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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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Máquinas del tiempo

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Por Mirco Ferri




Every year is getting shorter
Never seem to find the time

Pink Floyd, Time


Su tiempo no se computaba en horas, ni siquiera en días: necesitaba ser medido en unidades más espaciadas que las usuales. Parecía no transcurrir como el de los demás seres humanos; más bien, se asemejaba al de los árboles milenarios, esos que simulan estar dormidos o muertos durante décadas, inclusive siglos, para un buen día retoñar y traer a la vida una rara flor, o un único fruto. Una reacción suya podía corresponder a una acción ocurrida lustros atrás. Esa era la gran peculiaridad de Adolfo Sánchez, de profesión —¿cuál otra podría ser?— relojero y coleccionista de todo tipo de instrumentos destinados a la muy humana e inútil pretensión de controlar al tiempo: se jactaba de poseer desde un primitivo reloj de sol, pasando por una clepsidra, un reloj de arena, uno de péndulo, hasta el más moderno cronómetro de cuarzo.

Su vida estuvo signada por la parsimonia. Esa tendencia fue evidente desde la cuna: solía contar muy divertido que sus pañales no precisaban ser cambiados más de una vez al día. Al principio, como es natural, su madre se alarmó, y consultó con varios pediatras, quienes, tras largas series de exámenes, dieron unánimes el mismo diagnóstico: su metabolismo era muy lento, sus procesos digestivos, por lo tanto, también.

Comenzó a gatear a los catorce meses, a caminar a los veintiuno, y a decir sus primeras palabras a los dos años. Resultaba obvio que había algo distinto en él, no necesariamente malo pero sí bastante llamativo. Como si perteneciera a otra raza, de apariencia igual a la humana pero con diferente cadencia, mucho más lenta y pausada. Como si necesitara más tiempo que los demás para sus funciones vitales. Esa tardanza inicial tuvo repercusiones inevitables en el resto de su vida. Ingresó tarde a la escuela, y experimentó algunos problemas de acoplamiento ya que no andaba al mismo ritmo de sus compañeros. A pesar de poseer una inteligencia superior a la de la mayoría de sus condiscípulos, no figuró nunca entre los primeros de su clase, debido en gran medida a su tardanza en la entrega de las asignaciones. Sin embargo, logró arreglárselas para concluir los estudios secundarios, aunque nunca tuvo en sus manos el título ya que, cuando decidió que era hora de buscarlo, la institución había cerrado sus puertas. 

Una vez terminado el bachillerato estuvo sopesando varias alternativas: estudiar una carrera universitaria, dedicarse al comercio, o escoger una profesión liberal. Esa decisión, como es previsible,  tuvo su buen período de maduración, por lo que fue a los cinco años de haberse graduado de bachiller cuando tomó la determinación de dedicarse a la relojería, trabajo que lo estaba aguardando desde su nacimiento. El arte de comprender el flujo del tiempo, de discernir la cadencia de cada segundo, de calcular con exactitud la duración de sus vacilaciones, sus decisiones y sus enamoramientos, era la labor que mejor se correspondía a su temperamento; por lo tanto el conocimiento exhaustivo de los mecanismos destinados a mensurar el tiempo era condición indispensable para materializar la vocación a la que pensaba dedicar su vida.

El relojero tenía una intuición, difícil de probar pero que ilustraba a cabalidad su comportamiento: el tiempo, para él, pasaba a una velocidad mucho mayor que para los demás. Es un tanto complicado explicar esa creencia, pero tal vez con un ejemplo se entienda mejor: una actividad que una persona cualquiera podía culminar en una hora, a él le tomaba mucho más, tal vez el doble o el triple.  Empezó a desarrollar una obsesión, una idea fija que le ocupaba los ratos que no destinaba a su oficio formal: deseaba fabricar un artefacto que se alineara con el reloj interno de cada persona, que calculara la equivalencia entre el tiempo formal y el personal. 

