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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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Hotel Masada

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Por Liliana Lara




There are chords in the hearts of the most reckless which cannot be touched without emotion.
E.A.Poe



A lo largo de los últimos años y luego de varios intentos de salida, se había retornado otra vez a la cuarentena y al encierro. El gobierno hablaba de la peste como de un ejército enemigo al que había que vencer a fuerza de soledad y desinfectantes. Exigía clausura e higiene. Fumigaba, amenazaba, amonestaba, perseguía. Pero el enemigo invisible resurgía una y otra vez, desde los más inesperados rincones, para aposentarse en las vías respiratorias y los pulmones de miles de personas, sin vacuna posible y dejando infinidad de bajas y hospitales colapsados.

Pronto la gente comprendió que la muerte siempre ganaría la batalla, por eso muchos abandonaron el encierro y se lanzaron a la calle a vivir sus últimos días plenos de lujos. Entraron como hordas bárbaras a centros comerciales fantasmales, saquearon y se llevaron todo lo que pudieron. De nada valían alarmas o fuerzas policiales, rejas eléctricas o sistemas computarizados. Mientras, el ejército estaba en las fronteras y no se podía ocupar de lo que pasaba en las calles. El bululú dichoso, con esa felicidad de quien no tiene ni pasado ni futuro, se abalanzó sobre zapatos y bisutería, ropas y neveras, carteras y televisores. A las casas más pobres apenas se podía entrar sin llevarse por el medio una consola, un dron, una palada de champiñones.Dicen que a los más osados la muerte los encontró en el interior de un carro lujoso, con el vientre repleto de alcohol caro y chocolate suizo, envueltos en pieles demasiado costosas, demasiado calientes, colmados de gadgets y zapatos de marca.

Los cuerpos, por supuesto, se dejaron de contar y de enterrar, y a la peste se sumaron nuevas pestes.

Sin embargo, a pesar del desafuero externo, todavía quedaban reductos de prudencia y encierro. Sobre todo en las zonas de clase alta, donde a la gente no le hacía falta saquear ninguna tienda y, además, sabía que de nada valía la opulencia si no venía aliñada con el tiempo necesario para vivirla. No en vano habían pasado tantas privaciones alimenticias con el fin de detener las grasas en la sangre, que a fin de cuentas aceleraban los procesos de decadencia del cuerpo y conllevaban a la muerte con igual violencia que aquel virus. No en vano se habían esforzado en mantener un cuerpo atemporal que les permitiera alcanzar una vida longeva y activa. No en vano se habían comprado relojes negros como el ébano que desde las muñecas hidratadas les contaban latidos, les medían la presión arterial, les estremecían cuando se estaban sobrepasando con el azúcar o las harinas, les indicaban cuando debían dejarlo todo de lado para ir a meditar o a tomar agua. No se iban a dejar vencer ahora por una simple peste, luego de tantos años de dedicación a sus cuerpos y la batalla casi ganada a la vejez. Encerrados y meticulosos, vivían casi como si afuera no ocurriera nada. Esperaban, eso sí, una vacuna que no dudaban llegaría a ellos en primer lugar. 

El reloj de ébano de Ephraim Meltzer daba campanadas tan agudas que era imposible que no fuesen escuchadas por los otros amigos con los que había decidido emprender el encierro. Beni le había sugerido bajarle el tono, pero Ephraim se escudaba aludiendo a algún defecto de fabricación que no había podido solucionar antes de que todo comenzara. Era imposible acallar las campanadas que anunciaban que llegaba el momento de la meditación diaria, o el minuto justo de tomar un vaso de agua para mantener la hidratación y evitar el apergaminamiento de la piel. Todo se detenía ante la insistencia electrónica de aquellas campanadas. Así, los otros habitantes de la casa tuvieron que adaptarse a los horarios de Ephraim, tomar agua y meditar a su ritmo y no al de sus propios relojes de ébano.

Los otros habitantes de la casa no eran más que un par de amigos de los tiempos universitarios a los que había invitado a hacer reclusión en su apartamento en un edificio de antiguo abolengo en el centro de Tel – aviv. No quería estar solo en el encierro porque tenía miedo de aquellas otras campanadas que no provenían de su reloj sino de su cerebro cuando se encontraba aislado. Ambos amigos estaban divorciados por enésima vez o quizás habían abandonado o perdido a mujeres e hijos, esto no estaba claro, pero lo cierto es que a su vez también se encontraban solos y vieron en la invitación de Ephraim una oportunidad de repetir aquellos días de juventud – de la verdadera juventud y no de ésta que a mediado de los cuarenta se imponían con dietas, relojes y cápsulas- en la que habían vividos juntos en un apartamento mínimo cerca del mar. Ephraim también estaba solo, desde que su segunda mujer había alzado el vuelo. Mariana, la venezolana, se había casado con él más por obtener la nacionalidad que por otra cosa. Con la plata que le había sacado había montado un quiosco de empanadas en un mercado turístico. Para no pensar en ella, se había empeñado en invitar a sus amigos.

