Carlix Alfonzo
Llegué
al punto de encuentro después de rendirme con el tráfico insufrible que colmaba
la avenida. No pude tolerar la lentitud con la que avanzaba el taxi, tampoco
las estúpidas sugerencias del locutor en la radio. Una voz tan mecanizada, tan
cargada de falso optimismo que solo incrementó la sensación ácida que me
quemaba el estómago.
Tomé
asiento donde me dijo, el banco que marcaba las tres en punto si se tomaba la
fuente como las doce. La gente comenzaba a retirarse antes de que sonaran las
campanadas que marcaban el inicio del toque de queda. Un tañer estruendoso que
marcaba el inicio del aislamiento, del encierro. Me cubrí el rostro con el
cuello del abrigo. A nadie parecía importarle demasiado, pero me hice tal vez
demasiado consciente de cómo la plaza iba quedándose vacía. Un lugar que antes
debía estar envuelto en aleteos de aves, risas de niños, aroma a café y
suspiros de amor. Cuánto nos había quitado ese cristal enorme que bordeaba por
encima de los edificios con la excusa de protegernos del implacable clima y la
radiación. Nos volvió robots.
Cada
vez que miraba hacia arriba, con la esperanza quizás absurda de ver el cielo,
de sentir la brisa, me encontraba con la pantalla transparente del domo. Las
estrellas observándome a través de él, casi apiñadas las unas junto a las otras
recordándome mi precaria posición como humano débil a merced de un planeta que
se había vuelto hostil e inhóspito por nuestra propia mano.
A
veces incluso las oía reírse de mí junto a la luna.
—¿Hundido
en lamentaciones de nuevo?
Su
voz me tomó desprevenido. Odiaba cuando hacía eso. Cuando lo divisaba en la
distancia podía controlar mi respiración para que no se me desbocara el pulso,
podía cerrar las manos sobre la banca para que no temblaran, podía mantener la
boca tensa para que la sonrisa no me curvara los labios. Para que no se diera
cuenta cuánto me aliviaba verle.
—Ay,
Melchior… —suspiró, llevándose las manos a los bolsillos del abrigo. Un mechón
de cabello resbaló de su hombro hacia su pecho. Debía ser suave como un
malvavisco, como el abrazo de una madre—. ¿Qué haré contigo?
—Decirme
para qué me citaste aquí es un buen punto de partida. —Me crucé de brazos,
desdeñoso—. El toque de queda está por comenzar, y la policía…
—Pero
si soy de la policía. —Me mostró el distintivo que llevaba prendido a la solapa
y el recordatorio me hundió el corazón.
Debió
leer mi expresión porque me dio una palmada en el hombro y movió la mano para
que le hiciera un lugar junto a mí.
—Reunirnos
en un lugar así, a estas horas —suspiró y miró hacia arriba—. En otra época eso
hacían los amantes.
—¡Dime
si me hiciste venir solo para perder el tiempo, Hawk! —Se me subieron los
colores al rostro en una ráfaga voraz de calor.
Se
rio. Una risa sutil, elegante, que fluía como un río. Una risa que no era
estruendosa ni tosca como la mía. Que al contrario de la mía, aún seguía
existiendo.
—Perdón,
perdón. Es que es tan fácil tomarte el pelo —se esforzó por dejar de reír y,
por un momento breve, por un instante fugaz, quise pedirle que no lo hiciera.
Que llenara esa plaza vacía, esa ciudad que odiaba, mi vida inerte, del tañer
sedoso de su risa. Pero me contuve.
Yo
era un conspirador, un guerrillero que solo quería ver al gobierno caer. Hawk
era un policía que se estaba arriesgando a ayudarnos. En cuanto lo descubrieran,
lo matarían. Encariñarse tanto con alguien en circunstancias tan adversas es
como ver una granada en el suelo y arrojarse de pecho sobre ella, precipitarse
a toda velocidad hacia la tragedia.
—Además…
—suspiró y su postura adquirió una gravedad repentina, que me tensó
preparándome para algo horrible—. Me reasignaron. Mañana me voy a Briggs.
Me
levanté de un salto.
—¡¿Briggs?!
—exclamé en un susurro aunque ya en la plaza no quedara nadie—. Pero eso es…
—La
Atalaya de máxima seguridad en el límite norte. Sí, lo sé.
—Hawk,
¿acaso…?
Dejé
el resto de la pregunta suspendida en el aire. No quise hacerla, por más que
debiera. Tenía que decírselo al resto. Sin Hawk, ¿cómo sabríamos a dónde
llevaban a nuestros camaradas detenidos?, ¿quién nos daría información sobre
las redadas?, ¿quién nos diría donde era seguro hacer un mitin?, ¿o esconder a
los refugiados que llegaban?
