Allá abajo el mar era gris a la luz débil, y
ante él se extendían las colinas de la isla, los bosques enmarañados de muchos
arroyos, de muchas hojas, envueltos en la penumbra del atardecer.
El nombre del
mundo es bosque
Ursula K. Le Guin
Volví al
pueblo, a casa de mi madre. En mis caminatas observaba quiosquitos atendidos
por versiones avejentadas de mis recuerdos. Extrañamente, parecían reconocerme,
por lo que no faltaba la ocasión de devolver un saludo o una sonrisa.
Por aquellos
días me encontré con la novedad de un centro cultural; un caserón rodeado de
verjas. En el jardín había un inmenso pino, más cercano a una lanza con
penachos verdes que a un árbol. Las azaleas y orquídeas lo escoltaban como la
guardia de un rey. Me tomé un café para pasar el rato hasta entrada la tarde; la
sombra del pino se extendía por la acera como si esta también fuera parte de
sus dominios.
—¿Tan temprano?
—dijo mamá al verme llegar a casa.
—Sin parrandas.
Tiré las llaves
en la mesa y me dejé caer en el sillón.
—Llamó Mariana.
Subí una ceja.
Le había dejado una nota en nuestro cuarto: que no me esperase. Quería
convertirme en un fantasma, algo etéreo, no mayor que una breve anécdota.
—¿Y ese
milagro?
—Tú sabrás. Que
le devuelvas la llamada.
***
Desperté
tiritando. Mamá había dejado la puerta abierta que daba al terreno compartido
de la cuadra. “Luego se queja de todos los bichos que se meten”. Somnoliento y
a oscuras tambaleé con la intención de cerrarla, y lo habría hecho de no ser por
un aroma dulzón proveniente de los matorrales. Me quedé olfateando sin adivinar
qué era. Mis piernas se movieron solas, admito, entre la desigual vegetación; el
perfume se hacía más fuerte, y juro que los grillos, así como los cocuyos, me llamaban.
Encontré el
verde más allá del verde en el rostro de una mujer sentada en un hormiguero.
Tenía unos ojos tan negros como las pupilas de un búho. Vestía una capa de alas
de libélula y llevaba un cayado del que colgaban unas maracas. Sílfide, lamia,
esfinge, ninfa, hada, encanto, ondina; tantos nombres y tantas caras.
—Mensajero
—dijo a través del descampado.
—Yo no… Ya me
iba.
—¿Adónde irás
sin rumbo? —Juraría que sonrió.
—Sé el camino
de regreso.
Retrocedí por
donde vine, así sin más, con la esperanza de que no me atacara por la espalda,
con la esperanza de salir de aquel sueño. Anduve en esas hasta que empecé a
correr desbocado.
—¿Adónde irás
sin rumbo? —zumbó la ninfa en mi cabeza.
Me detuve, ya pensando
en lo inevitable y me di vuelta lentamente. Allí estaba, cruzada de piernas,
sobre el hormiguero.
—No te he dado
la encomienda, Mensajero —dijo—. Acércate un poco.
Me toqueteó como
si me examinara los sentidos. Me dio un par de golpecitos en la cabeza con el
cayado, quizá comprobando que no estuviera hueca, y revisó mi cabello en busca
de piojos. Agarró mi mandíbula, forzándome a verle los ojos: todas las verdades,
todos los terrores, juntas en esa profundidad.
—Le comunicarás
al Guardián que espero mi presente —dijo—. Tráemelo, Mensajero —hizo una
pausa—. Con mi don aprenderás a escuchar.
Tomó un puñado
de tierra y lo sopló a mi alrededor. El maraqueo del cayado retumbó como lluvia
contra la piedra, unísono al canto de las chicharras. Me hundí en una fosa e
intenté agarrarme de unas raíces. Un abismo me engulló; mis miembros fueron
digeridos por espíritus innombrables hasta la mañana siguiente en la que
desperté en la sala de casa gracias al llamado de mamá.