Itzik se trajo la consola y la marihuana. Beni, las botellas de vodka de la marca barata que tomaban en aquellos tiempos de la universidad. Pero Ephraim y su reloj de ébano en la muñeca se habían negado a tales desafueros.

—Pero Efi… —quiso quejarse Beni.
—¡Ephraim! —lo interrumpió Ephraim, ya cansado de pedirle a sus amigos que no lo llamaran por su apócope. Efi le sonaba a personaje de Plaza Sésamo, en cambio Ephraim era tantas otras cosas. Efraim florecía como un ave, como una flor, como un año de buena suerte.   Doblemente fructífero, como el patriarca. Próspero.

Itzik y Beni, instalados en sus propios apócopes desde siempre, se miraron las caras y se preguntaron telepáticamente si no habría sido un error decidir pasar la cuarentena en la casa de este viejo amigo.

—Ok —concedió finalmente Ephraim —, pero sólo los fines de semana.

No quedaba claro si se refería al apócope o a la hierba.

Así, los fines de semana fueron barrancos de vodka barata, hierba de la buena y PlayStation. Mientras que de domingos a jueves se dedicaban al Pilates, al elipitical trainer, a la comida vegana y a los diversos proyectos high-teck en los que habían comenzado a trabajar juntos y los que florecían sin pausa en aquellos días en que la única posibilidad de vida era digital. Vivían en una burbuja dentro de una burbuja, llenando sus cuentas bancarias, jugando, bebiendo y haciendo ejercicios hasta el espasmo, hasta que la peste arreció con mayor fuerza, la calle se incendió de vandalismo y muertos, las provisiones escasearon.

Entonces Ephraim expuso el plan que se le había estado armando en el cerebro, sobre todo cuando su reloj de ébano lo sacaba del tiempo de su apartamento y lo metía en ese otro espacio que era la meditación. En especial durante los fines de semana, en los que la meditación venía rociada por el vodka barato y el Call of Duty, a pesar de las campanadas estridentes, ya demenciales, con las que su reloj de ébano pretendía advertirle sobre sus valores vitales sobrepasados.  Y sí, así lo había visto, como “un llamado del deber”: sacar a mil personas, entre hombres y mujeres, de aquella ciudad derrotada y llevarlos a una especie de abadía fortificada, lejos de la pestilencia que para ese entonces no tenía ningún freno y era sobre todo moral, en su opinión. Hacer un encierro colectivo y comenzar una nueva civilización con los hombres y mujeres que se habían mantenido incólumes, apartados de la peste, en inmaculada cuarentena: sus vecinos o los de algún otro barrio de clase alta. Itzik y Beni estuvieron de acuerdo, desde hacía meses vivían según las campanadas de Ephraim. Primero las de su reloj, luego las de su cerebro. De alguna manera también las escuchaban, sentados frente a laptops paralelas en el balcón lleno de cactus, en atardeceres naranja y particularmente callados. Imaginando el mar detrás de todo aquello, cerca del cual habían vivido cuando tenían veinte años.

El lugar para llevar a toda esa gente era un regalo que les ofrecía la historia y la misma geografía en la que se encontraban: Masada, esa meseta en el desierto de Judea, frente al mar Muerto, donde estaban los restos de una vieja y enorme fortaleza construida por Herodes. Ephraim había subido allí varias veces, algunas veces con amigos que venían de otros países, entonces había subido en el teleférico que ahora ya no estaba funcionando porque el lugar, junto al café y a la venta de souvenirs que quedaba abajo, había cerrado cuando todo había comenzado. También había subido a pie en dos oportunidades: en el año de su Bar Mitva y cuando finalizó el ejército. Ahora se encontraba en perfecta forma para subir nuevamente a pie aquellos seiscientos metros empinados. Y los hombres y mujeres que elegiría también podrían hacerlo. En caso contrario, que se quedaran abajo y ya. Subir a Masada sería la prueba para saber si quienes pretendían instalarse allí estaban preparados física y anímicamente. Es más, subir a Masada siempre había sido una prueba en ciertos momentos cruciales de la vida y muchos de ellos seguramente ya la habían pasado. Esto no sería más que repetirla.

