos para sustituirme. La señora está desesperada y a todo el mundo le dice que no sirve, él por su parte cayó en una profunda depresión y no quiere hablar con nadie.

He sentido compasión de ellos; por eso el otro día, mientras comía en un restaurant de Roma que siempre visito en los meses de otoño, los llamé desde el lugar diciéndoles que estaba trabajando de mesonero y alguien me había ofendido, y si todavía estaban interesados en mis servicios estaba dispuesto a regresar.

Ya han pasado tres meses, pero creo que con la esperanza que les di al menos ya están bastante reconfortados.

(P)Resentimientos

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Por José Urriola C





Un post it que dice:
A mí me regocija un poco que usted se ofenda tanto por todo.


El mejor ataque es la defensa

Se había visto obligado a dejar el fútbol cuando su carrera apenas despuntaba a raíz de una severa lesión. Perdió la vida, ganó otra mejor. Así lo veía. Así lo contaba. Fue tras esa lesión, durante los meses postrado en cama y con tanto tiempo libre para asimilar la frustración, que se dio cuenta de que el fútbol estaba mal, estaba equivocado. Algo podrido y miserable alimentaba el alma de ese deporte y alguien que amara semejante abominación no hacía otra cosa que recorrer –a toda velocidad y de cabeza– el mal camino. Asumido como el más singular de los directores técnicos, con paciencia de monje e insistencia de evangelizador proselitista, se encargó de reclutar a sus jugadores, de sembrarles las tácticas defensivas en la mente, sobre la pizarra, en el campo de juego. Y en el alma, sobre todo en el alma. Formaron un equipo invencible que sí, jugaban al fútbol, se podría decir que sí, pero lo jugaban distinto, lo jugaban al revés. Era un fútbol que prescindía del ataque, que no ofendía, que no hacía daño al rival, que no lo hacía sentir amenazado ni lo ridiculizaba con goles ni mucho menos osaba celebrarlos. Se dedicaban los 90 minutos –o los 120 o los que fueran, incluyendo las definiciones por penales– estrictamente a defender. Y nadie lograba meterles un gol, si bien eran atacados con insistencia, incluso con saña desesperada, nadie lograba consumar la ofensa. Equipo alguno conseguiría jamás vulnerar su valla. Eran once artistas de la defensa, once espartanos defendiendo la portería, once guerreros armados exclusivamente con escudos que jamás traspasaron el medio campo ni sucumbieron a la tentación de lanzarse al contraataque. Porque contraatacar es también ofender y sólo los débiles y los inmorales atacan, así sea en defensa propia.
Acabaron ganando el campeonato. Terminaron con una marca impecable de puros empates en todos sus partidos, con cero goles a favor y cero en contra. Acabaron jugando en estadios vacíos y contra equipos fantasmales que al final ni siquiera se movían sobre el terreno de juego cuando sonaba el pitazo inicial. Se quedaban los veintidós jugadores inertes durante 45 minutos, y luego 45 más estáticos, pero del otro lado de la cancha. Se acababan los juegos luego de 90 minutos de absoluta nada. Acabaron propagando, dentro y fuera del terreno de juego, su culto a la defensa. Acabaron también con la emoción. Acabaron con las ganas. Acabaron con el fútbol (entre otras tantas cosas) a punta de aburrimiento.


Fantasmáquina
He construido una máquina para materializar fantasmas. Ahora solamente me queda matarte, luego devolverte el alma al cuerpo con ayuda de mi máquina, resucitarte con una descarga y finalmente convencerte de que con el tiempo y la convivencia esta vez tú también te enamorarás de mí.


La ausencia presente
Lo primero que hice fue aprovechar los silencios acumulados, hacer buen uso de todas las oportunidades posibles para quedarme callado y sumarlas al mi cada vez más creciente desgano por hablar. Luego me fui ausentando, cultivando y puliendo el viejo arte de estar con el cuerpo aquí, pero con el alma siempre en otra parte. De a poco me fui retirando, dando pasos atrás casi imperceptibles, como quien se difumina en una larga disolvencia. Fue así como me fui camuflando con el papel tapiz del fondo, mimetizando con lo más gris del paisaje, hasta hacerme invisible, borrarme. Sí, ahora que lo logré me doy cuenta, siempre fui mejor fantasma que persona.


Yo que he sido amante de Monica Bellucci

Yo me acosté con Monica Bellucci. En ese tiempo estaba casada con Vincent Cassel pero a mí no me importó porque Vincent Cassel nunca me ha caído especialmente bien y –sobre todo– porque era Monica Bellucci. No soy del tipo de hombre que cuenta los detalles, solamente diré que luego nos quedamos largamente abrazados, inmersos en una nube postorgásmica de esas que solamente se logran cabalgar gracias a la nobleza de ciertos cannabis de la variedad sativa. Y que, en el camino de regreso a casa, a pie, rozándonos codo con codo, tuvimos la mejor conversación de la historia entera del universo sin necesidad de decir una palabra. También diré que si uno pudiera escoger el momento preciso de su muerte yo hubiera escogido ése. Y estoy seguro –aunque no me lo haya dicho, tampoco hacía falta– que Monica también. Desperté del sueño con ligera migraña y con el bajo vientre sabrosamente adolorido. Poco tiempo después me enteré por los medios de la separación del matrimonio Cassel-Bellucci por diferencias irreconciliables, eso decía la nota, pero yo sabía que era por lo que había ocurrido entre Monica y yo. En un mundo paralelo íbamos de la mano, parte del alma de Monica se había quedado allá cautiva y eso causaba que ya no pudiera seguir del todo aquí. Recibí ayer un correo anónimo amenazándome de muerte. “Por meterte con la gente equivocada y en asuntos que te quedan grandes, cabrón”. Así decía. No hacía falta firmarlo con ningún nombre, me queda claro y así lo responsabilizo públicamente: de algo llegar a pasarme es culpa del resentido de Vincent Cassel. 

