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El último Guardián

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M. M. J. Miguel


Allá abajo el mar era gris a la luz débil, y ante él se extendían las colinas de la isla, los bosques enmarañados de muchos arroyos, de muchas hojas, envueltos en la penumbra del atardecer.

 

El nombre del mundo es bosque

Ursula K. Le Guin

 

Volví al pueblo, a casa de mi madre. En mis caminatas observaba quiosquitos atendidos por versiones avejentadas de mis recuerdos. Extrañamente, parecían reconocerme, por lo que no faltaba la ocasión de devolver un saludo o una sonrisa.

 

Por aquellos días me encontré con la novedad de un centro cultural; un caserón rodeado de verjas. En el jardín había un inmenso pino, más cercano a una lanza con penachos verdes que a un árbol. Las azaleas y orquídeas lo escoltaban como la guardia de un rey. Me tomé un café para pasar el rato hasta entrada la tarde; la sombra del pino se extendía por la acera como si esta también fuera parte de sus dominios.

 

—¿Tan temprano? —dijo mamá al verme llegar a casa.

—Sin parrandas.

 

Tiré las llaves en la mesa y me dejé caer en el sillón.

 

—Llamó Mariana.

 

Subí una ceja. Le había dejado una nota en nuestro cuarto: que no me esperase. Quería convertirme en un fantasma, algo etéreo, no mayor que una breve anécdota.

 

—¿Y ese milagro?

—Tú sabrás. Que le devuelvas la llamada.

 

 

***

Desperté tiritando. Mamá había dejado la puerta abierta que daba al terreno compartido de la cuadra. “Luego se queja de todos los bichos que se meten”. Somnoliento y a oscuras tambaleé con la intención de cerrarla, y lo habría hecho de no ser por un aroma dulzón proveniente de los matorrales. Me quedé olfateando sin adivinar qué era. Mis piernas se movieron solas, admito, entre la desigual vegetación; el perfume se hacía más fuerte, y juro que los grillos, así como los cocuyos, me llamaban.

 

Encontré el verde más allá del verde en el rostro de una mujer sentada en un hormiguero. Tenía unos ojos tan negros como las pupilas de un búho. Vestía una capa de alas de libélula y llevaba un cayado del que colgaban unas maracas. Sílfide, lamia, esfinge, ninfa, hada, encanto, ondina; tantos nombres y tantas caras.

 

—Mensajero —dijo a través del descampado.

—Yo no… Ya me iba.

—¿Adónde irás sin rumbo? —Juraría que sonrió.

—Sé el camino de regreso.

 

Retrocedí por donde vine, así sin más, con la esperanza de que no me atacara por la espalda, con la esperanza de salir de aquel sueño. Anduve en esas hasta que empecé a correr desbocado.

 

—¿Adónde irás sin rumbo? —zumbó la ninfa en mi cabeza.

 

Me detuve, ya pensando en lo inevitable y me di vuelta lentamente. Allí estaba, cruzada de piernas, sobre el hormiguero.

 

—No te he dado la encomienda, Mensajero —dijo—. Acércate un poco.

 

Me toqueteó como si me examinara los sentidos. Me dio un par de golpecitos en la cabeza con el cayado, quizá comprobando que no estuviera hueca, y revisó mi cabello en busca de piojos. Agarró mi mandíbula, forzándome a verle los ojos: todas las verdades, todos los terrores, juntas en esa profundidad.

 

—Le comunicarás al Guardián que espero mi presente —dijo—. Tráemelo, Mensajero —hizo una pausa—. Con mi don aprenderás a escuchar.

 

Tomó un puñado de tierra y lo sopló a mi alrededor. El maraqueo del cayado retumbó como lluvia contra la piedra, unísono al canto de las chicharras. Me hundí en una fosa e intenté agarrarme de unas raíces. Un abismo me engulló; mis miembros fueron digeridos por espíritus innombrables hasta la mañana siguiente en la que desperté en la sala de casa gracias al llamado de mamá.

 

De mi garganta seca solo salieron alaridos. Mamá torció el gesto de una manera tan parecida a Mariana que me repugné.

 

—Tengo que salir —dije antes de levantarme.

 

Deambulé por el pueblo como un pájaro sin bandada. Buscaba un lecho, un nido. Tropecé varias veces con la misma grieta de una calle. Volvía a la plaza, a la avenida; atravesaba veredas en un espiral de nuevas voces que jamás había escuchado. Compré una caja de cigarros, aunque llevaba años sin fumar. Las campanadas de la iglesia me avisaron de la caída de la tarde, y su tañido parecía desgarrar una cortina de la que salían unos balbuceos guturales, que luego fueron susurros que florecían como si la tierra aprendiese a hablar.

 

“Mensajero, ¿por qué tardas tanto?”.

“¿No ves que tú tienes piernas?”.

 

El eco me dio un rastro.

 

Fui al centro cultural, y siquiera una obra de marionetas pudo tranquilizarme: me vi en la cara de un títere. Quería arrancarle los hilos. “Eres libre, huye, huye, haz tu propia obra, con tus propios personajes, imagina, no representes más que lo intangible”.