Dos cajas de vodka, pero esta vez Napoleón. Itzik y Beni aplaudieron. ¿Por qué seguir con el vodka barato si ahora podían darse ese y muchos otros tantos lujos? Las trajo un árabe acalorado, por la máscara y el overol de protección, que les relató lo difícil que se le había hecho atravesar la ciudad llena de moscas. Le dieron una botella de propina y le pidieron que les contara con más detalles la situación de la calle. Los noticieros hacía rato habían dejado de informar y a los relatores alternativos que aparecían espontáneamente en la red poco se les podía creer. Contó horrores mientras bebía desenfrenadamente, obviando que su religión se lo impedía. Prometió fotos a cambio de otra botella. Lo despacharon rápidamente y comenzaron a estudiar en la terraza, a la hora de la luz naranja y con mucho vodka a pesar de no ser fin de semana. Terminaron cantando aquella canción infantil sobre la abuela de Epharim y sus patos, pero con un plan muy firme.

Masada era la salvación. Aprovecharían lo que ya estaba: acueductos, cisternas, almacenes, mikves, palacios, piscinas, fosas, pisos bizantinos, columbarios. Repararían, reconstruirían, y finalmente construirían lo que faltase. El problema del agua en medio de tal desierto lo solucionarían como lo habían solucionado todos los antiguos pobladores de aquella meseta fortificada: con un sistema de tuberías que traería el agua desde presas situadas en valles cercanos. Reconstruirían las tuberías, siguiendo las indicaciones de los libros y los vestigios de las propias ruinas. Las cisternas podían almacenar cuarenta mil metros cúbicos, decían. A los judíos rebeldes que tomaron Masada huyendo de los romanos les había alcanzado. Aunque es cierto que la historia contaba de alguna que otra lluvia milagrosa en aquel desierto.

Presentaron el proyecto de Masada como un hotel. ¿Un hotel boutique sobre las ruinas reconstruidas de un lugar simbólico de la resistencia? ¿Por qué no? Resistirían. Vivirían allí hasta que todo pase. Un año, máximo tres. ¿Cuánto tiempo puede dar vueltas un virus? ¿Cuántas veces puede mutar sin que se le consiga cura? La ciudad, además, ya era un completo caos. A falta de tiendas y alimentos, la gente había comenzado a saquear las casas ricas del norte. El Medio Oriente era un infierno, además, desde países vecinos venían caravanas de enfermos hambrientos, según decían, llenos de un odio ancestral, con intención de cruzar las fronteras y llegar a la mismísima Jerusalén. El ejército estaba diezmado.

¿Un hotel boutique que los mismos huéspedes deben construir? ¿Por qué no? Una nueva forma de kibutz, tal vez. Eso: terminaron presentando el proyecto como un kibutz y allí sí aparecieron más interesados. Los elegidos no fueron mil, como Ephraim hubiese querido, sino unas treinta personas, entre viejos amigos y vecinos. Los demás no habían podido ser elegidos porque no todos habían pasado los test de salud, pocos se creían capaces de subir a pie a Masada, a otros no les convencía el lugar porque recordaban el final de aquel grupo de judíos sitiados por los romanos. Había sido uno de los primeros suicidios colectivos de la historia, le había escrito Mariana, su ex, con su hebreo lleno de errores ortográficos. Él no siguió insistiéndole pues era mejor que no viniera. Sin embargo, vino como un pájaro de mal agüero.


Antes de iniciar el viaje, había organizado comisiones a través de mensajes telefónicos grupales: alimentación, energía, agua, entretenimiento. A la mayoría nunca los había visto en carne y hueso, sólo a través de llamadas de videos o videoconferencia, pero estaban tan organizados como un ejército que comparte día y noche el mismo espacio. Ephraim apenas comía o dormía, día y noche conectado con su tribu virtual. La mente siempre efervescente, las campanadas acallándolo todo. Beni estaba borracho todo el tiempo, iba y venía por el apartamento, chocando con todo. Itzik organizaba bastimentos que el árabe, el mismo de la primera vez, le traía constantemente en su bicicleta del mercado negro, atravesando las moscas, decía. Una vez quiso saber qué harían con tantas cosas, qué planeaban. Beni le contó brevemente, con la lengua un tanto trabada, y el árabe imploró que lo llevaran, por favor. No quería quedarse en el pandemónium. Dejarlo implicaría dejar un cabo suelto, así que lo aceptaron, no sin antes pedirle que se hiciera la prueba de salud, que salió negativa, claro. No tenía la peste a pesar de pasar día y noche llevando pedidos en su bicicleta. 

