Por Jesús Suárez
Aunque en el relato de Borges éste niega su condición de prisionero, acaso sea Asterión el cautivo por excelencia: narcisista, juguetón, orgulloso de su linaje y, sobre todo, extraño. El hijo de Pasífae es extraño por partida doble: para quienes lo han visto y también para quienes están leyendo el monólogo de un actor que quizás ya conocen, pero cuya identidad no les será revelada hasta las últimas líneas. Superado el golpe de efecto, entendemos la importancia de la perspectiva: la verdad histórica, al fin y al cabo, podría ser un asunto de empatía. Merced a su testimonio dramático, el monstruo deviene víctima de la plebe –que le infunde temor- y también, aunque no lo menciona, de una mente prodigiosa; aquella que concibió “una casa como no hay otra en la faz de la tierra”. ¿Cuánto hay de alegoría en este cuento? Hay quien afirma que el contexto de la Segunda Guerra Mundial es el pivote de una lectura política: Teseo obraría entonces como un nazi, asistido a su vez por una Ariadna colaboracionista; la alusión al peronismo –apenas incipiente cuando Borges concibió el relato- quedaría así descartada. No menos curioso es el íntimo anhelo de la otrora bestia por un redentor: la mitología grecolatina entronca aquí con la tradición judeocristiana, mucho más apegada –no solo en cuestiones espirituales- a lo salvífico. Poeta, filósofo, antihéroe solitario, la figura de Asterión contrasta de manera impúdica con la de Teseo, quien no pasa de ser un vulgar ejecutor. Una visión arcaica, probablemente simplista y exagerada, pero sin duda eficaz: el mundo –el de antes, el de hoy, el de mañana- no es más que el conflicto interminable entre los émulos de Asterión y Teseo.