“La guardia nocturna es un ejercicio para templar el alma”. Así le decía su padre, cuando lo veía desmotivado y sin ganas de cumplir el turno de noche en la farmacia, veinte años atrás. Era todavía un muchacho, que apenas transitaba los años de la adolescencia. Al principio, comenzó acompañando al farmaceuta encargado una vez cada quince días. Poco a poco el ritmo fue aumentando, y llegó el día en que lo dejaron solo. Pasado el tiempo, la responsabilidad terminó recayendo exclusivamente en él. Tres noches a la semana, como un jodido sereno. Pero alguien tenía que hacerlo. Sobre todo en ese momento, cuando su trabajo era uno de los más importantes para la sociedad en aquella contingencia.
Desde que comenzó a agudizarse la crisis de la gasolina, decidió adoptar una rutina que le garantizara el traslado desde su casa hasta la farmacia. Vació el tanque de su scooter, y puso a resguardo el combustible en una pimpina de metal; lo trasvasaba a una botella de medio litro cada vez que el indicador del nivel del tanque avisaba que estaba por consumirse, y esa era la cantidad con la que alimentaba a su fiel y desvencijado vehículo. Aunque lo guardaba en el estacionamiento del edificio en donde vivía, eso no lo eximía de la posibilidad de que los traficantes de gasolina se la robaran, como les había ocurrido ya a varios vecinos y conocidos. Si la cosa seguía así, contemplaba la posibilidad de subir la moto a su apartamento, así fuese por las escaleras. No podía quedarse sin medio de transporte. No en esa situación.
Heredó la farmacia, en realidad. Lo suyo no fue vocacional, sino por completo comercial. El negocio estuvo en su familia desde mucho antes de que él naciera, por lo que todo lo relacionado con la farmacopea le resultaba conocido y habitual, a partir de su primera infancia. Su patio de juegos fue el local en donde tenía su sede la empresa familiar: los pasillos, el laberinto de estantes para guardar las medicinas, y el pequeño laboratorio en el cual se preparaban las fórmulas magistrales, arte que se fue perdiendo en la medida en que fue masificándose, deshumanizándose en realidad, la actividad farmacéutica. Morteros, matraces, pipetas, mecheros, tubos de ensayo y toda la parafernalia propia de esa labor, fueron sus primeros juguetes. Nunca estudió la profesión; todo su conocimiento lo adquirió de manera empírica, primero observando y luego participando como asistente de alguno de sus padres, ambos con estudios superiores y muchísimos años ejerciendo.
Por la farmacia desfiló toda una procesión de recién graduados, buscando hacer currículum. Pero ninguno duraba mucho, la verdad. Pronto, en lo que sumaban unas cuantas horas y unas cuantas guardias, buscaban empleo en alguna cadena importante, o decidían cambiar de profesión, abrumados por el rigor. El negocio familiar, para ellos, era un lugar de paso, tanto por su escasa importancia como su ubicación, en una de las zonas de la ciudad venidas a menos luego de un pasado de alcurnia. Esa farmacia era una de las pocas que todavía no habían sido fagocitadas por las cadenas que se propusieron monopolizar la actividad, convirtiendo los viejos negocios familiares en establecimientos asépticos, todos iguales, sin alma. Especies de supermercados en donde, además, se vendía medicinas. Una afrenta a la profesión, en opinión de sus padres. Mientras los números les dieran, habían decidido no claudicar ante las ofertas que les llegaban de vez en cuando, y hacer caso omiso a las visitas intimidatorias de algunos siniestros personajes que querían a toda costa hacerse de aquel fondo de comercio, y así poner su bandera en una zona de la ciudad por conquistar. Claro que cada vez era más difícil: no podían competir en precios, debido a que sus compras no eran lo suficientemente abultadas como para lograr buenos descuentos por volumen; además, la competencia inescrupulosa de las grandes los saboteaba a cada momento. Su fortaleza, su elemento diferenciador, era la atención personalizada que les brindaban a sus clientes, ya fueran fijos o eventuales. Se esmeraban en conocerlos, y darles el mejor trato posible. Solo así pudieron resistir todos esos años. Pero el tiempo no pasaba en balde, y les llegó el momento del retiro. Toda la responsabilidad del negocio recayó entonces en su único hijo. Así que en la actualidad él era el solitario integrante de la nómina. Gerente, vendedor, regente, encargado del depósito, portero y persona de limpieza, era el hombre orquesta: todo en uno.
