Por Jacobo Villalobos
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Durante los meses en que Errol Morris filmó el documental sobre Fred Leuchter, el hombre que rediseñó las sillas eléctricas para hacerlas más eficientes, el apodado Mr. Death tenía la compulsión de moverse de lado a lado, caminar rápido y hablar como si las palabras se escaparan de su boca. Era como si algo le estuviese escociendo la piel, o como si tuviese prisa en dejarlo todo y culminar la filmación. Sin embargo, aquello no fue un obstáculo, porque Fred, por el contrario, abundaba en detalles y relataba todo con la mayor claridad posible, intentando no dejar nada por fuera.
De hecho, usualmente el que debía dar pausa a la filmación, era Morris, ya que el olor de Fred, después de algunas horas, se le hacía insoportable. Fred Leutcher era un ingeniero que había destinado su vida a encontrar la mejor manera de freír a las personas: mejorar la silla eléctrica para que todo fuese más rápido y con menos problemas. Y, a medida que profundizaba en el tema, un cierto olor a quemado parecía emanar de él. El director atribuía eso a la cercanía del inventor a su máquina y a la piel calcinada. Sin embargo, nunca lo mencionó pues aquello sonaba a mito. Al cabo de unas horas, el olor le provocaba náuseas y debía parar, salir a la calle a respirar aire fresco y reconciliarse con los vivos. Durante esos momentos, el director se preguntaba cómo Fred podía vivir con aquella peste, y luego se respondía diciéndose que, seguramente, aquel aroma era su imaginación.
2
La mayoría de las veces, las respuesta de Fred eran veloces y con desenfado. Abría bien la boca para modular, exhibiendo sus dientes dispares. En general, su aspecto era desagradable: flaco, de rostro enfermizo, orejas prominentes y aura carente de afecciones. Hablaba de sus sillas eléctricas y de cómo estás ayudaban a ejecutar más rápido a los presos; decía que ahora, gracias a él, el condenado sufría menos y primero moría antes de quemarse; explicaba que había agregado un recipiente donde caían los desechos del cadáver, lo cual le ahorraba a los carceleros el tener que limpiar la piel quemada o fluidos corporales. Aquello lo describía con tal pasión y detalle que Morris solo necesitaba de una o dos tomas.
Sin embargo, hubo una vez que todo el set se quedó en silencio y tuvieron que editar las palabras de Fred. Se trató del momento en que Morris le preguntó si sentía culpa por lo que hacía y por el destino de los presos, en los que él jugaba el papel de arquitecto. En ese momento, el ingeniero se sujetó fuertemente los bolsillos de su pantalón beige y apretó los labios. Frunció todo el rostro en una mueca de incomodidad, muy extraña, que no había hecho antes. Era el rostro de alguien que está resistiendo ─algún dolor─. Tardó mucho en poder articular una palabra: sin soltar sus bolsillos… “no”, que no sentía culpa porque él no había matado nadie. Por el contrario, explicó que él había hecho de las ejecuciones algo más dignificante para todos.
Morris se quedó perplejo por la actitud de su entrevistado, y, después de eso, comenzó a prestar atención a sus movimientos con detalle, en busca de cualquier otra fractura ─más por curiosidad personal que por el bien del documental─. Así notó que cada vez que hablaban sobre los presos ejecutados, Fred, con disimulo, se llevaba las manos a los bolsillos. También notó que el aroma a piel calcinada se hacía más fuerte durante esos instantes, casi insoportables por la incomodidad tensa del ambiente. Sin embargo, eso lo último lo volvía a atribuir a su imaginación volátil.
3
Después de unas semanas, Morris se enteró que no: que aquella peste de muerte no la estaba imaginando. Durante una cena, en un restaurante de la zona, varios miembros del equipo bromearon diciendo que Fred había pasado tanto tiempo entre sillas eléctricas que, de vez en cuando, olía como una. El ingeniero se rio, y respondió que eran cosas del trabajo, “así como un médico, de vez en cuando, puede oler a sangre o a medicinas”. Se acomodó en su asiento y dio un trago a su cerveza sin dejar la sonrisa de dientes torcidos.