Llegaron a la zona en sus propios carros, luego de cruzar un sinfín de devastaciones. Subieron por la ladera empinada sin ninguna dificultad. Durante los años de cuarentena no habían parado de hacer ejercicios y alimentarse correctamente de modo que estaban en forma. Algunos eran muy jóvenes y hacía poco habían subido esa misma ladera con algún pelotón del ejército. Mariana nunca había subido a Masada a pie, pero decía que venía de algo peor que una guerra, que no había pandemia ni montaña que la amilanara. No más oírla comenzar con esa cantaleta, Ephraim se alejó de ella lo más que pudo. Se ubicó en la punta de la caravana, junto a Itzik y a Beni, y se sintió como un patriarca seguido por tanta gente que confiaba, sudaba y caminaba sin mirar atrás. Su tribu. Ephraim, el patriarca y no Efi, el de la foto en el famoso libro infantil. No era el de “¿Dónde está Efi?”, sino Ephraim, aunque su mente se perdiera entre la multitud que lo seguía y el desamparo de seguir escuchando campanadas, aún acompañado. ¿Será que siempre había estado perdido? ¿Entre muchos, pero solo? La sola presencia de Mariana, con su figura morena y sus cantaletas, le recordaba todos sus fracasos. ¿Cómo pudo aceptar que viniera?

Los primeros días fueron de asentamiento y reconstrucción. El trabajo pesado del día era recompensado por una noche extremadamente estrellada y por la felicidad de estar al aire libre y junto a otras personas. Eran treinta, tal vez un poco más, tal vez un poco menos. Ephraim los había dejado de contar hace rato. Lo cierto es que eran mucho más de la cantidad de personas que había visto juntas en los últimos años. Ya no recordaba cuántos años habían pasado desde que se había desatado el virus. Tal vez había sido un solo año muy largo, con estaciones repetidas. Pero aquella noche algo en su sangre se retorcía de contento no más de estar finalmente entre tanta gente, sin máscara ni overol, sin miedo.

Tenían una planta eléctrica que funcionaba con querosén, pero pronto un grupo comenzó a armar paneles solares. El sol de día era implacable y el frío en la noche cortaba la piel. Las pieles, en la noche, se calentaban las unas a las otras. No había otra manera de pasar el frío del desierto a esa altura. Poblarán la tierra finalmente, se decía Ephraim, ajeno a todo, como quien mira una película, abrazado tan solo a su botella de vodka.

Al tercer día Mariana comenzó a dar las primeras señales de la enfermedad, lo cual indicaba que el mal se había alojado en su cuerpo desde hacía por lo menos dos semanas antes y había estado infectando a cada persona con la que se había topado. ¿Cómo había logrado pasar la prueba de salud? ¿Acaso la había falsificado de alguna manera? Era venezolana, venía de algo peor que una guerra, había dicho. Ephraim no quiso pensar más en ella si no en el virus que ya reinaba en Masada. Luego también otro de los hombres, un ingeniero en telecomunicaciones que apenas había comenzado a trabajar en su proyecto de wifi rural, comenzó a manifestar los síntomas. Un pánico silencioso recorrió todos los recintos de piedra, y las cisternas, y los palacios, y el columbario. Los comentarios se repetían, como en sordina, como un grito con la boca tapada.

Su reloj de ébano encendió una alarma: ¿la tensión? ¿la hidratación? ¿el exceso de harina?. El miedo, sí. Campanadas en su muñeca, campanadas en su cabeza. Llamó a Beni y a Itzik, en medio de su constante furor etílico de los últimos días, y los puso al tanto. Dio las instrucciones a algunos de los hombres: que cada jefe de grupo, de aquellos grupos que se habían ido armando espontáneamente como si de pequeñas familias se tratara, mate a los que tiene a su mando y luego se suicide, como hicieron hace mil años aquellos judíos rebeldes cuando comprendieron que los romanos habían construido una rampa para llegar a Masada y asesinarlos. Los romanos los habían sitiado durante años, pero nunca los habían realmente alcanzado. No nos alcanzará la peste. Los hombres lo miraron llenos de miedo.

¿Me matarás, Efi? – preguntó Beni, arrastrando la lengua pesadamente en la fosa de su boca alcoholizada. Le acercó la botella y bebieron toda la noche, sentados hombro con hombro mientras miraban el mar tan muerto, a lo lejos. En la madrugada, entre el escándalo de su muñeca y de su sien, lo mataría. Luego a Itzik y al árabe. Finalmente se suicidaría.

A Mariana la dejaría viva para que fuese la peste quien se encargara de ella.





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