Yo, que soy los ojos de la historia, sé que hay una grieta inmensa que nace desde los confines de la China.
Cuando el mundo era aún más incierto y el miedo era ley, nosotros los cartógrafos nos las veíamos canutas para dibujar una aproximación de la tierra por donde fuera factible trasladarse o navegar.
En las las zonas ignotas, incluyendo los océanos, a falta de mejor forma de expresión, solemos incluir algunas ilustraciones de criaturas inverosímilespara alertar al viajero que consulta nuestro mapa de que en esa franja puede haber monstruos o peligros descomunales.
“Hic sunt dracones”, aquí yacen dragones, es la fórmula convenida para advertiros a vosotros del peligro.
Latitud y longitud. Las tablas astronómicas. Los relojes para medir las tablas. Péndulos. El astrolabio. Y sobre todo saber mirar las estrellas. De todo eso me he valido.
Desde hace un mes me asalta en pesadillas el mapa de una hendedura descomunal en la ruta de la seda. En él, casi todo ha perdido los márgenes y solo los océanos conservan sus fronteras. En esa raja que desconozco, mi mano autómata dibuja un ser imposible a los ojos. Es un gusarapo letal, con una corona de espinas que no lo ennoblece. Pero engaña sobre sus malas intenciones y lo hace parecer lábil y noble cuando en realidad es victimario. Enemigo del amor carnal, mancillará todos los atlas, todas las tierras conocidas y extrañas, todos los trayectos, todos los navegantes, todas las naves, todos los pobladores que se verán circunscriptos a posponer sus besos.
Y no habrá más caricias. Habrá que guardar los cuerpos.
A veces Dios es indescifrable en su obra.