Los malditos

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Por Adriana Bertorelli



Digamos que la Sección Siete es una especie de nube a medio camino entre el cielo y el infierno. Lo que digo es cierto. El purgatorio no existe. Como casi todo en el afterlife, es publicidad engañosa. Existen, sí, la quinta paila, las aureolas y los ángeles, pero de eso no vamos a hablar en este momento. Esto es un asunto serio. Muy serio. De percepción versus realidad. La gente se muere y llega aquí esperando que San Pedro le abra las puertas y piensan que el hombre de barba con batola blanca, chancletas de cuero y un manojo de llaves los va a recibir y no, viejo, aquí nunca hemos visto a ese señor. Tal vez esté en otra sección, pero es raro porque yo llevo dando vueltas buena parte de la eternidad y el tal San Pedro no ha hecho acto de presencia. Y créeme que por aquí ha pasado un gentío famoso cuyos nombres ni números puedo revelar porque nos hacen firmar una cláusula de confidencialidad.

Ajá, hablaba del afterlife (y aun no entiendo por qué aquí lo llaman con esa palabra), hay diferentes secciones que no son ni el cielo ni el infierno. En una le cosen las plumas a las alas de los ángeles, en otra le afilan las púas a los tridentes, en otra le ponen las cuerdas a las liras cuando se les rompen, en otra más empacan la sal y el vinagre para echarle en las heridas a los condenados y, en la mía, manejamos los talonarios de Quejas, Ofensas y Agravios que sirven tanto para los que están en el cielo como para los que mandan al infierno. A los de la Sección Siete se nos conoce como “los malditos”. Allí fuimos a tener los que nunca llegamos a ser nada contundente.

            Estar en la Sección Siete es estar sentenciado a perpetuar la burocracia más allá de la muerte. Llene este formulario, un momento que falta el sello, ¿trajo la planilla rosada? Porque sin la planilla rosada no vamos a poder canalizar su solicitud. Espérese que llegó mi hora de descanso. Su ticketno tiene la firma del santo autorizado en su sección, ¿pidió permiso para venir a esta hora? A los del cielo solo los atendemos de diez a diez y media, hora local. Esto no está compulsado y no tiene la apostilla. Apostíllelo primero, pero sepa que va a perder el turno y necesita volver a consignar su petición. Y así será durante toda la eternidad, viejo, por lo que los demás, aparte de odiarnos, nos tratan con lástima y eso hace que la burocracia, convertida en venganza, sea mucho peor.

Te explico. La gente se muere normal. Lo asesinan en un asalto, sufre un infarto fulminante, se cae bañándose o acaba con su vida por deudas de juego. Luego de las primeras cuarenta y ocho horas, que damos de plazo no vaya a ser que se despierte de un coma o algo, se hace el papeleo y pasa a admisiones. Allí la Número Uno lo recibe y hace el check in. Sí, aquí la cosa es por número. Todos perdemos el nombre, lo que hace que muchos se ofendan y apenas entran ya quieran pedir su talonario de Quejas, Ofensas y Agravios. Y es que uno llega aquí con el cuento de que es un individuo, que es un difunto digno que merece respeto y se cree con la potestad de ofenderse por el derecho a la identidad o exigiendo tratos especiales. Aquí no hay nada de eso.

            Después de que te recibe la Número Uno, y rogando porque no te hayas muerto con otro mollejero de gente en el descarrilamiento de un tren o en un ataque terrorista, porque si no la cola dura días, te buscan en el libro de vida y te dan un número dependiendo de si te mandan al cielo o al infierno. Y aquí era donde quería llegar. Si has sido buenísimo, sin lugar a dudas vas al cielo directo por toda la eternidad. Si has matado, le has pegado a tu mamá, abandonado a tus hijos o eres ficha del narcotráfico, vas al infierno por un siglo. Sí, solo un siglo que parece eterno, pero no lo es. Lo hacen así para darle cupo a los que vienen porque esta sección tiene mucha demanda y toca hacer espacio para los que llegan. Ahora bien, si por casualidad has sido igual de bueno que malo, si has ayudado a muchas viejitas a cruzar la calle, pero le montas cachos a tu mujer, por ejemplo. O si vas a misa todos los domingos, pero tienes una empresa de apuestas online y juegas con la necesidad de la gente, es decir, si eres inconsistente, tibio, o tus actos se auto anulan, prepárate porque te mandan derechito a la Sección Siete. Exacto. La Sección Siete es una especie de limbo donde estamos condenados a tramitar Quejas, Ofensas y Agravios por toda la eternidad. Y créeme que la gente se ofende, incluso después de muerta, por cualquier cosa. No es broma que somos malditos hasta el infinito, viejo. Esto no se aguanta. Al menos el infierno se acaba, pero la Sección Siete es para quienes, literalmente, quisimos estar en paz con Dios y con el diablo y nos salió muy mal. Nunca pensé que fuera a preferir el infierno.


Por eso te digo, porque ya eres un tipo mayor y no tienes nada que perder, oye consejos. Por el aprecio que te tuve cuando éramos niños, conociendo tu historial vienes de cabeza a la Sección Siete. Ya no puedes deshacer lo que has hecho mal así que al cielo no vas ni por error. Aprovecha que no te has muerto, que te saqué un permiso especial con la Número Uno y te están dando unos días más de prórroga. Asalta un ancianato, maneja borracho y mata a alguien, envenena un pozo donde viven especies protegidas, asegúrate de ser muy hijueputa en estos días para que te manden al infierno, viejo. Tanta ofendedera junta, por los siglos de los siglos, es una maldición que no se la deseo a nadie.


Kaguya

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Por Luis Guillermo Franquiz



         La mujer se bajó los lentes hasta la punta de la nariz y lanzó una mirada por encima. Dijo:

            —¿Qué es lo que intentas decirme? No te entiendo bien.

          La muchacha se removió inquieta en su asiento. Incómoda.

            —Tengo dudas… —dijo.
            —¿Dudas? ¿Sobre qué?