 

A escondidas, salí a fumar al jardín y me refugié en la sombra del pino. Aquel obelisco de madera intentaba acuchillar al cielo, en una guerra antiquísima contra las nubes.

 

—Pero tus verdaderos enemigos están acá —murmuré sin consciencia.

 

La madera crujió en un asentimiento. El aroma feérico de la noche anterior comenzó a embriagarme para creyera que al pie del árbol se abría un boquete. “Entra, Mensajero”, dijeron las voces, ahora convertidas en arroyo. Apagué el cigarro y me metí a gatas. El terreno fangoso entorpecía el avance, sin contar que escarabajos y demás gusanos salían a vigilarme. No me detuve hasta que, colgando de una hiedra del cielorraso, vi una castaña que pasaría como cualquier castaña, pero aquí, motivado por el cuchicheo de los insectos, supe que era tan valiosa como un corazón.

 

—Mensajero, Mensajero—. Las taras chasqueaban sus alas—. ¿Qué noticias nos traes, Mensajero?

—Ella… —se me quebró la voz—. Ella espera del Guardián su presente.

 

Los insectos bisbisearon como si las cuatro estaciones avanzaran sin parar una detrás de la otra. Recibí respuesta en la que podría llamarse verano.

 

—Llévatela, Mensajero —dijeron—. El Guardián te concede su don.

 

Ya era de noche cuando salí. El boquete se cerró a mis espaldas y la fragancia feérica desapareció. Yo parecía un espantapájaros de barro en medio de aquel jardín, magullado y con una castaña palpitante en la mano.

 

Mamá dormía cuando regresé. Me había dejado la cena; y además de eso, una nota en la nevera: “Llamó Mariana”. La tiré a la basura. Vi el reloj y la imaginé entregada al sueño, con espacio suficiente en nuestra cama para que la compartiese con quien quisiera. Aparté de un manotón ese pensamiento y decidí completar mi tarea.

 

No me fue difícil encontrar a la ninfa en el descampado, recostada al calor de una fogata, fumando de una pipa tan larga como una flecha.

 

—Aquí tienes tu presente —dije, y le enseñé la castaña—. Libérame. Ya no quiero escuchar al mundo.

—¿Qué es lo que no soportas? —preguntó—. Ahora es tiempo de aprender hablar.

—No me interesa. Ya hice lo que me pediste.

 

Le di la castaña. Floreció una sonrisa en ese semblante de selva. Ya pensaba volver a mi vida en la que solo me preocupaba por andar y desandar sobre mis pasos, pero ella maraqueó el cayado y el viento empezó a reunirse encima de la fogata, como un vórtice que poco a poco quebraba la dimensión. Parecía invocar una ventana, un portal, donde veía una oscuridad diferente a la del pueblo: una oscuridad citadina. Al otro lado reconocí mi apartamento, mis cosas; y por supuesto, a Mariana despierta, en la mesa de la sala, asediada por tazas de café, ojerosa y pálida como el manto de un fantasma. Era una ilusión. Tenía que serlo.

 

—No lo es —dijo la ninfa, como si me leyese el pensamiento.

—¿Por qué me muestras esto?

—Tu recompensa. Es lo que deseas ver.

 

Aspiró de su pipa y exhaló sobre la castaña.

 

—El nombre del mundo es Bosque, Mensajero. Plántala y te mostraré más. —Cerró el portal y Mariana desapareció.

 

Con el paso de los días aprendí que las voces, el don de la ninfa, pertenecían a un olvido incapaz de enterrarse a sí mismo. Cada recorrido por el pueblo me regalaba su propia voz, su propia forma de manifestarse en este plano. Desde el reino de las hadas, por llamarlo de alguna manera, se me contaban algunas viejas historias, como la del primer navegante, que llegó hasta el fin del mundo solo para comprobar que había regresado al principio de su viaje; o aquella que versaba sobre el primer cementerio, construido a pedido de un muerto que no quería pudrirse a la intemperie. Quizá por eso decidí plantar la castaña en el cementerio del pueblo. Esperé hasta muy entrada la noche para evitar la mirada curiosa del sepulturero y escogí, por recomendación de un par de luciérnagas, un lugar entre dos tumbas de mármol sin inscripción.


—Observa, Mensajero —mandó la ninfa una vez que cumplí. Desde el portal, Mariana hacía las compras, iba a la universidad y se encerraba en nuestro cuarto con un sollozar ahogado que se confundía con el goteo intermitente de la llave del baño—. ¿Me traerás otro presente del Guardián?

 

Y así, una y otra vez, en el orden que he venido describiendo: recogía las castañas, las llevaba a la ninfa y ella las bendecía con su humo para que yo las plantase. Cada una de las áreas verdes de la plaza, la biblioteca, la alcaldía, avenidas, callejuelas, miradores y cerros, fueron dotados por mi paso. Luego, me mostraba a Mariana en su rutina. Intenté mentir, que no quería verla más, pero fue imposible ocultar mi sonrisa cuando empezó a invitar a sus amigos a la casa, a tomarse unas cervezas después del trabajo y alimentarse mejor. El color volvía poco a poco a sus mejillas de ermitaña.

