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Channel: Pandilla Chang de jóvenes narradores
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Amanecer zombi en El Rodeo

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John Manuel Silva



Para Daniel Pratt, a quién le robo el título

“Al llegar a la orilla opuesta, Una-Oreja se mantenía aún en su terreno. Quizás era demasiado valiente o demasiado estúpido para correr; o acaso no podía creer realmente que estaba sucediendo aquel ultraje. Cobarde o héroe, al fin y al cabo no supuso diferencia alguna  cuando el helado rugido de muerte se abatió sobre su roma cabeza.”  
 Arthur C Clarke – 2001 una odisea espacial.



1
Al despertar con el repique del celular, Fulgencio vio la hora en el radio-reloj de la mesita de noche. Al ver que marcaba la dos y cuarto de la madrugada, supo quién lo llamaba y qué quería. Se inquietó al darse cuenta de que no sabía si era positivo o no lo que vendría a continuación. Suspiró y tomó la bocina:
—¿Aló?
—González, buenos días.
—Buenos días, mi General.
—El gobierno dio la orden de entrar y acabar con el motín.
—Sí, mi General.
—Lo necesito aquí, ¿se siente capaz?
—Desde luego, mi General. Será un honor.
—Bien, la operación se realizará a las cinco de la mañana. Enviaré a un motorizado a buscarlo. Esté listo en una hora.
—Sí, mi General.
—Patria socialista o muerte…
—Venceremos, mi General.
Apenas colgó, se preguntó si de verdad se sentía capaz: había llegado a casa a las once de la noche; le dolía el cuello y la cintura, pero sobre todo le dolían los pies, la planta de los pies. Estuvo sentado un par de minutos al borde del colchón dejando que sus pies absorbieran el frío del piso. Se paró y fue a bañarse. Mientras el agua lo terminaba de espabilar, consideró que sí: era lo mejor. La cárcel llevaba dos semanas tomada por los internos de unos de los pabellones, quienes aprovecharon la visita dominical para secuestrar a algunos familiares y reclamar así por los retrasos procesales. Hubo intentos de mediar pero fueron un fracaso: un cura de la conferencia episcopal, un conocido periodista, el presidente de la comisión de seguridad ciudadana del parlamento y hasta el ministro del interior había intentado llegar a un acuerdo con los líderes de la revuelta, pero todos los esfuerzos había sido infructuosos. Los familiares fueron liberados, pero los pranes seguían controlando el penal. Lo que más le molestaba a Fulgencio es que todo se había convertido en un chiste. Hasta esos días él no había escuchado la palabra pran, pero desde que el conflicto había empezado comenzó a oírla en todas partes, no en tono de tragedia o rabia, que es lo que suponía que debía provocar su significado, sino en tono de jodedera, y eso era lo que le enervaba. ¿Por qué coño en Venezuela todo es un vacilón? ¿Por qué la gente anda por ahí en todos lados, en la panadería donde tomaba el café en las mañanas, en el mercado, en el metro y las camioneticas, hablando de los pranes como si fueran una broma y no como los líderes de un subsistema que controla las cárceles por encima de la autoridad del estado?
A decir verdad, a Fulgencio siempre le molestó el carácter bromista de sus compatriotas. Desde que tenía unos seis años (recién mudado a Caracas, proveniente de San Juan de los Morros), cuando todos sus amiguitos se burlaban de su nombre, hasta que se hizo hombre y aún siendo relativamente guapo y habiendo llegado más lejos que el resto de su familia (casi todos trabajadores del campo que apenas si aprendieron a leer y escribir) seguían jodiéndolo, no sólo por el nombre, también por cierta musicalidad en su voz que años de vivir en la ciudad no lograron quitarle. Roxana, su bella Roxana, la carajita aquella, siempre le decía: “Papi, tú dejaste la universidad y te metiste a militar porque quería que la gente pronunciara tu nombre sin tenerte lástima y sin reírse”. 
El motorizado llegó puntual, lo saludó engolando la voz y Fulgencio dibujó en su cara la sonrisa satisfecha de quien se siente reivindicado por la vida. Sin mayores trámites se puso el casco y ordenó al distinguido que ignorara semáforos y señales de alto. La moto partió por la autopista haciendo sonar el aire.