De mi garganta
seca solo salieron alaridos. Mamá torció el gesto de una manera tan parecida a
Mariana que me repugné.
—Tengo que
salir —dije antes de levantarme.
Deambulé por el
pueblo como un pájaro sin bandada. Buscaba un lecho, un nido. Tropecé varias
veces con la misma grieta de una calle. Volvía a la plaza, a la avenida;
atravesaba veredas en un espiral de nuevas voces que jamás había escuchado.
Compré una caja de cigarros, aunque llevaba años sin fumar. Las campanadas de
la iglesia me avisaron de la caída de la tarde, y su tañido parecía desgarrar
una cortina de la que salían unos balbuceos guturales, que luego fueron
susurros que florecían como si la tierra aprendiese a hablar.
“Mensajero,
¿por qué tardas tanto?”.
“¿No ves que tú
tienes piernas?”.
El eco me dio
un rastro.
Fui al centro
cultural, y siquiera una obra de marionetas pudo tranquilizarme: me vi en la
cara de un títere. Quería arrancarle los hilos. “Eres libre, huye, huye, haz tu
propia obra, con tus propios personajes, imagina, no representes más que lo
intangible”.
A escondidas, salí
a fumar al jardín y me refugié en la sombra del pino. Aquel obelisco de madera
intentaba acuchillar al cielo, en una guerra antiquísima contra las nubes.
—Pero tus
verdaderos enemigos están acá —murmuré sin consciencia.
La madera
crujió en un asentimiento. El aroma feérico de la noche anterior comenzó a
embriagarme para creyera que al pie del árbol se abría un boquete. “Entra, Mensajero”,
dijeron las voces, ahora convertidas en arroyo. Apagué el cigarro y me metí a
gatas. El terreno fangoso entorpecía el avance, sin contar que escarabajos y
demás gusanos salían a vigilarme. No me detuve hasta que, colgando de una
hiedra del cielorraso, vi una castaña que pasaría como cualquier castaña, pero
aquí, motivado por el cuchicheo de los insectos, supe que era tan valiosa como
un corazón.
—Mensajero, Mensajero—.
Las taras chasqueaban sus alas—. ¿Qué noticias nos traes, Mensajero?
—Ella… —se me
quebró la voz—. Ella espera del Guardián su presente.
Los insectos
bisbisearon como si las cuatro estaciones avanzaran sin parar una detrás de la
otra. Recibí respuesta en la que podría llamarse verano.
—Llévatela,
Mensajero —dijeron—. El Guardián te concede su don.
Ya era de noche
cuando salí. El boquete se cerró a mis espaldas y la fragancia feérica
desapareció. Yo parecía un espantapájaros de barro en medio de aquel jardín,
magullado y con una castaña palpitante en la mano.
Mamá dormía
cuando regresé. Me había dejado la cena; y además de eso, una nota en la
nevera: “Llamó Mariana”. La tiré a la basura. Vi el reloj y la imaginé
entregada al sueño, con espacio suficiente en nuestra cama para que la
compartiese con quien quisiera. Aparté de un manotón ese pensamiento y decidí
completar mi tarea.
No me fue
difícil encontrar a la ninfa en el descampado, recostada al calor de una
fogata, fumando de una pipa tan larga como una flecha.
—Aquí tienes tu
presente —dije, y le enseñé la castaña—. Libérame. Ya no quiero escuchar al
mundo.
—¿Qué es lo que
no soportas? —preguntó—. Ahora es tiempo de aprender hablar.
—No me
interesa. Ya hice lo que me pediste.