 

A veces me pensaba muerto, atrapado, purgando mis faltas como un ánima a la orden de estos Guardianes. El tiempo era una marejada al otro lado del portal, al ritmo de Mariana, de sus logros, de su risa al escuchar un chiste malo, de sus preocupaciones académicas, de su llanto al ver una película, en sus intentos por recuperar las noches de sueño que alguna vez le quité. Mientras, yo acá navegaba entre una bruma espesa, sin la noción de un puerto, danzando con la lejanía de un horizonte inagotable.

 

—Qué raro que esta muchachita no ha vuelto a llamar —dijo mi mamá un día.

—¿Sí, verdad?

 

El olvido es su propio cierre.

 

***

El pueblo se llenó de pinos de la noche a la mañana: silvestres, piñoneros, carrascos, radiatas, negros montañeses; algunos deshojados, de troncos robustos y exuberantes en el verdor. Era como si el Guardián y la ninfa hubiesen cultivado su propio mundo en el nuestro. Esperé revuelo, pues no todos los días la atemporalidad acostumbrada del pueblo era alterada; al contrario, algunos decían que los árboles siempre estuvieron allí, como faros de madera, guiándonos hacia la costa, hacia el calor de nuestros hogares en las noches frías. Quizás ahora todos podían escuchar las voces y darse cuenta del tamborilear de las volutas de polen, de los rostros de las cortezas y de los senderos que abrían las raíces a través del concreto.

 

—No durará, Mensajero —me dijo la ninfa una noche en la que la luna enrojecía.

—No durará, Mensajero —me dijo el Guardián una noche en la que el viento no soplaba.

—No durará, Mensajero —me dijeron las voces una noche en la que pensaba en Mariana.

 

Pudo ser que necesitábamos leña para calentarnos o alumbrarnos en los cortes eléctricos. Tal vez entorpecían las vías. Acaso fue el creciente número de insectos y zarigüeyas. La verdad, no lo sé. Posiblemente fue todo eso. La decisión de talarlos no pareció molestar a nadie. El pueblo se aferró a seguir siendo un punto fantasmagórico en el mapa, abandonado por sus hijos y exaltado por las arrugas de nuestros padres. Las máquinas trituraron cada pino hasta convertirlos en aserrín, polvo vegetal, que volaba como un enjambre hasta ahogarse en las bolsas negras basura.

 

Quise manifestar mi desacuerdo; quizás encadenándome a un árbol, repartir volantes o vociferar a megáfono limpio hasta que la policía me encerrase. Solo así sentiría que defendía mi posición de Mensajero. Estaba del lado de los Guardianes del mundo; ellos no me dejarían solo. Enfrentaríamos cada peligro así significase sacrificar nuestro futuro. Estaba listo para eso.

 

***

La verdad no.

No era capaz.

 

Era una de las tantas fantasías en las que me levantaba como un héroe, en donde el papel de villano recaía en alguien que no fuese yo.

 

Cuando el pueblo volvió a su exilio del tiempo, visité una vez más al Guardián a petición de la ninfa. Atravesé el boquete del tronco y me arrastré en compañía de sus habitantes. Parecía que todos se refugiaban allí, el último pino del universo. “Tómala, Mensajero”, dijeron cuando encontré la castaña. Extendí la mano para agarrarla y me detuve. Tantas voces. Tantos cantos. Era un suspiro al que se le escapaba la vida. Las voces emigraban, se despedían, desvaneciéndose en aquella hueca recámara arbórea, retirándose al rumor de una cascada distante a la que ni todas las lenguas conocidas le corresponderían.

 

Castaña en mano, salí de ahí. Las voces callaron. Fue una noche de silencio cristalino. Me encontré con la ninfa en sueños antes de que se lanzara al fuego y se hiciera ceniza. No hubo despedida.

 

A la mañana siguiente el último Guardián fue talado. No puedo afirmar si alguna vez existió un centro cultural.

 

Volví a mi apartamento a los meses. Mariana no estaba. Me sorprendió que no cambiase la cerradura. Todo permanecía en su sitio, como si nunca me hubiese ido. Incluso mi nota de despedida seguía en nuestro cuarto, arrugada.

 

Dejé la castaña en su almohada y partí lejos.



///




José Miguel Mota Mendoza / M. M. J. Miguel (Nueva Esparta, Venezuela). Entusiasta de las artes escritas y sonoras. Estudiante de Letras en la Universidad Central de Venezuela. Fue editor de la revista Pasillo Gen’20. Mención honorífica en Solsticios: Concurso Venezolano de Cuen­tos de Fantasía y Ciencia Ficción (2017) y en el Premio de Cuento Julio Garmendia de la Policlínica Metropolitana (2023). Narrador seleccionado en la Semana de la narrativa, auspi­ciada por Revista Ojo y Ficción Breve (2019). Ha publicado en las antologías Ecos de la tundra (2019), Brevelectric: Narrativa sin sello (2020), Fractal (2023), Los novísimos (2023), Los elementos y el hado (2024) y Peregrinos en un mundo árboles entrelazados (2024).



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