2
Mandinga escuchó los rumores que venían desde el pasillo y se acercó a su Nganga, la miró fijamente durante algunos segundos y suspiró.  En la vasija estaba la ota, los palos de árboles, las herramientas del guerrero, el trapo púrpura, el palo de guayaba, el machete, el cuchillo, el hueso de la quiyumba, las tierras y la cadena. Miró hacia el cielo, pero los presos no tienen cielo, así que sólo vio el techo escarapelado; cerró los ojos y le pidió a su muerto que lo ayudara a salir de ésta.
Salió de su celda, atravesó el pasillo donde algunos internos corrían de un lado a otro, ubicándose en su posición. Llegó hasta el lugar que le habían asignado y cabeceó un saludo a El Presidente y a El General, líderes del pabellón, quienes le devolvieron el gesto con respeto. Se acostó en la trinchera formada con catres y colchones, se sacó el revolver de la cintura del pantalón y apuntó hacia el frente. A su lado había unos treinta compañeros. En toda la cárcel unas siete trincheras, todas en el pabellón dos, distribuidas de tal forma que cubrían todas las rendijas y agujeros en las paredes.
—Bueno mi gente, empezó esto. No quiero a ninguno de esos hijueputas vivos.
La voz de El General era un tanto aguardentosa, pero también gruesa y gutural, a Mandinga le recordaba la de Alfredo, un viejo que desafinaba rancheras en una taguara de Nirgua.
—Apenas lleguen a la mitad del patio, empiezan a echar plomo, no joda.
Sí, sonaba igual, y a Mandinga eso le daba un poco de confianza.

3
Al llegar a El Rodeo la moto pasó por entre los periodistas, un soldado le abrió paso en medio de la multitud de familiares que permanecían acordonados cerca de la entrada. Se coló entre las dos tanquetas y se detuvo frente al improvisado cónclave donde el General Becerra se dirigía a dos tenientes que lo escuchaban con atención. Fulgencio bajó de la moto y pretendió un gesto humano con el distinguido, palmeándole el hombro.
—Reportándome, mi General.
—Buenos días, González. Usted va a dirigir a los cuarenta oficiales que entrarán por el puesto de vigilancia de la izquierda. Cabrices entrará por la derecha, mientras que Ramírez lo hará por el frente. ¿Recuerda los ejercicios de hace un mes?
—Sí, mi General.
—Bien, así se hará: dispararemos hasta reducirlos y luego haremos que se entreguen. La orden es evitar la mayor cantidad posible de bajas, pero dejémonos de mariqueras, esos hijos de puta están armados hasta los dientes. Creemos que hasta pueden tener granadas. Los guardias corruptos de esta mierda los han proveído de todo.
—Entiendo, mi General. Me gustaría que me diera unos minutos para dirigirme a la que será mi tropa.
—Sí, sí, ya los dejo que se alisten. Tomen los radios —dijo, mientras le alcanzaba a los tres oficiales igual cantidad de radiotransmisores—.  Frecuencia dos. Patria socialista o muerte…
—Venceremos —gritaron los tres al unísono, parándose firme y haciendo un saludo militar.
El cónclave se disolvió y cada teniente se fue al área que le correspondía.