Cuando lo conocí ya tenía los planos de su invención plasmados sobre unas inmensas hojas blancas, llenas de dibujos y anotaciones en los márgenes, y había comenzado su construcción. En ese tiempo su anatomía comenzaba a mostrar los estragos que la edad suele operar en las personas. De joven había sido un tipo delgado, tal vez no atlético pero sin demostrar la propensión a la adiposidad que en ese momento lo definía: parecía la caricatura humanizada de una sonriente morsa, de movimientos  y hablar pausados. Su pequeño taller estaba en una calle aledaña a la Gran Avenida, un localcito de escasos cuarenta metros cuadrados provisto de un mostrador de vidrio en el cual exhibía parte de su colección de relojes, unas estanterías de madera repletas de accesorios propios del oficio, y una trastienda en donde realizaba las labores de reparación. Yo pasaba por esa calle todos los días, pues estaba en camino a mi casa, y solía quedarme embobado contemplando las diminutas máquinas del tiempo expuestas en la vitrina; podía pasar largos ratos allí, y ya me las conocía de memoria. Don Adolfo, como se le conocía, me dejaba estar y de vez en cuando sacaba uno de los relojes, lo colocaba sobre el mostrador, y me iba enseñando los secretos de la maquinaria que le daba vida. 

—Éste es suizo, mecánico: tiene un sistema irrompible de muelles de acero; no hay manera de darle más cuerda de la necesaria, y nadie lo puede echar a perder, ¡anda, trata! —me decía, desafiante, instándome a manipular la diminuta máquina, cosa que al principio me negaba a hacer, temiendo una reprimenda si mis manitos maravillosas llegaran a dañar lo que se suponía invulnerable; pero luego, con el tiempo, fui agarrando confianza y valor, y hacía lo que el relojero me indicaba. 

Por lo general sus conversaciones tenían que ver con esa dimensión que lo tenía obsesionado:

—El tiempo es lo único importante en esta vida, muchacho. Y lo que más desperdiciamos. Lo peor es que nadie lo puede detener ni atesorar. Por mucha plata, salud o amor que tenga uno, el tiempo se encargará de enseñarle que todo eso es un espejismo.

Yo me quedada como hipnotizado, escuchando sus disertaciones sobre el tema que lo apasionaba y familiarizándome con los mecanismos de relojería que me ponía a disposición. En esa época tendría unos quince años, pocos amigos y muchísimo tiempo, pues estaban comenzando las vacaciones escolares y andaba buscando qué hacer, por lo que esas visitas a la relojería me venían muy bien.

En esa época era todo lo contrario a don Adolfo; me la pasaba acelerado. Juntos constituíamos un curioso contraste: yo atolondrado, él la calma viviente. A pesar de ello llegamos a congeniar, aunque a veces me desesperara por su lentitud: el trayecto desde la trastienda hasta la puerta del local le tomaba una eternidad, mientras me encontraba ansioso de poner mis manos encima de alguna nueva máquina, desarmarla y volverla a armar. Pero no había nada que hacer: su ritmo era el que se imponía en nuestra relación maestro-aprendiz, y tenía que vivir con ello. Porque poco a poco me estaba convirtiendo en eso, su ayudante. Primero en pequeñas cosas, ciertos recados, algunas entregas a domicilio; pero a medida que iba ganándome su confianza, me dejaba ayudarlo en el trabajo de verdad y cada día me confiaba alguno de los secretos y trucos que había aprendido, de manera autodidacta, a lo largo de su vida como relojero. Me enseñó que cada reloj tiene su particularidad, que toda máquina de medir el tiempo es una fábrica en miniatura, con sus engranajes, esferas, piñones y volantes. Que hasta el más simple reloj digital tiene su encanto, ya que nos permite apreciar el fatal transcurrir del tiempo. Por último, cuando ya consideró que existía la confianza suficiente entre ambos, me contó su secreto, y me permitió ver de soslayo los planos de su invento. Sin embargo la máquina, a pesar de tener bastante avance, según él, nunca me la mostró.

Cuando estaba cumpliendo el mes y medio en esa especie de pasantía —no percibía remuneración alguna, me conformaba con el aprendizaje— me dijo que tenía un nuevo encargo bastante particular, un enorme reloj de pared que no estaba dando las campanadas a la hora:

—¿Qué te parece esta belleza? Lo que estás viendo es un aparato muy especial, muchacho. Hay sólo otros veintitrés como él en el mundo, hasta donde se sabe. Es de una edición especial, lo fabricó antes de la guerra una pequeña casa artesanal húngara que ya no existe. Cada pieza fue torneada a mano. Con él vas a aprender todo lo que te falta por saber sobre mecanismos de relojería.