Le di la
castaña. Floreció una sonrisa en ese semblante de selva. Ya pensaba volver a mi
vida en la que solo me preocupaba por andar y desandar sobre mis pasos, pero ella
maraqueó el cayado y el viento empezó a reunirse encima de la fogata, como un
vórtice que poco a poco quebraba la dimensión. Parecía invocar una ventana, un
portal, donde veía una oscuridad diferente a la del pueblo: una oscuridad
citadina. Al otro lado reconocí mi apartamento, mis cosas; y por supuesto, a Mariana
despierta, en la mesa de la sala, asediada por tazas de café, ojerosa y pálida
como el manto de un fantasma. Era una ilusión. Tenía que serlo.
—No lo es —dijo
la ninfa, como si me leyese el pensamiento.
—¿Por qué me
muestras esto?
—Tu recompensa.
Es lo que deseas ver.
Aspiró de su
pipa y exhaló sobre la castaña.
—El nombre del
mundo es Bosque, Mensajero. Plántala y te mostraré más. —Cerró el portal y
Mariana desapareció.
Con el paso de
los días aprendí que las voces, el don de la ninfa, pertenecían a un olvido
incapaz de enterrarse a sí mismo. Cada recorrido por el pueblo me regalaba su
propia voz, su propia forma de manifestarse en este plano. Desde el reino de
las hadas, por llamarlo de alguna manera, se me contaban algunas viejas historias,
como la del primer navegante, que llegó hasta el fin del mundo solo para
comprobar que había regresado al principio de su viaje; o aquella que versaba
sobre el primer cementerio, construido a pedido de un muerto que no quería
pudrirse a la intemperie. Quizá por eso decidí plantar la castaña en el
cementerio del pueblo. Esperé hasta muy entrada la noche para evitar la mirada
curiosa del sepulturero y escogí, por recomendación de un par de luciérnagas,
un lugar entre dos tumbas de mármol sin inscripción.
—Observa,
Mensajero —mandó la ninfa una vez que cumplí. Desde el portal, Mariana hacía
las compras, iba a la universidad y se encerraba en nuestro cuarto con un
sollozar ahogado que se confundía con el goteo intermitente de la llave del
baño—. ¿Me traerás otro presente del Guardián?
Y así, una y
otra vez, en el orden que he venido describiendo: recogía las castañas, las
llevaba a la ninfa y ella las bendecía con su humo para que yo las plantase.
Cada una de las áreas verdes de la plaza, la biblioteca, la alcaldía, avenidas,
callejuelas, miradores y cerros, fueron dotados por mi paso. Luego, me mostraba
a Mariana en su rutina. Intenté mentir, que no quería verla más, pero fue
imposible ocultar mi sonrisa cuando empezó a invitar a sus amigos a la casa, a
tomarse unas cervezas después del trabajo y alimentarse mejor. El color volvía
poco a poco a sus mejillas de ermitaña.
A veces me
pensaba muerto, atrapado, purgando mis faltas como un ánima a la orden de estos
Guardianes. El tiempo era una marejada al otro lado del portal, al ritmo de Mariana,
de sus logros, de su risa al escuchar un chiste malo, de sus preocupaciones
académicas, de su llanto al ver una película, en sus intentos por recuperar las
noches de sueño que alguna vez le quité. Mientras, yo acá navegaba entre una
bruma espesa, sin la noción de un puerto, danzando con la lejanía de un
horizonte inagotable.
—Qué raro que esta
muchachita no ha vuelto a llamar —dijo mi mamá un día.
—¿Sí, verdad?
El olvido es su
propio cierre.
***
El pueblo se
llenó de pinos de la noche a la mañana: silvestres, piñoneros, carrascos,
radiatas, negros montañeses; algunos deshojados, de troncos robustos y
exuberantes en el verdor. Era como si el Guardián y la ninfa hubiesen cultivado
su propio mundo en el nuestro. Esperé revuelo, pues no todos los días la
atemporalidad acostumbrada del pueblo era alterada; al contrario, algunos
decían que los árboles siempre estuvieron allí, como faros de madera,
guiándonos hacia la costa, hacia el calor de nuestros hogares en las noches
frías. Quizás ahora todos podían escuchar las voces y darse cuenta del
tamborilear de las volutas de polen, de los rostros de las cortezas y de los
senderos que abrían las raíces a través del concreto.