4
Mandinga centró su mirada hacia una grieta en la pared, no era muy ancha pero permitía ver todo el frente de la cárcel. Veía las tanquetas y las camionetas de los canales de noticia, también veía las caras de las mujeres detrás del cordón, algunas desesperadas, otras sonrientes; recordó a su vieja, muerta hacía dos años. Al ver que las tropas se formaban rodeando la cárcel, supo que todo empezaría pronto. Miró al cielo y mentalmente le dijo a su muerto que había llegado la hora. Cuando volvió a mirar por la grieta observó a los periodistas corriendo desorientados, tapándose la cara con las franelas, dejando caer los micrófonos. Vio más allá a las mujeres, muchas corrían para alejarse de la cárcel, algunas pocas se resistían, pero los guardias enmascarados les arrojaban más bombas lacrimógenas, venciendo su voluntad.
A los pocos segundos, una vez despejado el perímetro, las tanquetas se pusieron al frente, aceleraron y tumbaron las rejas. Tres batallones de militares entraron detrás de ellos. Un grupo venía por la torre de vigilancia de la izquierda, otro lo hacía por la torre contraria, y otro, el más numeroso, avanzaba por el frente. Apuntaba sus kalashnikov hacia adelante, de sus cinturas colgaban las peinillas y varias bombas lacrimógenas. No corrían, lo intimidante es que caminaban a paso firme y casi exhibiéndose. Más que un ataque es una demostración de fuerza, pensó El General, y fue lo último que pensó en la vida. Acto seguido su cerebro empezó a atrofiarse. Miró sus brazos y notó que estaban azules y se iban tornando morados. Sintió mucho frío y dejó caer el arma. Se recostó unos segundos sobre unos de los colchones de la trinchera y se percató de que todos sus compañeros estaban iguales: morados y fríos, recostados y muy confundidos. Más allá, con la mirada fija al frente, fingiendo no darse cuenta de lo que ocurría alrededor, o peor: dándolo por sentado y, por tanto, ignorándolo sin inmutarse, Mandinga dejaba su arma en el piso y asentía con la cabeza, mientras al frente los militares seguían en su desfile, ahora arrojando bengalas y bombas de humo que hacían que la cárcel, desde lejos, pareciera un escenario en preparativos para recibir a una banda de rock. Mandinga se puso de pie y volteó. Por fin dedicó una mirada a sus compañeros, sonrió un poco y se dirigió a ellos:
—Escuchen bien, hijueputas. Ya estoy cansado de que nos jodan. Sus cuerpos han sido tomados por varios muertos que andaban penando, yo se los bajé y los puse a trabajar. Este es un acto de doble liberación: cuando terminemos estaremos libres nosotros y ellos podrán dejarlos para escalar tranquilos y liberarse también. Pónganse de pie y vamos por esos cabrones.
Todos se pararon e intentaron formarse, pero algunos estaban tan torcidos y caminaban de forma tan torpe, que no pudieron alinearse. Sólo siguieron a Mandinga que caminaba sereno hasta la puerta del pabellón. De una patada abrió la puerta e hizo una seña que todos entendieron. En cambote salieron los presos y le dieron cara a los militares.