Acto seguido lo acostó boca abajo en su mesón de trabajo, y con su habitual calma fue desenroscando los dieciséis tornillos de la tapa posterior; los iba sacando uno a uno, con sumo cuidado para no maltratar la madera de la caja que lucía vieja y reseca, y los depositaba dentro de un frasco vacío que antes había contenido mayonesa. Una vez removida la tapa, pude ver el mecanismo más asombroso: era una profusión enorme de piezas color bronce, todas interconectadas. Algunas lucían familiares, pero otras eran nuevas para mí. Empezó a desarmarlo, pieza por pieza; sus movimientos me recordaban a los de la pereza que había visto tiempo atrás en un parque. Poco a poco el mesón fue cubriéndose de decenas de objetos de variadas formas y tamaños. Don Adolfo parecía un cirujano que estuviera dando una clase práctica magistral, pues iba narrando cada operación que realizaba, nombrando la parte que estuviera extrayendo. Por fin lo tuvo desarmado por completo, y dijo:

—Bueno, mañana lo reviso con calma.

Yo quedé con ganas de continuar, pero al echar una ojeada afuera vi que la noche ya había caído, y de repente sentí sobre mí la mirada inquisitiva de todos los relojes de la tienda. Eran las nueve y media: en mi casa me iban a matar. No me había dado cuenta del paso del tiempo, y mi hora de regreso había expirado hacía rato. Me despedí, sin muchas ceremonias, y salí corriendo, previendo la reprimenda que, esa sí, llegó puntual. De manos de mi padre, quien para variar tenía unos cuantos tragos encima.

—¿Qué te pasa, te volviste loco? ¿Quieres matar a tu mamá de un susto? ¡Estuvimos a punto de llamar a la policía! —todo esto gritado, y con gesticulaciones muy cercanas a mi cara, que en cualquier momento iban a materializarse en cachetadas. Antes de que eso sucediera, me apresuré a decir:

—¡Estaba trabajando!

A todas éstas, yo no había soltado prenda aún sobre mis actividades con Sánchez; en mi casa suponían que estaría jugando algún deporte, o paseando. Esa revelación dejó el brazo de mi padre suspendido a mitad camino, y sólo atinó a decir, balbuceando:

—¿Tra... trabajando? ¿Tú? ¿Qué necesidad tienes de eso? Además, ¿En dónde?
—En la relojería que queda cerca de la Gran Avenida, la de don Adolfo.
—¿El gordo? Ése tiene fama de maricón, ¿qué tienes tú que hacer con él?
—Me está enseñando cosas.
—Ay, vale. ¿María Auxiliadora, estás escuchando? —Sólo empleaba los dos nombres de mi madre cuando estaba molesto, del resto era Mary— ¡Se la pasa encerrado con ese gordo raro, que le anda enseñando cosas!

Ella, que no había abierto su boca todavía, sabiendo que en el estado en que se encontraba mi padre era imposible sostener una conversación medianamente sensata, decidió cortar por lo sano y tomó las riendas de la situación:

—Vete a dormir enseguida. Tú y yo hablamos mañana.
—Pero tengo hambre...

La mirada fulminante que me echó fue suficiente para entender que si quería estar a salvo de la ira de mi papá me convenía obedecerla, por lo que esa noche me acosté con las tripas vacías. 

La mañana siguiente no pude evitar la conversación incómoda con mi madre. Ella quiso saber con todo detalle cuáles actividades realizaba en la relojería. Sobre todo, estaba interesada en el tipo de relación que había entablado con el relojero. En parte era cierto lo de la fama de don Adolfo, pero más que nada porque no se le conocía mujer. Yo le aseguré que en ningún momento había dado señales de nada sospechoso, y nunca había tratado de acercárseme de manera equívoca.

—Creo que no le interesan las mujeres; lo único que le importa en la vida es el trabajo y sus relojes, eso es todo— resumí mi alegato en esa frase.
—De todas maneras es bueno que por un tiempo te alejes de la relojería. Tú sabes cómo es tu padre: ayer te salvaste, pero si llega a saber que sigues yendo allá el zaperoco va a ser enorme.

Por algunos días seguí la recomendación de mi madre; no obstante, sentía la necesidad imperiosa de volver allá. El oficio me estaba atrapando y todavía me faltaba mucho por aprender. Así que al par de semanas me volví a presentar en la relojería. Don Adolfo me saludó como si la última vez que me hubiera visto fuera la noche anterior, sin dar muestras de sorpresa por mi prolongada ausencia. Me invitó a pasar a la trastienda para ver los avances en el gran reloj. Quedé bastante defraudado pues no vi gran diferencia; sin embargo me informó que por fin había dado con la falla: uno de los engranajes tenía un diente sentido, y eso provocaba el desorden que presentaba el aparato. Me lo enseñó: era una pieza minúscula, insignificante al lado de las demás. Se lo hice notar, y con una sonrisa algo condescendiente me dijo:

—Para que veas que no siempre lo que parece más importante termina siéndolo, a veces la esencia está en los detalles más ínfimos.