            La muchacha acarició su antebrazo izquierdo con la mano derecha.

            —Dudas, no. Preguntas. Yo creo que…

            La mujer alzó la cabeza y ajustó sus lentes sobre el puente de la nariz.

            —No digas eso —pidió la mujer—. Las opiniones sólo conducen a las especulaciones, a las falsas interpretaciones, y eso puede resultar muy ofensivo. Aquí no queremos nada de eso, ¿verdad? ¿No te parece que lo mejor es avanzar? ¿Alcanzar tu nivel óptimo?

            La muchacha paseó la mirada por el escritorio antes de asentir con bastante lentitud. La mujer sostuvo la mirada sobre el rostro de la chica y luego se concentró en los papeles dentro de la carpeta que tenía frente a ella. Leyó sin apresuramientos varios renglones aleatorios. Luego quiso saber si a la muchacha le apetecía tomar algo.

            —¿Té? —dijo—. ¿Jugo?

            Una figura difusa se acercó por la comisura del ojo izquierdo de la chica. La mujer apartó su atención del legajo de papeles y comenzó a hablar mucho antes de levantar la vista del escritorio, pero no se fijó en el hombre encorvado que esperaba con la cabeza inclinada.

            —Trae un servicio de té.

            La mujer miró la espalda doblada del hombre conforme se alejaba con paso lento.

            —¿Te molesta? —dijo.

            La muchacha entornó los párpados y entreabrió la boca.

            —¿Me molesta?
            —Él —dijo la mujer—. ¿Te molesta el Ninguno?

            La muchacha paseó la vista entre los objetos del escritorio.

            —Es uno de los últimos que queda —dijo la mujer—. Es un Ninguno milenial… Tanto descontento… Tanto machismo… Y ya ves el resultado.

            La mujer hizo una inspiración profunda antes de continuar:

            —Supusimos que aquí podría servir para algo. Al menos, lo que le queda de existencia. Es una decisión justa, considerando todo lo que él representa. Lo que ellos representaban… ¿No te parece? Puedes responderme.
            —No lo sé.
            —No. No lo sabes. Por supuesto que no.

            La mujer hizo otra inspiración.

            —No lo sabes, claro. Pero tienes dudas. Opiniones.

            La mujer levantó una de las hojas llena con letra manuscrita.

            —Aquí dice que tú también estás entre los últimos partos naturales. Que naciste cerca de la ciudad.

            La mujer se quedó callada. Esperó. La hoja manuscrita en alto.

            —¿Alguna vez entraste? —dijo.

            La muchacha se mantuvo cabizbaja. La mano derecha acariciando el antebrazo izquierdo. Un leve movimiento negativo con la cabeza. Una cortina de cabellos negros.

            —Sabes que puedes decírmelo. Estamos aquí para ayudarte. No hay ningún problema. Sólo queremos saber la verdad. Creo que eso lo entiendes bien.

            La muchacha hizo otro pequeño gesto negativo.

            —¿No? ¿Nunca te provocó entrar? Tus dudas indican una predisposición natural hacia la curiosidad. No me parece que seas tonta. Todos esos edificios… Las calles… Los monumentos… La decadencia… La estrechez… Hubiésemos preferido que usaras esa curiosidad de una manera más constructiva. —La mujer hizo una pausa antes de seguir—. Está bien si entraste. Ya pasó. Lo importante ahora es ayudarte a avanzar. Encontrar tu propio equilibrio entre nosotras. Esos sitios están prohibidos por diferentes razones. Allí no hay nada para ti. Para nadie.

            El hombre encorvado se acercó con lentitud. Llevaba una bandeja en las manos. La dejó sobre la mesa. La mujer lo observó con desdén mientras se alejaba de nuevo hasta el rincón.

            —¿Segura que no te provoca una taza? —dijo la mujer—. Te hará bien.

            La taza hizo un ruido agudo al golpear contra el plato, por encima de los papeles. La mujer apoyó la espalda contra la silla. La muchacha levantó la mano derecha para sobarse la nuca.

            —¿Te sientes bien?

            La muchacha asintió. Dijo que tenía un leve dolor en la cabeza.

            —Es normal, dadas las circunstancias. Debes caminar más. Respirar mejor. Encontrarte a ti misma. Hallar tu equilibrio. —La mujer tomó un sorbo de té—. Para eso estás aquí. Sólo queremos ofrecerte una recuperación apropiada, natural. Debes entenderlo. Debes ayudarnos a ayudarte.

            La mujer tomó otro sorbo de té.

            —Sólo quiero ayudarte —dijo—. Háblame de tus dudas.

            La muchacha alzó la mirada con parsimonia, se detuvo en algunos objetos sobre el escritorio, hasta encontrar los ojos de la mujer.

            —No lo sé —dijo.
            —Por favor. Ayúdanos a ayudarte.

            La muchacha tardó un par de minutos en hablar de nuevo. Cuando lo hizo, habló en voz muy baja. La mujer dejó la taza a un lado y apoyó los codos sobre el escritorio, para escucharla mejor.

            —Había… letras. Y fotografías.

            La mujer escuchó con atención, sin interrumpir a la muchacha.

            —Letras —dijo—. Fotografías.

            La muchacha asintió.

            —Entonces… sí entraste.

            La muchacha mantuvo la cabeza caída. La mujer esperó un minuto. Dos minutos.

            —Libros —dijo—. Creo que es a lo que te refieres. Se llaman libros.

            La muchacha acarició de nuevo su antebrazo derecho. Levantó los ojos. Los labios de la chica formaron la palabra, como una mímica, pero no la pronunció.

            —Libros —repitió la mujer—. Eso fue lo que encontraste allí. ¿Qué hiciste con ellos?
            —Nada.
            —¿Qué hiciste con ellos?
            —Nada… Vi algunos. Leí páginas. No entendí.