A medida que avanzaba la noche, Fred y Morris se fueron quedando solos. Tras algunas horas de comida y bebida, el inventor se veía somnoliento y abatido. Sin que nadie se lo preguntara, empezó a hablar sobre los presos. Dijo que se sentía indignado por el trato que recibían, pero también que le inquietaba que sus sillas aún causaban mucho dolor y necesitaban varios ajustes. Le reveló a Morris que había recibido cartas para revisar las horcas en otros estados y que le habían solicitado diseñar un artefacto que pudiese administrar correctamente el veneno a un ciudadano condenado a muerte. “Es como si, de repente, fuese el señor de la muerte, ¿sabes? Mr. Death en persona”. Negó con la cabeza y bajó su cerveza por debajo de la mesa. Bebió, y la volvió a hundir entre sus piernas, y así por largo rato. Lo mismo con la comida: mordía un pedazo, y luego lo escondía bajo la mesa. Al final, con disimulo, Morris se inclinó y, por debajo de la tabla, vio que el pantalón de Fred, a la altura de los bolsillos, estaba manchado de alcohol y de las salsas de la hamburguesa.
Esa noche, Errol Morris llegó tarde a su habitación de hotel y se acostó con una idea: en un papel pequeño anotó el que iba a ser el título del documental. “Mr. Death: rise and fall of Fred A. Lutcher Jr.”.
4
Durante las siguiente semanas, sin percatarse al inició, la atención de Morris se centró en los bolsillos de Fred. Le parecía que constantemente el ingeniero se los sujetaba, como si intentara controlar algo dentro de ellos. También le pareció que pequeños hilos de humo brotaban de su interior, y hasta llegó a pensar que, en realidad, el olor a piel frita venía de los pantalones y no de Fred. Deliberadamente, el director le preguntaba por el destino de los presos (“¿sus familiares nunca te han reclamado nada?”; “¿tus hijos saben qué haces?”; “¿has visto tu máquina en acción?”), solo para comprobar que los dedos del ingeniero se apresuraban a tomar sus bolsillo y apretarlos con fuerza, como un mantra.
5
Ya cerca del final de la filmación, Fred quiso mostrarle a Morris una curiosidad que fue capturada por una cámara fotográfica. Debido a las constantes preguntas por su culpabilidad en la muerte de los presos condenados a la pena máxima, Fred terminó por decir: “Yo no tengo culpa alguna, pero sí creo que hay entidades que quieren hacerme sentir culpable”. La palabra “entidades” la paladeó con lentitud y, mientras la decía, casi imperceptiblemente, bajó su mirada a hacia sus bolsillos; o eso creyó Morris.
Fred caminó por la casa hasta su armario y tomó una cajita de metal. Adentro había un montón de fotografías. El ingeniero tomó una, donde aparecía retratado él junto a uno de los prototipos más tempranos de la silla eléctrica rediseñada. Allí, Fred señaló los apoyabrazos de la máquina. “¿Pueden verlas?”, preguntó. La cámara captó como, sobre la silla, parecía haber la sombra de una persona sentada en ella, como un espectro. En el espaldar, justo donde iba la cabeza, tres puntos en negro parecían dibujar un rostro. A medida que se fijaban en aquella sombra, un cuerpo parecía dibujarse con mayor claridad. “En esta silla murieron varias personas. En esta foto, la estoy reparando, y puedo jurar que no vi nada. Pero la fotografía dice otra cosa: es posible que algo se haya quedado sujeto a la madera”, dijo Fred.
Aunque todo el equipo tragó grueso al ver la entidad que aparecía retratada, Morris sintió un terror intestino que le hizo dar un vuelco a su estómago por algo que salía fuera de foco. En un lateral de la fotografía, aparecía Fred observando la silla, como quien la contempla para determinar un problema, y de los bolsillos de sus pantalones grises, el director estaba seguro, se asomaba una mano diminuta que se sujetaba a la tela. El director enfocó la mirada, olvidándose del espectro atrapado en la silla, y se concentró en aquello que parecía salir del bolsillo de Fred. Estaba seguro: allí había algo y parecía ser una mano en miniatura.