Durante mi ausencia el relojero había estado reparando el engranaje, ya que le fue imposible conseguir uno igual. Con la paciencia que lo caracterizaba limó, soldó y emparejó al pequeño objeto hasta que quedó satisfecho, y ya estaba listo para rearmar el reloj. Volví a presenciar el proceso pero de manera inversa: era como ver una película en retroceso. Esta vez tomé la precaución de estar pendiente de la hora, y a las 6:30 me despedí, con cualquier excusa, no sin antes obtener la promesa de poder observar el armado final al día siguiente.

Esa noche tuve dificultades para dormirme, y cuando al fin lo logré tuve un sueño inquieto, salpicado de pesadillas fastidiosas que tenían que ver con engranajes, números y agujas. Agradecí la llegada del amanecer; me alisté a la carrera y después de desayunar corrí a la relojería. Tuve que esperar un largo rato antes de que apareciera Don Adolfo. Lo vi cruzando la calle, con el corazón en vilo pues no sabía si le iba a alcanzar la luz verde para llegar a la acera. Los conductores de los carros parados detrás del rayado comenzaron a dar señales de impaciencia y sonó algún corneteo cuando la luz cambió a amarilla, pero por suerte ya le faltaba poco, y arribó justo cuando se encendió la luz roja. Cuando por fin llegó a la tienda me saludó con jovialidad, y procedió a la ceremonia de apertura de su local; tomó un gran mazo de llaves, abrió los dos candados anticizalla, se los guardó en los bolsillos, desplazó la reja hacia la derecha, y por último introdujo la llave de la puerta del taller en la cerradura, y al fin pudimos pasar al interior de la relojería. Nos dirigimos a la trastienda a continuar con la labor inconclusa del día anterior: en cuestión de unas cuatro horas el imponente reloj ya tenía la máquina ensamblada, y se me cedió el privilegio de cerrar la caja con los tornillos que estaban resguardados en el frasco de mayonesa. Los fui tomando uno a uno, enroscándolos según la secuencia que me indicaba el relojero, para evitar que se desajustara la tapa, y con la mayor precaución posible para no rajar la madera. Cuando hube terminado, entre los dos tomamos el reloj, lo apoyamos sobre su base, y don Adolfo procedió a insertar una gran llave de bronce reluciente en el agujero destinado a darle cuerda; la hizo girar con delicadeza unas siete u ocho veces, y la magia comenzó: el reloj arrancó con su rítmico tic—tac, y pudimos constatar que su precisión era notable al calibrarlo con un cronómetro de cuarzo. Entonces  abrió la compuerta de vidrio que protegía la esfera del reloj, y con sumo cuidado adelantó las agujas hasta que llegaron a marcar las 11:59. El minuto siguiente transcurrió en un silencio casi reverencial, parecido al que se puede percibir en el interior de una cueva si no hay más nadie que uno mismo en ella. Cuando el minutero llegó por fin a señalar el punto más alto de la esfera, acompañado por la aguja horaria, emergió del reloj el sonido cristalino de doce campanadas. La expresión de éxtasis del relojero fue indescriptible; era patente que ese logro lo llenaba de alegría y orgullo. Repetimos el proceso para el resto de las horas, y en todas las ocasiones el resultado fue igual de satisfactorio.

—¡Buen trabajo, muchacho! Por hoy hemos terminado. Voy a cerrar la tienda, ya me liberé de esta preocupación y necesito enfocarme en mi proyecto.
—El reloj personal... ¿Cómo va eso, don Adolfo?
—Ya casi está; creo que mañana hago la primera prueba, conmigo de conejillo de indias, por supuesto.
—¿No necesita que lo ayude en algo?— pregunté esperanzado, pues intuía que podía presenciar algo prodigioso. El hombre rió, no obstante:
—¡Quisieras tú! No, por nada del mundo le voy a mostrar a nadie mi invento, por lo menos hasta que esté probado y patentado. Te vas a quedar con las ganas, por los momentos.

Aunque eso me desilusionó, no me quedó más remedio que aceptarlo. Entendía las razones del relojero, y no volví a mencionar el asunto. El negocio estuvo cerrado por unos tres o cuatro días, aprovechando la confluencia de un día feriado con el fin de semana, por lo que no tuve noticias de él durante ese tiempo. 