            La mujer suspiró antes de levantarse de la silla y rodear el escritorio. La muchacha se encogió de forma involuntaria. La mujer se sentó en otra silla junto a la chica. Entrecruzó los dedos de las manos sobre su regazo. Habló en voz tan baja como la que había usado la muchacha.

            —Sólo son libros. Pero no debes hacerlo. Las palabras pueden malinterpretarse porque fomentan las opiniones. Las imágenes pueden confundir. Y todo eso puede resultar peligroso. Para evitarlo se crearon las Certezas Absolutas.

            La mujer se levantó para rodear el escritorio.

            —Además, tú no lo entenderías —dijo—. Lo que allí está escrito pertenece a otro tiempo. Un tiempo diferente. Un tiempo lleno de injusticia y desequilibrio. Un tiempo que fue escrito desde el odio y el resentimiento masculino. Un tiempo que nos costó mucho dejar atrás. Lo que allí se cuenta es una Historia sesgada. Nunca fue real. Sólo se hizo para engañarnos.
            —Pero… Había más. Había más… como él.

            La muchacha dejó escapar una mirada furtiva hacia la sombra inclinada en el rincón.

            —Ellos ya no pueden hacer daño —dijo la mujer—. Ya no. Eso que viste y leíste pertenece a un tiempo distinto. Un mundo desequilibrado y tóxico. Un mundo lleno de preguntas y opiniones y dudas y creencias absurdas basadas en una individualidad egoísta.
            —Pero… Había muchos…

            La mujer se aclaró la garganta antes de seguir.

            —Demasiados —dijo—, si me lo preguntas a mí. Pero eso pertenece al pasado. Ahora hay muy pocos. Un débil remanente de otra época. Ya ni siquiera son necesarios. Aprendimos a ver más allá de ellos. A ver más allá de la infeliz procreación a la que nos forzaban.

            La muchacha frunció el entrecejo. La duda en las pupilas. La palabra en los labios:

            —¿Cómo…?
            —No hace falta que lo entiendas, pero te lo voy a decir. Usamos la tecnología a nuestro favor. Gracias al Proyecto Kaguya, en una isla que se llamaba Japón, pudimos desarrollar el material genético que los hizo prescindibles.

            La mujer hizo un gesto despectivo hacia el rincón en penumbras.

            —¿Agula? —dijo la muchacha.
            —Kaguya. La matriarca. La primera de su tipo, nacida de dos madres. El principio de todo. El comienzo del regreso al orden natural de la vida. Sin ellos. Sin lo que ellos representaban. Sin la violencia del sexo. El siguiente paso evolutivo en una vida más segura.

            La mujer se ajustó los lentes sobre el puente de la nariz.

—Sin grandes corporaciones. Sin política. Sin el estrés de las ciudades. Un mundo en paz consigo mismo. Con la Naturaleza. Con nosotras. Un mundo sin el caos y las guerras que ellos imponían. Sin sus religiones patriarcales. Sin sus medicinas. Incluso, sin ellos. Una vida natural y orgánica. Una vida sin sangre derramada. Ni siquiera en nuestra comida. La Naturaleza todo lo da y todo lo ofrece porque es la Vida misma. Ojalá pudieras entenderlo.

            La muchacha ladeó la cabeza. Entreabrió la boca, pero no dijo nada. La mirada fija.

            —¿Natural? —dijo al cabo de un rato.
            —¿Natural? —repitió la mujer.
            —Usted dijo: una vida natural… pero… nosotras…

            La mujer apretó los labios. Movió la cabeza en un gesto afirmativo. Dijo:

            —Natural, sí. Pero entiendo a lo que te refieres. A la forma en que nacemos.
            —¿Por qué? —dijo.

            La mujer se sentó frente al escritorio. Su mano derecha levantó la taza de té y luego de una pausa, volvió a dejarla sobre el platillo, encima de la mesa.

            —Las opiniones no conducen a nada bueno. Ya te lo dije. Estás aquí para reconectar con la raíz del equilibrio. La fuente de tu feminidad. La riqueza de ser una mujer libre e independiente. ¿Cómo no lo ves? Deberías ser más agradecida. Créeme que no te hubiese gustado ser mujer en los tiempos antiguos.

            La muchacha abrió la boca. Esta vez sí habló:

            —¿Cómo lo sabe?
            —Lo sé.

            La muchacha bajó la cabeza una vez más.

            —No entiendo.

            La mujer esperó. Luego dijo:

            —Lo único que debes entender es que estamos aquí para ayudarte. Es lo correcto. Es por el bien de todas. Eso es lo único relevante. Es lo único que debe importarte.

            La mujer apartó la mirada de la muchacha y buscó la última hoja. Se entretuvo en hacer allí varias anotaciones.

            —Voy a recomendar otro periodo —dijo—. Debes ingerir más agua. Y caminar más. Voy a proponer que trabajes en el manantial. Aprovecha el entorno. Por esto también abandonamos las ciudades. Se hizo por ustedes. Pensando en ustedes. Cada semilla debe desarrollarse con su máximo potencial. Sin dudas. Sin opiniones innecesarias. Alégrate de formar parte de un orden perfecto y natural. Eres única.

            La muchacha esbozó una leve sonrisa.

            —Quiero mejorarme —dijo en voz baja.
            —Por eso debes ayudarnos a ayudarte.

            Después la mujer se levantó. La muchacha hizo lo mismo. El hombre encorvado del rincón se acercó para conducirla hacia el exterior del recinto. La mujer esperó detrás del escritorio hasta la llegada de una anciana. Se saludaron.

            —¿Y bien? —dijo la anciana.

            La mujer negó con la cabeza.

            —Ya veo.

            La anciana suspiró.

        —Tal vez —dijo— lo mejor sea que contribuya de una forma menos problemática. No es la primera, y probablemente tampoco será la última. Todavía estamos aprendiendo. No hay exactitud en los procedimientos. Debemos seguir intentándolo hasta eliminar los defectos genéticos subyacentes.
           —Madre…

          —Tranquila. Yo me encargaré de todo. Lo mejor es que esa pobre muchacha vuelva a integrarse en el ciclo natural de la vida. Será por un bien mayor. Al final, todas debemos hacerlo; tarde o temprano.

