Por Samuel González-Seijas
Veamos, son las once.
Se escucha solo el ronquido
de los aires acondicionados.
Desde las cinco, nadie
se ha atrevido a caminar.
Algún auto todavía desafía la humedad
que se oye redonda en el asfalto.
En las ventanas no asoman los vecinos.
Es la noche irreal del encierro obligado.
De un bostezo en otro se van
durmiendo las brujas, los diablos.
Acaba de pasar otro auto susurrando.
Alguien se niega a dormir,
a mojarse en los sueños,
a ignorar este silencio culposo
que se derrite en los techos.
El descanso quiere ir postergando.
Pero, ¿hasta cuándo?