Cuando volvió a abrir el establecimiento regresé, y me conseguí con que don Adolfo tenía un humor de perros, cosa insólita en él. Estaba refunfuñando, reparando de mala gana un relojito de pulsera de mujer. Me saludó con un hosco: "toma, cámbiale la pila a este juguetico, ese pedazo de porquería" y me señaló un ostentoso reloj digital, de fabricación japonesa. Me preguntaba cuál sería el motivo de su enojo, pero no me atrevía a decirle nada. Era evidente que algo había pasado durante el fin de semana. Estuvimos trabajando largo rato en silencio, hasta que él lo rompió:

—Asco de vida, ésta.
—¿Le pasó algo?
—Que si me pasó algo. Tú sí eres gracioso. Ése es el problema, no me ha pasado nada.
—¿Cómo?
—Así mismo. Tengo sesenta años, y es como si hubiera vivido veinte. Ya estoy entrando en la vejez, y no he hecho nada de lo que debería haber realizado. El tiempo pasa demasiado rápido, para mí. Lo he desperdiciado, y ya es demasiado tarde para recuperarlo. Pero voy a hacer algo: hoy mismo pongo en venta esta pocilga y todo lo demás que tengo, y me voy de viaje. Quiero vivir a tope el poco tiempo que me queda. Lo siento por ti, si es que tenías alguna ilusión de continuar aprendiendo los trucos de este negocio. Te voy a dar un consejo: búscate algo mejor que hacer; en cambio de tratar de domar al tiempo, busca vivirlo a plenitud.
—¿Y su máquina?
—Bah, me di cuenta de que eso es una estupidez.
—¿Pero, y la probó? ¿No sirve?
—Sirve, sirve demasiado bien. Pero no sirve de nada, salvo para amargarlo a uno. ¿De qué me vale saber que una hora normal es equivalente a veinte minutos míos? Si lo hubiera sabido antes tal vez hubiera podido hacer algo, pero a estas alturas ya no tiene importancia. No puedo recuperar el tiempo perdido, por lo que esa información no me es de ninguna ayuda.
—¿Y qué va a hacer, entonces?
—Lo que te dije, tratar de vivir un poco. Hoy es el último día que abro la tienda, a partir de mañana me dedicaré a terminar los encargos pendientes pero a puertas cerradas. Creo que es mejor que te vayas ahora, no tengo ganas de tener gente cerca.

Me despedí de él con la sensación de que esa sería la última conversación que sostendríamos. Al día siguiente el taller amaneció cerrado, con un cartel que tenía escrito "SE VENDE ESTE NEGOCIO" colgado de la reja. Resultaba evidente que no había sido un impulso del momento: estaba decidido de veras a hacer lo que me manifestó en la víspera. Más nunca vi el local abierto, a pesar de que al principio pasaba por su frente con mucha frecuencia para ver si había cambiado de parecer.

Algunos meses después, cuando el recuerdo de mi breve incursión en el mundo de la relojería comenzaba a desvanecerse, volví a tener noticias de Don Adolfo a través de la prensa.  Mi padre me mostró el periódico vespertino, diciendo:

—Mira lo que le pasó al pato de tu patrón. Si no te hubiera prohibido trabajar con él, tal vez no lo estuvieras contando.

Tomé el diario, con manos temblorosas, y me enteré de lo ocurrido. La escueta nota de prensa informaba lo siguiente: el local del relojero había sufrido un incendio durante la noche; al parecer, un recipiente con solvente industrial que se utilizaba para la limpieza de las máquinas de relojería se había encendido, al entrar en contacto con las chispas emitidas por un aparato desconocido que se halló en el interior del local, y el fuego se expandió con prontitud al mobiliario de madera; el cadáver de Don Adolfo, que presentaba quemaduras de tercer grado en un 60% de su superficie, se encontró cerca de la puerta, con las llaves del negocio en la mano; las pesquisas iniciales hacían suponer que no le había dado tiempo de abrirla. Se presumía que la muerte había sido causada por asfixia.

La noticia cerraba con esta frase: “Los bomberos no pueden explicarse cómo no tuvo oportunidad de escapar, dado lo reducido del recinto”.  Ese hecho no me extrañó para nada, en cambio. Lo que para ellos era incomprensible a mí me resultaba de una claridad absoluta. La teoría de Adolfo Sánchez resultó ser cierta, al fin y al cabo: el tiempo, siempre jugando en su contra, terminó ganándole la partida. Lo único que me reconfortó fue tener la certeza de que su sufrimiento no debió parecerle muy largo.






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