Escribo, luego ofendo

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Por Gisela Kozak Rovero





Si escribo sobre la revolución bolivariana, ofendo a quienes piensan que la  literatura no es terreno de representación del presente y a aquellos que juran  que la revolución bolivariana es maravillosa.

Si no escribo sobre política venezolana, ofendo a los lectores que afirman que los intelectuales venezolanos no se ocupan del país.

Si escribo sobre feminismo, ofendo a los que juran que el feminismo significa misandria.

Si escribo para criticar a una corriente del feminismo o una opinión feminista, ofendo a sus seguidores y seguidoras.

Si escribo sobre matices, ofendo a los blanco y negro.

Si escribo “blanco y negro”, ofendo a los luchadores contra el racismo.

Si escribo a favor de la libertad de expresión, seguro ofendo a todos y a nadie.
Si escribo a favor de limitar la libertad de expresión, ofendo igualmente.

Si escribo sobre liberalismo, ofendo a la izquierda que confunde éste con neoliberalismo.

Si escribo sobre la libertad, ofendo a los fanáticos de la igualdad.

Si escribo sobre injusticia, ofendo a quienes confunden justicia con revolución bolivariana.

Si no escribo sobre injusticia, ofendo a los justicieros.

Si escribo sobre los políticos que me gustan, ofendo a quienes los detestan.

Si no escribo sobre los políticos que me gustan, ofendo a los que me consideran su seguidora.

Si escribo sobre lesbianas, ofendo a heterosexuales desvelados por el futuro de la especie.

Si no escribo sobre lesbianas, ofendo a quienes saben que lo soy y me acusan de no hablar de ello.
Si escribo sobre lesbianas felices, ofendo a los padres que no quieren un mal ejemplo para sus hijos

Si escribo sobre lesbianas infelices o violentas, ofendo a quienes no quieren que se piense mal de los LGBT.

Si escribo sobre el ascenso del puritanismo, ofendo a gente que quiero.

Si escribo sobre el movimiento #METOO, ofendo diga lo que diga.

Si escribo sobre qué vamos a hacer con la obra de hombres infames, ofendo cualquiera sea mi postura.

Soy ofensiva en general.

Mejor no escribo, así no ofendo ni le hago gastar dinero a editores y lectores.

Dolientes

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Por Martha Durán


La decisión había sido mía. De todas formas, a nadie tendría que explicarle las razones que sustentaban mi negativa a seguir perteneciendo al mundo virtual, a las redes, a los círculos, a las conexiones y demás espacios de aquéllos que tienen la razón justo en la punta de sus dedos. Un día me vi discutiendo frenéticamente con un completo desconocido, con las orejas enrojecidas de rabia y el pecho trotando para llegar al próximo respiro y, pasadas las cinco horas de discusión estéril, cerré violentamente mi laptop como si de un disparo se tratase. Nada de qué preocuparse, ya habíamos vivido así, ya había vivido así la mayor parte de mi vida, sin dar explicaciones sobre el lugar donde me encontraba, sobre lo que estaba almorzando o cuál era mi situación sentimental o laboral. Repito, nada importante. Celia, la única persona con quien hablaba casi a diario, intentó convencerme de que no me aislara de todo, me decía preocupada que ya había dejado muchas amistades, que no era sano alejarse tanto del mundo, de las noticias, de las clases, de ella. No entendía que en realidad yo no había dejado casi nada, que por el contrario las cosas me iban abandonando poco a poco, me expulsaban, y yo simplemente les iba tomando la palabra y las dejaba ir sin oponer resistencia, sin hacer el menor esfuerzo para retenerlas en mi vida. Pero Celia era así, tenía más de diez años conociéndola y aun me costaba hacerle entender ciertas cosas, como por ejemplo que muchas veces no quería verla, que me dejara solo y que no se preocupara tanto.

Durante toda la noche me distraje convenciéndome de lo acertada de mi decisión, de que era por mi bien y de que mi vida iba a mejorar sustancialmente. En algún momento de la noche –no sé si lo soñé o lo imaginé–, tuve la sensación de que dentro de mi laptop caminaban miles de hormigas sin rumbo, perdidas, tropezándose unas con otras sin nadie a quién poder reclamar, como si dentro de esa caja rectangular se movieran angustiosamente millones de patas encerradas, encajonadas, susurrando desconciertos y sentencias sin oyentes, sin dolientes. Creo que me levanté una o dos veces exaltado para verificar que se trataba de una cosa, para confirmar la cualidad netamente material de la máquina, que nada orgánico, vivo, había allí dentro. Estuve, durante esa extraña noche, formulando teorías y opiniones sobre la espera, el sueño, el silencio y la necesidad de decir. Me las tragué todas y dormí con ellas atoradas en la garganta. Por momentos me descubría en desacuerdo conmigo mismo, incluso ofendido cuando me advertía contradictorio y débil en mis razonamientos. Pero justo en esos momentos me confortaba la idea de no tener interlocutor, de que nadie se diera cuenta de mis lagunas discursivas o mis debilidades argumentativas.  Tosí toda la noche.