¿Quién
iba a sacarme de mis penumbras con su risa?
—Yo
lo pedí —respondió. Ahora estaba serio—. Sabes que no siempre podremos
conformarnos con reuniones clandestinas y manifiestos, ¿verdad?
Desvié
la mirada.
—Lo
sé.
—Hay
un grupo en el norte. Se llaman Los
Bolchevitas. No es el nombre más original, pero… —Se encogió de hombros—.
Están planeando algo, algo grande. Quiero ser parte de eso.
—Hawk…
—le hice mirarme—. Andy…
Se
encogió sobre sí mismo.
—No
me llames así.
—Entonces
dime como te hago entrar en razón.
—No
puedes. —Me miró fijamente. Dos estrellas, de nuevo inalcanzables para mí—. Si
cae Briggs, el efecto dominó alcanzará la capital. El parlamento podría incluso
llamar a capitulaciones o…
—O
los pueden descubrir y fusilar —completé en su lugar. Me ardían las palmas de
las manos.
Se
levantó para confrontarme. Ahora tenía los puños apretados a los costados.
—¿Te
llamas a ti mismo un revolucionario cuando no crees en lo que estamos haciendo?
—Me confrontó—. Entonces, ¿qué sugieres, Melchior? ¿Pasar el resto de nuestras
vidas así?, ¿temiendo el día que nos maten?, ¿reuniéndonos a escondidas y
hablar en clave? ¿De verdad quieres vivir siempre así?
No
supe qué responderle. Por supuesto no quería vivir por siempre así, pero…
¿Había algo que no costara tanto dentro de ese maldito globo de cristal?
—Ayer
arrestaron a dos muchachos por tomarse de la mano —confesó en voz baja—. Lo
llamaron un crimen moral. ¡Eran apenas unos niños!
—Lo
supe —respondí en un susurro—. Chris está tratando de sacarlos…
—No
podrá. Ya uno de ellos lo admitió. El procedimiento es mañana —escupió como si
la sentencia le repugnara hasta las náuseas—. Se lo devolverán a su familia
como un saco de papas. Un muñeco sin memoria, ni voluntad.
Volví
a sentarme en la banca porque, de lo contrario, el peso de aquello me
aplastaría.
—Voy
a decírtelo porque de otra forma no lo entenderás —comenzó en un suspiro—.
Briggs es mi última esperanza porque… a mí también me gusta un hombre. Y en
cuanto me descubran, bueno…
Se
encogió de hombros como si no fuera gran cosa, como si no acabara de confesarme
que estaba en peligro.
—Pero
en Briggs…
—Ese
hombre no está en Briggs. —Me miró con intención—. También lo estoy haciendo
para alejarme de él. No quiero meterlo en problemas.
Quise
preguntarle quién era. Quise saber cómo se llamaba, cómo era su cara, cómo era
su voz, sus gestos, si lo había conocido recientemente o hacía mucho
tiempo. Y al mismo tiempo no quise saber
nada. Nada sobre aquel que lo había
arrancado de donde pudiera alcanzarlo.
—En
fin, eso es todo lo que vine a decir. —Se levantó de la banca y se acomodó la
gorra—. Debo comenzar mi ronda. Cuídate, Melchior.
Me
dedicó una sonrisa disonante, lastimera, mientras me extendía la mano. Tuve que
conformarme con eso cuando lo que quería era abrazarlo.
—Mantén
informado a Chris —pedí en un hilo de voz al estrecharla de vuelta. No quería
que notara el nudo que me cerraba la garganta.
—Así
lo haré.
Se
dio la vuelta y volvió a la avenida, flanqueado por las luces de la plaza.
Luces que como un túnel marcaron el camino por donde se alejaría de mí. Luces
que se desdibujaron cuando las lágrimas inundaron mis ojos. Luces que me
atravesaron como cuchillas frías cuando dejé de verlo.
Luces
que, como estrellas, también escuché reírse de mí.
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Calix Alfonzo (Caracas, 19899). Licenciada en Ingeniera de Telecomunicaciones y diplomada
en Letras por la Universidad Diego Portales (Chile). Ha cursado talleres en
narrativa y creación literaria en Venezuela, Chile y España. En 2023 publicó Hibris,
su primera novela, como parte de una saga de fantasía urbana, a ser continuada
próximamente. Actualmente se encuentra trabajando en otros proyectos
literarios, entre los cuales se cuentan la saga titulada Los Aguafiestas.
Sus textos han sido publicados en diferentes plataformas, como Amazon y
Wattpad.