César E. Oropeza
38 grados en la sombra y yo de traje y corbata
“Inscripciones abiertas”. No se habían cuidado mucho de la escogencia del soporte que usaron para hacer el cartel, y el salitre había hecho estragos sobre el material. Sin embargo, la impecable caligrafía del viejo Profesor Aristide le daba cierto aire académico a todo el asunto de planchas de zinc, tablas de comprimido y gallinas sueltas. “Entrevistas hoy”. Entré.
38 grados en la sombra y yo de traje y corbata.
En el pegostoso calor de la mañana pude oler a los otros tipos. Tufos de mar y de cervezas tempranas. Aires de dormidos y baños “con tobito”. Entre todos los presentes, que eran más de 10, no lograrían reunir un set de dientes completo. No supe en ese momento si llevar zapatos pulidos a la entrevista representaría para mi ninguna ventaja, pero sin duda el tener mis dientes completos resultaría un factor decisivo en cualquier proceso de selección.
En este desfile de mendigos tenía yo todas las de ganar. Sentí un poco de grima al pensar que se me mediría contra un montón de marginales, que más que a una casa de estudios, deberían aplicar a un programa para rehabilitar piedreros. A pesar de saber que estaba en el lugar indicado, caí en la tentación de chequear nuevamente la dirección. Es un reflejo, tan idiota como el de ver el reloj cada cinco minutos cuando sabes que sólo han pasado cinco minutos.
“Escuela para Zombies” decía el Flyer. Tenía dibujado en la parte superior izquierda una síntesis gráfica de un muñequito vudú. El muñequito tenía pintada una sonrisa feliz y, por ojitos, dos crucecitas. Parecía no molestarle el alfiler clavado en la boca del estómago. Me hizo gracia. Tanta que casi comienzo a llorar.
“¡Húyale a los problemas de la vida cotidiana acabando con su vida y también con su cotidianidad! Únase a nuestro programa intensivo de reeducación en la ESCUELA PARA ZOMBIES y comience hoy mismo a disfrutar de las bondades de un mercado profesional en franca expansión, con gran demanda y con amplias posibilidades de lucro.
¡Olvídese de ganarse la vida cuando puede ganarse la muerte!”
Soy lo suficientemente estirado como para aguantarme y no sudar, pero debí admitir que necesitaba sentarme. Apreté un poco más el nudo de mi corbata. Solté los botones de mi chaqueta y me dispuse a abrirme algo de espacio entre los asientos. Protegiendo mis manos con un pañuelo desechable (siempre llevo algunos conmigo), le di un empujoncito a una vieja que parecía haberse quedado dormida sobre la banqueta. Al moverla pude sentir que su piel estaba fresca entre tanto sopor.
“Creo que esta señora está muerta”, dije en voz alta. Silencio.
“¿Les molesta si tomo su número?”. El caballero que tenía el hombro de la camisa manchada con un buchecito ácido, hizo un gesto que interpreté como afirmativo. Más tarde comprendería que ese gesto fue sólo un conato de vómito.
Tomé el número de las manos retorcidas por el rigor mortis y dije “Gracias”. La mujer podría estar muerta, pero después de todo seguía siendo una dama.
Me senté.
Uno a uno, fueron pasando. Dando tumbos y con andares trastabillosos, para salir luego a los pocos minutos con un amasijo de hojas de plátano entre las manos. El proceso era rápido y fluido. Así que supe que pronto sería mi turno. Me dio tiempo suficiente para analizar la escena y me divirtió mucho pensar que estos miserables quisieran unirse a una escuela para zombies. Después de todo, aquella antesala parecía la del casting de “La noche de los muertos vivientes”. Malditos autodidactas.
Cómalo mientras aún está vivo
“¡Siguiente!”, dijo aquel negro anciano que era Profesor Aristide en lo que podría catalogarse de castellano con patois. Me levanté y cerré los dos botones más altos de mi chaqueta. Entré.
“Siéntese donde quiera”, me dijo el Profesor. Noté que no había ninguna silla. “Norwegian Wood”, pensé. Arrimé una gran lata de manteca hacia el escritorio. Tomé otro de los pañuelos desechables y lo puse sobre ésta, más para proteger mis pantalones que para protegerme el culo.
“Discúlpeme un momento”, dijo el viejo. Sus ojos lloraban una sustancia lechosa que le corría espesamente sobre las brillantes mejillas color chocolate. El Profesor trazaba con mucho cuidado una figura sobre el papel.