Cuando el ingeniero se percató de la dirección de la mirada del director, apartó la foto con velocidad. Sus miradas se encontraron y Fred separó los labios, con algo de indignación y temor en sus ojos. Después de eso, el ingeniero fue cada vez más hermético, y el director cada vez más atento. Ahora estaba seguro de que cuando Fred se llevaba las manos a los bolsillos era para calmar a lo que fuese que estuviese allí; que sí emanaba un hilo de humo del pantalón y que el olor a cadáver electrocutado provenía de los bolsillos de aquellos pantalones.
6
La filmación se extendió por un casi mes más. Al final de ese tiempo, Fred y Morris casi no se hablaban y se miraban con desconfianza, como si ambos supiesen algún secreto y esperaran que alguno lo revelara primero. Aquello hizo imposible continuar y profundizar más en la vida del inventor de las nuevas sillas eléctricas.
En un arrebato de curiosidad, desesperación e ingenio, Morris dijo que necesitaba tomas de la casa de Fred para el cierre del documental. Para ello, dijo que lo mejor era que todos salieran, pues quería que la grabación fuese lo más “natural” posible y cualquier otra presencia podría enturbiar el escenario. Visiblemente contrariado, pero sin saber que responder, Fred no tuvo otra opción ─verosímil─ que salir a su jardín y ver cómo Morris se paseaba por su hogar con una cámara.
Al llegar al piso superior, el director soltó la máquina sobre la cama y se apresuró al closet. Revisó cada pantalón con desenfreno, introduciendo su mano en todos los bolsillos, volteándolos hacia afuera, escrutando los ruedos de la prenda… notó que algunas partes de la tela estaban quemadas, y que olían a metal ardiente. Sintió que su cuerpo se doblaba sobre sí mismo cuando vio dos quemaduras en forma de manos y pies diminutos. Movió los pantalones de un lado a otro, los tiró al piso, revisó el closet en busca de aquella criatura que debía vivir allí, dentro de los pantalones de Fred, y cuya esencia era la misma que la de los presos electrificados. No tuvo éxito: allí no había nada. Se irguió y, a sus espaldas, escuchó: “no los vas a encontrar”.
Fred estaba parado a la entrada de la habitación y cerraba la puerta tras sí. Morris se volvió y relamió los labios. Su corazón empezó a latir con fuerza. Miró a los lados y cayó en que estaba solo, en una habitación cerrada, con Mr. Death, el ingeniero de la muerte. “¿Qué piensas hacer, asesino?”, dijo Morris. O al menos eso creyó haber dicho, ya que, de pronto, todo estaba en silencio y el aire se había hecho denso. Frente a él, Fred Leutcher, impasible, se había empezado a desnudar por completo. Su cuerpo era feo: brazos y piernas esqueléticas, torso flácido y una barriga hinchada, tensa. Morris tardó en darse cuenta de que tenía marcas en la piel, como manchas de carbón. Más bien, que partes de su piel se habían quemado. “No los vas a encontrar”, repitió Fred, “porque están conmigo”. El director vio cómo de entre los dedos del pie, por las axilas, por entre los pliegues de la piel, del prepucio… de Fred salían pequeños enanos. Criaturas diminutas que asemejaban la apariencia humana, como homúnculos. Seres pequeños con manos y pies, y una cabeza sin pelo. Estos caminaban por encima del señor de la muerte y tras de sí dejaban hilillos de humo y rastros calcinados. Morris tardó en reconocer en ellos la imagen de varios presos famosos condenados a muerte y ejecutados en las sillas de Fred. Veía una representación en miniatura y quemada de aquellas personas electrocutadas hasta la muerte.
“No los vas a encontrar”, volvió a decir Fred. “Porque siempre están conmigo, sobre mí, marcándome y habitándome como una consecuencia; queriéndome hacer sentir culpable por mis acciones”.