El sol de la mañana que entraba por las rendijas de la ventana me despertó con un recuerdo nítido, claro, casi fresco. El sol entrando por la casa de Laura. Yo con los pies desarropados, ella con medias de lana y acariciando los míos, haciéndome cosquillas como forma de pedir café. Con la sensación de sus pies despertando los míos, recordé una de esas discusiones acaloradas frente a la computadora y pensé que nada de malo tenía no pedir permiso, que sin pedir permiso fue que encontré la mano de Laura desocupada, aburrida sobre la mesa la primera vez que fuimos a comer. También sin pedir permiso la arrinconé en la cocina para darle ese primer beso, ese que nunca debía preguntarse porque desaparecían las ganas. Sin pedir permiso también desabroché su sujetador mientras, sin nada de permiso, le besaba el cuello y todo lo demás que se me iba ocurriendo besar. Y fue sin pedir permiso que ella se quedó esa primera noche en mi casa y las de los siguientes tres años. Ella también me dejó sin pedir permiso, sin dar explicaciones, y después de un par de días de espera, de mirar el teléfono cada cinco minutos, actualizar correos y buscar alguna señal suya en cada uno de los espacios donde están los que no están, me di cuenta de que no quería ser encontrada. Sí, fue a partir de ese momento que comencé a estar más tiempo frente a la computadora que con un libro en la mano. Buscando a Laura entre las fotos y los comentarios de los demás, me vi intensamente interesado en las vidas ajenas, en sus miserias ordenadas cronológicamente. Buscaba entre los amigos de Laura alguna pista que me dijera algo de ella, del lugar donde ahora estaba. Cielos de todos los estilos llenaban la pantalla de mi computadora, cielos de gente que creía oportuno y casi necesario mostrar aquello que estaba viendo cuando miraba hacia arriba. Cielos como de playas solitarias con sus nubes tímidas y suaves, o cielos que abrazan en llamas amarillentas y naranjas el asfalto de una autopista.

—Azul —dijo Laura con tono dudoso.
—Gris —respondí casi gritando como si la mirada fuera la misma para ambos, como si yo no supiera que ella y yo estábamos viendo el mismo cielo, pero bajo luces diferentes.
—No importa —decretó Laura esta vez con el tono del que quiere cerrar la conversación de manera abrupta—. Es un cielo feo, y así todos parecen grises, así que tienes razón.

Cada vez que un nuevo cielo aparecía en mi pantalla recordaba este momento con Laura, esa manera suya de advertirme de su hastío, de sus ganas de irse y yo sin entender absolutamente nada, sin darme cuenta. El recuerdo volvía con cada imagen, con cada comentario inoportuno de algún extraño o simplemente con alguna expresión, una palabra o un saludo de cualquiera de esos miles que hablaban ahí. Así que eran muchos, demasiados.

Esa mañana, mientras me tomaba el café no sin cierto despecho, intenté recordar cuál fue la última vez que me senté en algún sitio a conversar con alguien, o cuándo la última clase que di. Las clases se habían vuelto algo verdaderamente desagradable, inquietante. Salía de ellas frustrado, con la sensación de no haber enseñado absolutamente nada y, sobre todo, con la necesidad de callarme. Todos actuaban como si ya nada tuvieran que aprender, y las discusiones se tornaban cada vez más intensas e, incluso, absurdas, pues desde el principio estaban condenadas al fracaso y al extravío. Además, mi necesidad de sentarme frente a la computadora a buscar a Laura me había ido alejando de la universidad poco a poco, inventando excusas de logística y otras narraciones cotidianas para justificar mi ausencia. De todas maneras, nadie se daría cuenta, pues ahora, y cada vez con más frecuencia, la gente se iba también sin avisar, sin decir nada. Todos nos habíamos acostumbrado a eso, a la falta de extrañeza cuando alguien no volvía a llamar a tu puerta, a marcar tu número de teléfono o enviarte un mensaje. Simplemente se iban, y no había por qué alarmarse ante esa nueva ausencia.

Durante algunos días, tuve que ayudarme a destapar mis oídos con la repetida costumbre de taparme la nariz y empujar el aire dentro de mi cabeza, o abrir mi boca con ese extraño movimiento en la mandíbula que también servía para comprobar un camino despejado. Sentía que tenía que entenderme de nuevo con mi cuerpo, que apenas lo estaba escuchando, que ahora me estaba diciendo algo nuevo o simplemente nunca lo había escuchado realmente. No estaba muy seguro de nada en estos días. Por ejemplo, siempre me habían gustado las papas y su sabor cuando estaban aplastadas con la mantequilla derretida. Pero hoy, justamente hoy, sentí que mi estómago quería escupirlas con el primer bocado. Las dejé intactas en el plato. Aquella masa amarillenta se hizo de repente irreconocible a mis ojos, como si la viera por primera vez. Media hora antes mi estómago hacía esfuerzos por recordarme mi falta de atención, y ahora orgulloso y resentido se negaba a aceptar una tregua. Una simple indigestión, pensé.


El teléfono sonando de manera insistente me aceleró el pecho haciéndome olvidar de nuevo a mi estómago. Escuché a Celia del otro lado del teléfono reclamando días de preocupación, esperas en la puerta que nadie abría, saludos no contestados en muros, correos y demás espacios que ya sabía, que ya no quería revisar. Colgó el teléfono un poco molesta y yo me quedé convenciéndome de que no revisaría nada más en mi computadora, de que incluso era mucho mejor no tener la esperanza de encontrar a Laura. Y cada vez que volvía a sonar la palabra Lauraen mi cabeza mi pecho comenzaba de nuevo a trotar, a acelerar su paso, a apretarse como si algo se abultara dentro. Laura, Laura. ¿Cuánto tiempo llevo? ¿Un día? ¿Una noche? ¿A quién engaño? Me lanzo rápidamente al escritorio como abandonando en el suelo otro cuerpo pesado, terriblemente pesado, y enciendo la computadora con una débil sonrisa. Paso y paso imágenes, abro pestañas y demás posibilidades para ver si en alguna consigo algo de ella. El murmullo del mundo entero vuelve a llenar todos los espacios, se transforma de nuevo en gritería, tumulto, hervidero de insomnios, amantes de gatos, feministas, católicos apasionados, padres orgullosos, chef frustrados, periodistas frustrados, políticos frustrados, fotógrafos frustrados.  Que no, no me interesa. Que no me interesa si estás en Quebec o si vas la próxima semana, o en Londres o en Bogotá, que no. Tampoco si almuerzas pollo o pescado en salsa o las propiedades de la torta de auyama, que coman lo que quieran tus hijos y toda tu familia, que a mí no me interesa en lo más mínimo. Antes me importaba todo, ahora nada quiero saber de la calle donde vives, o si cae nieve o lluvia o piedras o culebras. Guárdatelo todo. Yo solo estoy buscando a Laura, solo quiero saber de su calle de su cielo de su lugar de ahora. Sigo pasando con mi dedo las inutilidades de los otros, y algo hierve adentro. Veo una imagen que parece Laura de espalda, mirando la playa y mi estómago arde al comprobar que es una mujer cualquiera que no quiere ser mujer pero que desea que se reconozca quién sabe qué condición o no sé. Alcanzo a leer lo que escribe y me provoca gritarle que no me interesa, que se guarde su ofensa, que se cuide ella sola, que deje de pedir ayuda. Que no quiero ser communitynada, ni aprender inglés, ni que me escribas tu vida fragmentada y episódica en otros idiomas que no entiendo, que no. Ahora sí Laura, la veo, finalmente la veo, se dejó ver.  Un río anda ahora por mis manos, baja por mi frente y me moja la camisa. Ahora tiene el cabello corto, por debajo de los hombros. Laura feliz, Laura sonriendo, Laura sacando la lengua, Laura con el cabello oscuro, con minifalda, con labios rojos. El frío le sienta bien, y su expresión es tranquila, pero con una precaución que no logro entender. Quizá solo sea la prudencia de aquellos que se saben a salvo, la cruel delicadeza del que se ha ido.