Desvié mi atención hacia la biblioteca del fondo. Hileras de viejos volúmenes y carpetas se intercalaban con algunos frascos. En ellos: huevos en conserva y pepinillos en vinagre, una mano humana, trece cajitas de madera cada una con un nombre que reconocí como los meses del año, un calendario de hace siete años.
“Ya… ¡Mire!”, dijo el viejo entregándome una inmaculada hoja de papel bond tamaño A4 con la figura que había dibujado. La tome y la miré. En ella podía verse un dibujo más que ingenuo, infantil. Pude reconocer el estilo del dibujo, similar al del Flyer. Era un culo peludo.
“¿Qué le parece?”, preguntó. Yo, levantando la mirada del papel, sólo pude esbozar una sonrisa. Sinceramente me hizo gracia
“Buenos dientes”, dijo y extendió su mano para recibir la hoja de vuelta. Al entregársela, con una habilidad felina, el profesor se las apañó para halar la hoja de tal manera que me rasgara la piel. No sentí nada al principio pero al verme la palma de la mano algo increíble sucedió. Una perfecta línea recta de color carmín se abrió en mi mano y comenzó a sangrar.
El negro tomó mi mano y con violencia restregó la sangre sobre la hoja de papel y el culo peludo, mientras decía con sus ojos mórbidos “¡Así!… ¡así!”. No pude siquiera emitir sonido. Estaba pasmado del asco y del dolor.
“Listo… Puede irse”, dijo el Profesor.
Aún abismado por el salvajismo de la situación y pensando en una posible infección, sólo atiné a preguntar: “¿Y la entrevista?”.
“Esa fue”, dijo el viejo mientras sacaba de una cava de anime un pequeño tamal envuelto en hojas de plátano y atado con hilo de cocina.
Tratando de parar la hemorragia de una mano con la otra (se me habían acabado los pañuelos desechables) rechacé el tamal. El viejo insistió y lo puso en mi mano ensangrentada diciendo:
“Cómalo mientras aún está vivo… ¡Ahora lárguese!”, dijo.
“¿Y cuándo sabré los resultados?”, pregunte francamente asqueado.
“Muy pronto se los haremos saber… ¡Siguiente!”
Negro cero y plena consciencia
Camino a casa, el tamal se movió con pequeños espasmos sobre mi mano y dentro del paquete de plátano. Pude sentir como la herida dejó de arder para luego desaparecer como de milagro y sin dejar huella. No así lo harían las manchas en mi traje y camisa. Para hacer desaparecer ésas, tendría que sobornar al chino de la lavandería.
Armado de valor, cubiertos y un par de tijeras de cocina corté las ataduras del tamal. Abrí los pliegues de las hojas con la esperanza de que cualquier cosa que fuera la que estuviera adentro lograra escapar. No lo hizo. Era como un pequeño sapo pálido y de ojos muy negros y chicos como huevas de caviar. Con respiraciones rápidas pareció aguantar que yo lo cortara y comiera bocado a bocado. Lo comí de buena gana y por completo. Debo admitir que estaba bueno. Tal vez le faltaba algo de sal.
Suelo cenar ligero, así que no hizo falta nada más para saciar mi apetito de esa noche. Cayéndome del sueño, lavé y sequé con cuidado la loza que usé y dispuse de los desperdicios del día, dejando todo a punto para prepararme la cama. Es lo último que recuerdo.
Sin aviso y de coñazo vino el apagón. Negro cero y plena consciencia. Fue desagradable como despertar. Desesperadamente lúcido y sin resaca. Inmóvil pude escuchar sus llantos y me sonaron encajonados. Afuera mis pocos familiares y algunos falsos amigos soltaron lágrimas improvisadas deseando irse rápido a emborracharse. Pude escuchar las palabras monócromas y acompasadas del cura y el sonido de las flores caer sobre la madera. Luego pude sentir el cambio de presión cuando por fin quedé completamente tapiado bajo el peso de la tierra.
Pasé mi mano por la chaqueta y noté que, si bien me habían enterrado con el traje que yo mismo habría escogido, no se habían molestado en ponerme los zapatos. Esto podía ser un problema en caso de que el Profesor Aristide viniera a exhumarme para comenzar con mi instrucción. Claro, esto en el caso de que en la entrevista haya ido todo bien. Si no era así… Bueno. No importa. Pronto sabría si había sido aceptado. Comencé a gritar.