Aunque no hubiese sido su elección, de haber tenido la oportunidad de elegir un oficio, ese trabajo no le molestaba, en líneas generales. No demandaba mucho, siendo honestos. Conocer los medicamentos, saber el orden en el que estaban almacenados, estar pendiente de los inventarios para hacer las reposiciones a tiempo, algo de contabilidad básica, y no mucho más. Aunque por ley deberían tener un farmaceuta titulado en la nómina, ese requisito no había sido comprobado por las autoridades desde hacía muchísimo tiempo, tal vez por la antigüedad del negocio. Y él tenía las capacidades, en el fondo. No existía nada que un farmaceuta graduado pudiese hacer y él no.
Lo que más le gustaba era la interacción con los parroquianos. Como le agradaba conversar, y el escaso movimiento se lo permitía, llegó a conocer muy bien a la mayoría de los clientes que lo visitaban. No eran infrecuentes las tertulias con amas de casa, muchachas de servicio, jubilados que no tenían mucho que hacer salvo buscar sus medicinas para enfermedades crónicas, y jóvenes que se iniciaban en las aventuras sexuales. Eran estos los que más le procuraban diversión: entraban con cualquier pretexto, miraban la mercancía exhibida en el mostrador que dividía el local, y si llegaba un cliente, se retiraban con disimulo, pero sin irse muy lejos, esperando una nueva oportunidad y el valor suficiente para comprar los condones que habían ido a buscar. Por supuesto que él no perdía la ocasión de divertirse a costa de ellos, y, antes de dárselos, les hacía las preguntas más inverosímiles, tipo si los necesitaban para la noche o para el día, si los querían desechables o multiuso, y otras barbaridades por el estilo. Aunque parezca inverosímil, en esos tiempos de destape y liberalidad, era notable la ignorancia y la ingenuidad de algunos; así que, luego de haber satisfecho su necesidad de tomarles el pelo, les daba una pequeña charla al respecto. Lo consideraba uno de sus servicios a la comunidad.
A veces, le gustaba jugar a ser Dios: tomaba al azar algunos paquetes de preservativos, los sacaba de sus cajas, y con una aguja de punta minúscula perforaba de lado a lado los envoltorios. Luego, los volvía a introducir en sus empaques, y los reponía en el estante, sin ningún orden especial. Alguna vez llegó a fantasear con reemplazar los blisters de Sildenafil con pastillas contra el estreñimiento, con el propósito de entregárselas a alguno de los insufribles galanes otoñales que lo visitaban solo para comprarlas, luego de alardear sobre sus innumerables conquistas, pero desechó la idea por su impracticidad. Alguna vez llegó al punto de darle placebos, de su propia producción, a ciertos clientes notoriamente hipocondríacos. Era su manera de pasar los tiempos muertos. Lo peor lo constituían las largas noches de turno. Cerca de las seis de la tarde, accionaba el interruptor que encendía el aviso de neón colocado en el techo de la edificación, que en letras rojas e intermitentes anunciaba que la farmacia estaba prestando el servicio nocturno, que se efectuaba a través de una ventanilla, provista de un timbre que permitía anunciarse. Eran esas las horas impredecibles. La fauna humana que tocaba ese timbre era variopinta, y muchas veces atroz. Podían aparecer padres ojerosos buscando antipiréticos para sus hijos menores consumidos por la fiebre, drogadictos alucinados con récipes morados a toda vista falsos, recogelatas solicitando potecitos de alcohol isopropílico. Y, más de una vez, ladronzuelos pretendiéndolo someter a punta de pistola. Pero, para esos, él tenía su escopeta morocha siempre a su lado.
Con la llegada de la pandemia, todo su mundo se trastocó. El paisaje se pobló de seres enmascarados, como si la ciudad se hubiese convertido en el set de una película distópica. Lo primero que se le agotó fueron, qué otra cosa hubiese podido ser, los geles antibacteriales, las mascarillas, y los guantes quirúrgicos. Más que paranoia, era una imposición social, y casi legal. La policía comenzaba a fiscalizar la presencia de ciudadanos en la calle; si estaban desprovistos de tapabocas, se los llevaban a algún comando para dictarles charlas inductivas sobre el peligro que corrían, de no acatar las normas estipuladas por el ministerio de la salud. Pero esas medidas no fueron suficientes. Aunque las autoridades insistían en que tenían la situación bajo control, pronto la realidad se empeñó en contradecirlas. Era imposible esconder la proliferación de la enfermedad; los hospitales comenzaron a colapsar, y ya los muertos se acumulaban en las calles. El ministerio de información optó por no volver a dar los partes con las cifras de infectados, fallecidos y recuperados, como se había hecho costumbre en todos los países del mundo atacados por el virus. Ya el tono optimista de los primeros tiempos dio paso a unas comunicaciones solemnes y sombrías, conminando a las personas a permanecer recluidas en sus casas. Pero la necesidad hacía que esas imposiciones fuesen desobedecidas por gran parte de la población, aquella que dependía de sus ingresos diarios para alimentarse, así que la cuarentena, en muchos casos, no era observada con la rigurosidad que hubiese sido necesaria. Era obvio que la situación se había salido de control.