Seguramente dejó de fumar. Busco sus manos en todas las imágenes, me voy más para atrás, mucho más, mucho más, y veo sus manos por fin, en primer plano, exhibiendo un anillo. Algo se me enciende en el pecho. El aire se niega a salir o a entrar, nada circula por mi garganta, es un aire detenido, estancado, como si algo adentro hubiese quedado sellado al vacío. Mis manos sudan como si las hubiese sumergido enteras en agua helada. Mis oídos, de nuevo mis oídos lejos, fuera de mí, sin poder escuchar. Mi brazo, nunca había tenido que pensar en mi brazo. No me puedo levantar y por primera vez me asusta la soledad, por primera vez siento que quiero seguir aquí, con el mundo y su ruido, con toda la gente, con mis cosas. Nadie se dará cuenta de que ya no me estoy escondiendo, de que quiero ser encontrado. Nadie. Sólo Celia, Celia, ven por favor, discúlpame, toca la puerta, túmbala, encuéntrame, que no todos se han ido, no todos. 

Editorial en letra pequeña

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Hola, amiguitos, los hermanos Chang les mandan saludos, y les han abierto las puertas a un asilo, a un internado, a una linda casa de cuidado donde comprendemos su indignación nacida de sus buenas intenciones y de sus grandes verdades. Aquí les traemos un espacio políticamente correcto, cargado de bellezas del milenio, un lugar con recetarios de ideas que nos vuelven más cool y nos ayuda a evitar que pensemos de manera inapropiada.
Indignación fapresto, bellos amigos. Queremos la dictadura de la posverdad y de la posmodernidad, esa dictadura que es una forma de libertad porque es la verdad. Somos mejores, estamos siendo mejores. La intolerancia es la verdad. Nos hacemos mejores, sí, y queremos pensar sin chistecitos de Seinfeld. Somos sensibles, somos mejores. Amamos al mundo que estamos creando. Eso sí, no se salga del cuadro que va preso. En el futuro de las causas políticamente correctas el humor será castigado con pena de muerte. Así que aquí no nos las tiramos de graciosos, aunque en el fondo, ustedes los saben y nosotros también, en realidad somos
Falocéntricos
Heteropatriarcalesmachistas
Equisdistantesnaúsicos
contrarróbicosvomitantes,
además de
modernoscastroposmodernizantescentroesféricos
cavernícolas y fóbicos de cualquier causa
pequeños burgueses
chistopatriarcas y chistorros y chistorras y chistorrxs.

Nuestra chistorra con pan, por favor, que montaditos vamos mejor.
¡Ups! ¡Montaditos! Algo estamos insinuando. Cerdos pervertidos.
Así que aquí lo tienen: su asilo, su lugar, aquí los comprendemos y los queremos y ponemos nuestro hombro para sus lágrimas.



Quédense con nosotros.

Fedosy Santaella y José Urriola, indignados.



El coleccionista

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Por Mirco Ferri

Carlos Zerpa / Anaconda


Las primeras grabaciones de sonido de las que se poseo documentación se hicieron sobre cilindros de cera. Piensen un momento sobre esta afirmación: un cilindro de cera, es decir, una vela, puede albergar dentro de sí sonidos. Palabras, gritos, susurros, lamentos, música, ruido. Tan solo es necesario tener a mano la herramienta que pueda decodificar lo que guarda la vela en su interior. El aparato que se inventó para “leer” los cilindros de cera fue el célebre fonógrafo, allá por los años 80 del siglo XIX. Un artefacto ingenioso, totalmente mecánico, que no necesitaba de la electricidad para funcionar. Esa primera aproximación al sonido grabado tenía una falla estructural, sin embargo. Los cilindros de cera tenían la debilidad propia de ese material, y a las pocas reproducciones se degradaban. El comprador podía retornar el cilindro gastado a la tienda en donde lo había adquirido, y utilizarlo como parte de pago de un cilindro nuevo. Los cilindros estaban envasados en tubos de cartón, lo que llevó al director de orquesta John Philips Sousa a llamar “música enlatada” a dichas grabaciones, también por el sonido vagamente metálico que las caracterizaba. Había otro problema, además: cada cilindro era único. Si un músico quería vender veinte copias de una canción, debía grabar 20 cilindros diferentes. No existía el concepto de matriz, para ese soporte.

