Lo primero fueron las voces. O unos susurros, más bien. Eso, un murmullo apagado, constante, ininteligible. Cercano al tinnitus pero con aún mayor volumen. Era algo, además. que no venía de afuera sino del interior. De muy adentro. Y también lo primero, junto con las voces, fue también el miedo. El vértigo que antecede a la locura. O que acaso es ya la primera instancia de la demencia. Porque quien oye voces, las entienda o no, se asoma súbitamente en el abismo de la psicosis, con los dedos de los pies desnudos crispándose ante el aire gélido del vacío. ¿Sería aquello un fantasma? Sin duda, se trataba una presencia que nos hablaba desde la ausencia. ¿O más bien se trataría de un demonio que sin querer habíamos invocado y se nos había instalado como un homúnculo en lo más hondo del cerebelo? Aseguran los realianos –lo habíamos estado conversando recientemente mientras bebíamos litros de café– que su amado líder Raël simplemente recibió un dictado por parte de los Elohim. Fueron los extraterrestres quienes le giraron telepáticamente las instrucciones al nuevo mesías de lo que tenía que decir y hacer. Y así se fundó la nueva religión, y ahora solamente quienes crean en ella serán clonados y tendrán derecho a la vida eterna en otro planeta, el de nuestros creadores espaciales.
Bueno, a lo mejor estos no eran los Elohim, sino los de la competencia.
Lo segundo fue la comprensión. Ya no solamente oíamos las voces sino que las entendíamos. Si bien eran voces de otro mundo y otro espacio, nos comenzaron a sonar misteriosamente familiares. Y las voces giraban instrucciones, dictaban coordenadas, nos inducían a un aprendizaje trepidante, similar al que le atribuyen al método israelí para aprender otras lenguas. Nos quedábamos en trance, escuchábamos la voz, y de pronto sabíamos lo que había que hacer. Sabíamos perfectamente cómo ejecutar labores que jamás en la vida habíamos siquiera imaginado. En un punto estábamos listos. Y a pesar de que no habíamos hablado durante meses y en ningún instante habíamos mencionado lo de estar escuchando voces, nos comunicamos en esa única oportunidad para sostener el siguiente diálogo:
–Ya yo estoy listo. Voy saliendo.
–Yo también, nos vemos allá.
Lo dejamos todo atrás y emprendimos rumbo hacia la dirección indicada, con todos los materiales que la voz había enlistado una y otra vez para cerciorarse de que no faltara nada. Nos dirigimos a las coordenadas que la voz insistentemente había dictado y donde todo tendría lugar a partir de ahora.
Llegamos finalmente al hotel. Remoto, monumental, fantasmal, desierto. Perdido al final de una angosta carretera entre las montañas. Y aunque jamás habíamos estado en él, lo reconocimos de inmediato. Quizás por su laberinto en el jardín. Tal vez por el dibujo de la alfombra, por sus variaciones de naranja, café y rojo. Podía ser, quién sabe, algo peculiarmente familiar en sus pasillos, como si uno ya los hubiera recorrido de niño subido en un triciclo.
Acomodamos todo en su lugar. Ocupamos nuestros puestos detrás de la recepción y pronto comenzaron a llegar los huéspedes. Les entregamos la llave de su habitación les indicamos dónde quedaba el bar. Un abrazo solidario, por supuesto, y nuestro agradecimiento por haber venido.
No hacía falta más. Igual ya nunca saldrían de aquí. Algunos de ellos ya lo intuían, la mayoría lo sabría a la vuelta de unos días. De ese hospedaje no se escapaba jamás. O en caso de llegar a salir alguna vez sería convertidos en otra cosa. Siendo otros muy distintos. Transformados irreversiblemente en criaturas que no tendrían ningún sentido ni cabida en otro espacio del mundo, a excepción de este hotel.
Bienvenidos sean al reino de la soledad, el aislamiento, el confinamiento. A los laberintos físicos, mentales y del espíritu. Bienvenidos al lugar donde habita lo siniestro, el hogar de la inquietante extrañeza, ahí donde nos topamos con la versión más perturbadora de nosotros mismos. Y no tenemos otra opción que sumergimos en ella.
Pasen adelante, este es el Hotel Overlook Chang.
José Urriola y Fedosy Santaella / Concierges.