5
Fulgencio se sentía seguro debajo de su máscara de gas, con el pecho y las piernas abrazadas por los protectores antibalas de color negro. A veces recordaba que Roxana, la puta esa, la maldita que lo había jodido de esa forma tan fea, siempre le decía que parecía un Robocop del subdesarrollo cuando usaba los implementos de batalla. Arrecho, Fulgencio le preguntó un día por qué se refería a los venezolanos de esa forma, por qué el desprecio y la ofensa. Roxana le recordó que los militares como él no participaban de grandes batallas, sino de cosas nimias: “Ustedes no pelean con nadie, los mandan a controlar metaleros en conciertos que se salen de control, los ponen a pelear con presos o a echarle gas a unos carajitos protestando”. Fulgencio se sorprendió a sí mismo apretando más fuerte su fusil y cerrando con rabia la boca, haciendo chocar sus dientes y creando un leve eco dentro de su máscara. Sus cavilaciones fueron interrumpidas cuando vio a los presos salir de la cárcel, esforzándose por caminar en línea recta, fracasando en el intento.
—¡Alto! ¡Alto! —se escuchó por el radio la voz del General Becerra—. ¿Qué mierda es esa?
—No sé, mi General —respondió Fulgencio, quien detuvo su marcha e hizo parar a su tropa para poder responder el radio.
—Esos no son presos…
—No, mi General. Parecen como… no sé… ¿qué es lo que tienen en la boca y los ojos? —preguntó Fulgencio, quien estaba absorto detrás del plástico de su máscara, mirando a la marcha de los internos que se acercaban a ellos con los ojos saltones y la boca rota, con chorros de una sangre negruzca saliendo de sus bocas.
—Me sabe a mierda. Qué se jodan. Escuchen todos: apunten y disparen.
Unos ciento veinte fusiles fueron disparados al mismo tiempo. Algunos internos cayeron al suelo, pero la mayoría sólo se tambaleaba por los impactos de bala, que dejaban agujeros en sus torsos y rostros. Los caídos se levantaban casi de inmediato y seguían caminando hacia el frente. A pesar de que Becerra ordenó que siguieran disparando, algunos oficiales dejaron de hacerlo, soltaron sus fusiles y comenzaron a persignarse. “Son muertos”, gritó un soldado mientras corría hacia afuera de la cárcel, dejando en el suelo su arma y su máscara. Fulgencio miró a los lados y vio que su tropa estaba detenida, absorta, también había oficiales encomendándose al cielo. A los pocos segundos, empezaron a desertar y a seguir al que huyó primero.
Mientras veía a buena parte de su tropa huir, Fulgencio escuchó los gritos. Los presos se habían lanzado encima de los oficiales que disparaban sus armas sin resultados. Los internos tomaban a los soldados con las manos, le torcían los brazos haciéndoles soltar sus fusiles y luego les apretaban la cabeza, hundía sus dedos en los ojos y justo cuando empezaban a gritar, les mordían la frente y se quedaban sobre ellos unos segundos hasta que los soltaban y caían al piso. Luego se levantaban morados y con la cara cubierta de la sangre negra, miraban a los lados unos segundos para orientarse y se iban a atacar a sus compañeros de armas. Fulgencio no pudo evitar retroceder frente a aquello, le dio miedo, su corazón se aceleró y en la cabecita del güevo se asomaban algunas gotas de orina. No pasaron ni tres minutos cuando se notaba que ya casi no quedaban oficiales. A Becerra lo tomaron varios de su misma tropa; lo mordieron tanto y por todo el cuerpo, que cuando lo soltaron y cayó al piso, de su cuerpo sólo quedaban retazos y pedazos de cerebro que pronto fueron espachurrados por las pisadas de sus atacantes que miraban alrededor buscando a otros a los cuales morder. Fulgencio tuvo la sagacidad de treparse sobre unos de los puestos de vigilancia. Arriba, en la torre, encontró una cobija y unas viandas vacías. Pensó que eran de los guardias que ocupaban ese puesto; se cubrió con la cobija y se recostó sobre una esquina. Sintió que la pared lo protegía más.
Mandinga salió por fin de la cárcel, caminó por el patio con la seguridad que tienen los directores de una horda cuando saben que no serán atacados por ella. Se dirigió a la reja y evaluó el perímetro. Todavía quedaban reductos del gas lacrimógeno, algunos zapatos de periodistas y familiares, que los habían perdido durante la huida. “Mira, ahí viene uno”, se dejó oír una voz femenina que se escuchaba distante. Fue cuando Mandinga supo que las mujeres estaban escondidas. Consideró que algún periodista también debía estar agazapado por ahí, grabándolo todo. Se sintió observado y empezó a exhibirse. Se dio media vuelta hacia el patio y contempló a su ejército que ya no combatía con nadie: todos se miraban y olían entre ellos, se gruñían al reconocerse y algunos forcejeaban. Tomó aire y gritó:
—Hacia allá. Vamos por la ciudad.
Su ejército rió, algunos aullaron y gritaron, otros se golpearon el pecho como orangutanes excitados. Mandinga se volteó y señaló hacia el frente, gritó y comenzó a correr. Todos le siguieron, estaban más fuertes y corrían con pleno dominio de sus extremidades. Las mujeres salieron de sus escondites y aplaudieron. La puntera gritó: “Esos son nuestros maricos, coño”, y todas entraron en éxtasis y echaron a correr tras el ejército. En el cielo azul, unas nubes blancas como la mirada de un ciego se partían en dos con la salida del sol.
Estaba amaneciendo.

6
Los rayos de sol se colaban sobre la baranda del puesto de vigilancia. Fulgencio se puso de pie y se asomó con un poco de miedo. El patio estaba cubierto de sangre y cerebro, pedazos de piel y algunos huesos, restos de ropa y máscaras antigás, fusiles y protectores de piernas y brazos. Se sintió triste al ver una mancha más grande que las otras, cubierta por una nube de moscas que giraban sobre los restos de lo que sabía era Becerra. Bajó por las escaleras hacia el patio, cuando escuchó el crujir de la tierra bajo sus botas se sintió tranquilo. Empezó a caminar hacia la cárcel. Entonces escuchó una especie de gruñido. Cada vez que Roxana llegaba al orgasmo no gritaba, gruñía como una perra cuando alguien acaricia a su ama; a Fulgencio más que cogérsela, le gustaba el final, escuchar el gruñido y sentirse feliz entre sus piernas. Dos presos tomaron a Fulgencio por el cuello, al voltearlo se dio cuenta de que no eran presos sino oficiales, incluso adivinó a un par de miembros de su tropa. Sonrieron y lo agarraron de la cabeza, le sorprendió que no estaba asustado y que ya no pensaba en ellos ni en Becerra ni en los pranes ni en el país de jodedores, solo pensaba en Roxana, esa carajita puta, la bella maldita que lo jodió de esa forma tan fea: Lamento mucho no haber arreglado las cosas con ella, o al menos habernos acostado una última vez, un último gruñido que pudiera llevarme a la eternidad, fue lo último que pensó Fulgencio, justo cuando sentía que le hundían los dientes en la frente y comenzaban a aspirarlo.


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