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Channel: Galpón Chang de jóvenes poetas
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Yo, Gerónimo

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Por Julieta Omaña



Cada día me levanto con muchas ganas de trabajar, es algo que me gusta, me cautiva, me anima el día. Tengo suerte de tener una labor digna y distraída. Siempre que hablo con amigos y conocidos, no hacen sino quejarse de sus quehaceres, dicen que se sienten como encadenados, que la modernidad y el capitalismo no ha servido sino para esclavizar a personas como ellos, que deben ser empleados, cumplir con un horario, un sueldo, pocos días de vacaciones al año. Yo, en cambio, siento que ni siquiera me hace falta salir de aquí, que soy parte fundamental de ese recinto. Todo me gusta e incluso halaga y seduce mis sentidos: los olores, la gente con quien convivo a diario, mis labores cotidianas. Me levanto cada mañana a limpiar a Fernanda, la baño, le unto delicadamente sus cremas, le coloco un pañal limpio, la dejo en el comedor y paso a limpiar a los otros pacientes. Vicente, por ejemplo, es genial. Cada mañana se levanta de buen humor, echando algún chiste, me cuenta sobre otros tiempos de los que sólo tengo conocimiento por medio de sus historias. Gracias a él comprendo una época perdida, costumbres del ayer. Él maneja un humor muy peculiar, como anticuado y casi inocente, me recuerda mucho a mi abuelo, a quien tanto quise y con quien compartí felices e intensos años de mi vida, cuando yo sólo era un niño y él y sus amigos me tenían como un pequeño tesoro y se peleaban para cuidarme y estar conmigo. Emilio en cambio, es un gruñón: “¡Gerónimo necesito esto! Gerónimo necesito aquello”, me exige a cada rato, pero igual le tengo mucho cariño. A diario se queja de todo, dice que quiere regresar a su casa, con su familia, pero en realidad recibe pocas visitas. Parece que fue un mal padre y un fatal marido; tuvo muchas amantes, hasta el día en que Ofelia su esposa junto a  sus dos hijas, tomaron la decisión de internarlo aquí hace un par de años.
           
Luego de que los dejo a todos en el desayunador, comen y toman sus medicinas. Pronto llega el medio día y me toca darles un paseo por el parque antes de la hora del almuerzo. Dice el doctor que deben tratar de ejercitarse, moverse e intentar mantener su metabolismo lo más activo posible para que no empeore su situación cardíaca, para oxigenar su cerebro, mantener el poco calcio que todavía poseen sus huesos y para evitar acumular tantos gases en el estómago. Cuando terminan sus ejercicios y toman su almuerzo, disfruto mucho al llevarlos al baño de nuevo, los ayudo a hacer sus necesidades y a lavar sus dientes. Noto la manera en que, poco a poco, van perdiendo sus habilidades motrices, y eso me enternece, me da ganas de ayudarlos más, pues siento que me necesitan. Casi todos toman una siesta, otros, los que no logran dormir durante el día, se tiran una partida de Black Jack o Texas Hold’em en la sala de juegos. Cuando llega la hora de la temprana cena, quieren acudir muy rápido a comer. Los que aún pueden caminar van con sus andaderas, a los demás los busco y los traslado uno a uno al comedor en sus sillas de ruedas. Al llegar la noche, mi hora preferida, los busco en la sala de juegos y los ayudo con sus necesidades antes de acostarse a dormir. Algunos se quejan porque no logran conciliar el sueño y piden sus medicinas, las cuales les administro con mucho cariño y hasta con ilusión. Luego de que los llevo a sus respectivas habitaciones comienza la hora en la que más me divierto, y quizá la razón principal por la que gozo tanto mi trabajo. Recojo sus ropas sucias y disfruto de sus olores, alcanfor con almizclado, agrio con floral. Estas delicias se mezclan a veces con hedor a orine y un leve aroma mentolado y crema Desitinque me enloquece. Recojo sus pañales para llevarlos a lavar, los reusables a la tintorería, los de plástico los puedo retener y disfrutar un tiempo más antes de botarlos. Desde pequeño he tenido debilidad por las formas de los mayores, sus espaldas jorobadas, sus pieles marcadas por escaras, las várices y arañas que adornan sus piernas blanquecinas, los hermosos pliegues de su delgada y quebradiza piel que sugieren elegantes estrías volcánicas. Sudan un aroma muy especial y sensual, que sólo los ancianos son capaces de emanar, quizá sus años de experiencia y sabiduría los hacen fabricar estas delicias de la dermis,  donde el aumento de ácidos lípidos y los restos de medicamentos nutren el ambiente en que estén, misterio que les otorga el pasar de los años combinado con la historia de su paciencia, el hedor clásico de vivencias acumuladas, perfume almacenado a lo largo de sus vidas, los placeres experimentados, los dolores sufridos, alientos, esperanzas y desventuras del ayer.





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