La evolución natural de esos cilindros, que almacenaban los sonidos en surcos tallados sobre su superficie, fue el disco. Una superficie circular, de baquelita en sus comienzos, en donde el surco comenzaba en el borde exterior y se expandía sobre la superficie, para dirigirse hacia el centro. Fue todo un adelanto con respecto a los cilindros de cera, pues eran notablemente más duraderos y podían producirse masivamente, a partir de un molde. Para reproducirlos se utilizaban los gramófonos, esos aparatos provistos de una vistosa corneta de metal brillante y una manivela para darles cuerda. Esos discos giraban a una velocidad de 78 revoluciones por minuto, de lo que se derivaba que la duración de las grabaciones no podía exceder los cinco minutos, siendo el tiempo promedio unos tres.

Fue alrededor de los años cincuenta cuando el disco llegó a su perfeccionamiento, con la introducción del microsurco y el sonido estereofónico. La velocidad y el material utilizado en los discos también variaron: ahora giraban a 45 (los sencillos) o a 33 1/3 (los álbumes), y estaban hechos de vinilo, lo que los hacía mucho más resistentes al maltrato: sus predecesores eran muy frágiles, y una caída al piso significaba su ruptura. La industria discográfica experimentó un período de esplendor que duró hasta tal vez finales de los años 80, cuando el infame formato CD trató infructuosamente de tomar su lugar, sucumbiendo al poco tiempo ante el auge de internet y sus posibilidades de descarga de música.

El LP, a pesar de su aparente decadencia y virtual desaparición, sigue siendo el rey en cuanto a soportes de material grabado. Reto a cualquiera que trate de desmentirme. Cualquier melómano serio conserva con el mayor recelo sus discos, pues sabe que la calidad de ellos no la conseguirá jamás en otro formato. Además, el encanto de las carátulas en donde se guardan es innegable. Algunas de ellas llegan a ser verdaderas obras de arte, firmadas por artistas famosos. Todo eso se aúna para que el hecho de coleccionar discos sea una experiencia excitante.

Tengo una colección de aproximadamente 10.000 LPs, de casi todos los estilos musicales existentes. Desde los grandes conciertos de música académica, conducidos por maestros de la talla de Von Karajan, hasta las melodías más sencillas, compuestas para el disfrute de las masas. En mi espíritu recolector todo cabe. Mi aspiración es contar con la mayor discoteca privada posible, y para ello frecuento los lugares más insólitos, en cualquier parte del mundo. No me paro en consideraciones económicas. Por fortuna, la plata que heredé, que no fue poca, no la tengo que compartir con nadie. Nunca me interesó tener pareja. Todo ese asunto del cortejo, las citas, el enamoramiento, siempre me ha parecido una gran pérdida de tiempo. Cuando siento alguna necesidad en ese aspecto, la satisfago de manera expedita. Cuando se tiene dinero suficiente “eso” no es ningún problema. Tampoco engendré ningún hijo, que yo sepa, así que no tengo obligaciones de ese tipo. Todo mi tiempo y todos mis recursos, por consiguiente, se los puedo dedicar a mi pasión.


Comencé a reunir discos desde muy pequeño, casi al salir de la infancia. A mis 14 años ya tenía en mi poder unos 150 álbumes de los géneros que estaban de moda en esos tiempos: twist, bogaloo y rock & roll. Eso me dio una gran notoriedad entre mis congéneres, quienes se peleaban por lograr una invitación a mi casa y poder ver de cerca lo que ya comenzaba a tener visos de leyenda. Claro que por más que me lo rogasen, jamás permití que uno solo de esos discos saliera de su recinto. Por esa actitud previsiva es que todavía puedo mostrar con orgullo esos precursores. Claro que por lo pueril de la música grabada en ellos ya los guardo como una curiosidad, como una indulgencia nostálgica.

Leí alguna vez que coleccionar música es en realidad coleccionar recuerdos. Y en parte es cierto. A pesar de lo vasto de mi colección, puedo recordar la manera en la que llegó a ella casi cada uno de sus integrantes. Los discos son mis verdaderos amigos. Espero no ser malinterpretado, o dar la impresión de que me alcanzó la locura senil. Quiero decir que son la representación de los amigos que quisiera tener: todos esos músicos cuyas voces y ejecuciones instrumentales están guardadas allí, en las mínimas rugosidades de los microsurcos. Dentro de mis estándares, procuro tener todo el material grabado en LPs de cada músico o agrupación que considere de la talla suficiente para estar en mis anaqueles. Eso me permite conocer la evolución de cada uno de ellos, desde sus inicios balbuceantes, pasando por sus años de auge y terminando casi fatalmente en la decadencia, que parece ser el destino final de los que duran mucho. Los más afortunados mueren antes de que el mundo pueda enterarse de su declive. A esos los rodea una aureola casi mística, que puede llegar al paroxismo si la muerte los alcanza a la cabalística edad de los 27 años, llevándolos automáticamente al parnaso de los malditos, de los elegidos. Jimi, Janis, Brian, Jim, son los máximos representantes de esa cofradía. Se cuelan otros, unos tales Kurt o Amy, pero son segundones, en realidad. Coleccionar a un músico es equivalente a conocer su biografía, y si uno le ha seguido el paso en tiempo real es como haber convivido con él. Conocer sus orígenes, vivir sus grandes momentos, sufrir sus fracasos. Y acompañarlo en su hora menguada.

Pues sí, mi colección de discos es mi familia. Es mi única compañía, en realidad. Está siempre allí, para acompañarme y distraerme. Es lo único que me despierta algún tipo de interés, a esta altura de mi vida. Aunque ya no pueda gozar de su esencia. Tantos años de escuchar a todo el volumen que era capaz de producir el fabuloso equipo estereofónico que fui ensamblando con paciencia durante mucho tiempo, con los componentes más refinados que se pudiera conseguir en el mercado, me produjeron la peor lesión que me ha podido ocurrir. Soy sordo, tan sordo como Beethoven. Mi situación es análoga a la de un sultán, dueño de un impresionante harem, que se hubiera vuelto impotente. Y los discos, que lo saben, se ríen a escondidas de mí, ocultos dentro de sus carátulas.

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