Un día, todos los medios de comunicación audiovisuales se encadenaron para transmitir una alocución del propio presidente de la república, que anunció, con visible satisfacción, el descubrimiento de una cura milagrosa, que permitiría acabar con la enfermedad que hacía estragos en el país. En los laboratorios farmacéuticos de uno de los países aliados, los mejores científicos del mundo lograron sintetizar una droga que combatía con éxito sorprendente y garantizado al virus. Tras una larga y farragosa perorata, plena de adjetivos admirativos y vacuos, informó que dicho medicamento sería distribuido de forma masiva a través de la red nacional de farmacias, públicas y privadas, que a partir de ese momento estaban obligadas a almacenarlo y proveerlo a sus clientes habituales, sin costo alguno. Se esperaba que los primeros envíos comenzaran a llegar en el transcurso de esa semana.
Él recibió la noticia con mucho escepticismo. Lo primero que hizo fue navegar, a la exigua velocidad que le permitía su conexión a internet, por las páginas especializadas, que conocía muy bien por su afición a estar informado sobre los avances que se producían en materia farmacológica en el mundo. Pero no encontró nada en particular, salvo la mención a una droga, creada en un país del este, que todavía estaba en fase de experimentación en roedores, y no había sido declarada apta para el consumo humano por los organismos internacionales. Eso lo puso capcioso, así que esperó con ansias la llegada de la droga a su farmacia.
Por fin tuvo delante de sí la primera muestra: ya desde el empaque la suspicacia no hizo más que acrecentársele. Las cápsulas del medicamento no mostraban ningún rótulo, y venían en un frasco de vidrio marrón oscuro, con un tapón de algodón; una presentación que no veía desde los años noventa, a lo sumo. Como toda información, el frasco tenía una calcomanía con el nombre del producto, su “principio activo”, el laboratorio que lo producía, la fecha de expiración y el país de origen. Con esos datos corrió a su computador, y confirmó sus sospechas. Se trataba de un compuesto aún en vías de experimentación, sin resultados concluyentes.
Justo en ese momento tomó una decisión arriesgada, tal vez la más arriesgada que hubiese tomado en lo que llevaba de vida. No iba a poner en peligro la salud de su clientela. En su farmacia no se distribuiría ese medicamento. Él no sería responsable por los posibles efectos colaterales que pudiese acarrear una droga que no contaba con los debidos controles y tests previos. Urdió un plan que le permitiera sortear la obligación que le impusieron las autoridades, y lo puso en práctica esa misma noche. Se encerró en su laboratorio y, tras vaciar todas las cápsulas que le consignaron, las rellenó con un coctel de vitaminas y una pequeña dosis de un antipirético que había probado ser eficaz para el tratamiento sintomático del virus.
La mañana siguiente, frente a su farmacia, se formó una cola larguísima de gente que buscaba la droga maravillosa, incentivada por la propaganda que circulaba sin cesar tanto por los medios radiales y televisivos como por las redes sociales. En un par de horas había agotado toda la existencia. Entonces rellenó los formularios correspondientes, los envió, y esperó por la reposición, para repetir una y otra vez el mismo procedimiento.
Tras un par de meses, sus sospechas se confirmaron ciertas. La mortandad no disminuyó, ni bajó la cifra de infectados. Y, además, la gente comenzó a desarrollar otros síntomas que parecían tener que ver con el sistema metabólico. Unos grandes bubones se les formaban en la zona del cuello, cercana a la glándula tiroides, y luego explotaban por la presión del pus. Era algo que sucedía en todos lados en donde se estuviera utilizando la novedosa medicación, menos en la zona en la que estaba ubicada la farmacia. Era solo cuestión de tiempo para que las autoridades sanitarias se dieran cuenta de que algo extraño sucedía allí, y comenzaran a investigar.
Quisiera que esta historia tuviese un final feliz, pero no fue así. Un día, una comisión de la policía nacional se presentó en la farmacia, y sin mediar orden de arresto, e incumpliendo cualquier protocolo, se lo llevaron preso, e incautaron todo el material que encontraron en el laboratorio. Su foto apareció en todos los medios impresos y visuales, acompañada de notas en la que lo calificaban de saboteador y enemigo del pueblo. A pesar de las diligencias adelantadas por las diferentes ONG que se ocupaban de la defensa de los derechos humanos, más nunca se supo de él. La farmacia fue expropiada, y comenzó a despachar la droga milagrosa, pero fue por poco tiempo. De manera muy discreta, el régimen reculó, silenció toda mención a ella, y procuró borrar cualquier evidencia de su utilización en el pasado.