—No durará,
Mensajero —me dijo la ninfa una noche en la que la luna enrojecía.
—No durará,
Mensajero —me dijo el Guardián una noche en la que el viento no soplaba.
—No durará,
Mensajero —me dijeron las voces una noche en la que pensaba en Mariana.
Pudo ser que
necesitábamos leña para calentarnos o alumbrarnos en los cortes eléctricos. Tal
vez entorpecían las vías. Acaso fue el creciente número de insectos y
zarigüeyas. La verdad, no lo sé. Posiblemente fue todo eso. La decisión de talarlos
no pareció molestar a nadie. El pueblo se aferró a seguir siendo un punto
fantasmagórico en el mapa, abandonado por sus hijos y exaltado por las arrugas
de nuestros padres. Las máquinas trituraron cada pino hasta convertirlos en
aserrín, polvo vegetal, que volaba como un enjambre hasta ahogarse en las
bolsas negras basura.
Quise
manifestar mi desacuerdo; quizás encadenándome a un árbol, repartir volantes o
vociferar a megáfono limpio hasta que la policía me encerrase. Solo así
sentiría que defendía mi posición de Mensajero. Estaba del lado de los
Guardianes del mundo; ellos no me dejarían solo. Enfrentaríamos cada peligro
así significase sacrificar nuestro futuro. Estaba listo para eso.
***
La verdad no.
No era capaz.
Era una de las
tantas fantasías en las que me levantaba como un héroe, en donde el papel de
villano recaía en alguien que no fuese yo.
Cuando el
pueblo volvió a su exilio del tiempo, visité una vez más al Guardián a petición
de la ninfa. Atravesé el boquete del tronco y me arrastré en compañía de sus
habitantes. Parecía que todos se refugiaban allí, el último pino del universo. “Tómala,
Mensajero”, dijeron cuando encontré la castaña. Extendí la mano para agarrarla
y me detuve. Tantas voces. Tantos cantos. Era un suspiro al que se le escapaba
la vida. Las voces emigraban, se despedían, desvaneciéndose en aquella hueca
recámara arbórea, retirándose al rumor de una cascada distante a la que ni
todas las lenguas conocidas le corresponderían.
Castaña en
mano, salí de ahí. Las voces callaron. Fue una noche de silencio cristalino. Me
encontré con la ninfa en sueños antes de que se lanzara al fuego y se hiciera
ceniza. No hubo despedida.
A la mañana
siguiente el último Guardián fue talado. No puedo afirmar si alguna vez existió
un centro cultural.
Volví a mi
apartamento a los meses. Mariana no estaba. Me sorprendió que no cambiase la
cerradura. Todo permanecía en su sitio, como si nunca me hubiese ido. Incluso
mi nota de despedida seguía en nuestro cuarto, arrugada.
Dejé la castaña
en su almohada y partí lejos.
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José Miguel Mota
Mendoza / M. M. J. Miguel (Nueva Esparta, Venezuela). Entusiasta
de las artes escritas y sonoras. Estudiante de Letras en la Universidad Central
de Venezuela. Fue editor de la revista Pasillo
Gen’20. Mención honorífica en Solsticios: Concurso Venezolano de Cuentos
de Fantasía y Ciencia Ficción (2017) y en el Premio de Cuento Julio Garmendia
de la Policlínica Metropolitana (2023). Narrador seleccionado en la Semana de
la narrativa, auspiciada por Revista Ojo y Ficción Breve (2019). Ha publicado
en las antologías Ecos de la tundra (2019), Brevelectric: Narrativa sin sello (2020), Fractal (2023), Los novísimos (2023), Los elementos y el hado (2024) y Peregrinos en un mundo árboles entrelazados
(2024).